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XIV

En efecto los zarcillos se retiraron aunque muy poco a poco: el que inmovilizaba mi mano aflojó un tanto la presión hasta que de pronto me soltó. Se replegaron entonces todos los y formaron un ovillo alrededor de la amorfa criatura, por lo que su boca seguía quedando a un mundo de nosotros protegida por miles de tentáculos como serpientes.

¡Y se escuchó de nuevo ese potente rumor submarino de antes! ¡La ballena había dado la vuelta, y había allí también algo más, otra voz, dulce y atrevida! Abrí entonces mucho los ojos, al fin libre, pues había recordado aquel pasaje de la Odisea del bardo inmortal!

Grité:

―¡Mi candil! ¡Apagadlo, y tomad la cera de su interior! ¡Arrancad la cera derretida y metedla en vuestras orejas! ¡Vamos! ―Yo así hice, y bien pronto taponé mis oídos con cera derretida, y a pesar de la quemazón. Tendí al soldado restante y a Rais un par de pellizcos de cera y con un gesto le indiqué que se cubriera los oídos, como yo.

―Al final tendrá razón el minotauro; esto ya no es tan divertido, capitán, y no sé si vale la pena la paga a cambio de no buscar cada día un lugar donde vaciar las tripas... ―me dijo Rais con el rostro cubierto de sudor, pero embutí la cera derretida en sus orejas y no le hice caso.

Entonces una segunda sacudida embistió el Irannon y esta vez a punto estuvo de partirlo en dos. Cuando recuperé el equilibrio y una vez me aseguré de que Asterión y el trierarco se habían cubierto también los oídos grité:

―¡Ahora! ¡Canta, Halia, dulce Hija del Mar! ¡Canta!

Y el rumor de la ballena debió apagarse y otro bien distinto hubo de venir a tomar su lugar, pues notamos que los zarcillos comenzaron a caracolear y retorcerse.

¿Cómo es el dulce y sagrado canto de las sirenas? Yo lo sé, pero no puedo referirlo con palabras. Te nubla el sentido, y no tienes voluntad para hacer otra cosa que no sea admirar al delicado ser dueño de esa voz... Es por ello que tantos barcos naufragaron cerca de las costas en donde se reunían las sirenas, pero, ¿qué culpa tiene la rosa de ser hermosa y de poseer a la vez espinas?

Con todo, no fue en aquella ocasión la vez en que escuché por vez primera el canto de Halia. ¡Bendita criatura! Eso sería después, y la última vez en que pude admirar su canto, la última vez que la vi, fue casi al final de todo, durante lo que se llamaría más tarde el Pacto de las Sirenas.

No, en aquella primera ocasión yo tenía los oídos bien cubiertos de cera, como hiciera la tripulación del astuto Ulises al pasar cerca de la isla de las sirenas en los alrededores de Sicilia. ¡Pero debió surtir el efecto previsto! ¡Halia debía estar cantando junto a la regia ballena, pues los acalambrados movimientos de los tentáculos del monstruo se fueron apaciguando más y más, hasta que todos ellos cayeron, fláccidos, y dejaron ver el cuerpo desprotegido del monstruo!

No poseía una cara, como bien sería propio decir, pues no había ojos ni nariz, pero era al fin una criatura sintiente, o no le habría afectado el canto de la sirena; en suma solo la enorme bocaza tantas veces entrevista estaba allí, en el centro de lo que debía ser su hinchada panza.

Asterión gritó algo y fue el primero en correr hacia la desprotegida bestia, y al instante le seguimos los demás. Asterión clavó su falcata en la desnuda tripa del monstruo el primero, y entonces la boca de este se abrió débilmente, adormecida, y yo aproveché y clavé varias veces la hoja de Tasogare dentro de sus fauces, y hasta la empuñadura.

Ahinadab y Rais se unieron a nosotros y ya todos descargamos nuestra rabia más salvaje contra aquel cuerpo amorfo sin piedad, hasta que entre líquidos viscosos y humores gelatinosos se fue deshinchando más y más y no fue más que un charco inflado en el suelo de la sentina, algo semejante a un pólipo muerto, y tras esto aún incluso después se descompuso por completo para solo quedar de él un polvo ceniciento y rosado, similar al moho muerto y reseco.

Todo quedó quieto allí abajo cuando aquello acabó. Fui yo el primero que con gran cuidado me quité uno de los tapones que cubrían mis orejas y comprobé: todo permanecía en silencio. Halia no cantaba. Así que me deshice del otro tapón de cera e hice un gesto a los demás para que hicieran lo propio.

Así hicimos, y tras mirarnos los unos a los otros al fin respiramos aliviados. Asterión se puso en jarras, muy flamenco, y rió con ganas.

―¡Buen trabajo! ―exclamó en ese punto Ahinadab, envainando su sable. Se encontraba a todas luces al límite de sus fuerzas―. El Tribuno no olvidará esto, os lo garantizo. ¡El Irannon es nuestro!

Yo me di la vuelta, y recuperé del suelo mi candil extinguido.

Entonces vi el pañuelo tirado en el suelo.

Levanté la vista y vi a uno de mis hombres, atrás. No había participado en la lucha, ¡y no llevaba el pañuelo puesto! Se encontraba de pie y observaba el suelo sin sentido con la mirada. Sus manos... ¡Sus manos se habían convertido en garras astilladas!

¡Se lanzó a la espalda de Ahinadab de un salto, y con un aullido clavó sus garras en su cuello! No pude hacer nada por impedirlo. Asterión se lo quitó de encima al trierarco a pura fuerza de brazos y lo arrojó a un lado, y entonces Rais sacó atravesó con su hoja a aquel pobre desgraciado, quien cayó al suelo muerto como un fardo.

El trierarco cayó también.

Me acerqué. Pronto moriría desangrado por las heridas del cuello. Taponé su herida con mi paño, presionándola con fuerza.

―¡Levantadlo! ―le dije a Asterión, que observaba apesadumbrado la escena junto a Rais―. ¡Asterión, subámosle a la cubierta!

―Ramírez, no sobrevivirá, es inútil...

Pero yo no podía escuchar tales razones: ¡no las quería escuchar!

―¡Hacedlo, por vuestro honor! ¡Ayudadme! ―le grité yo, y al ver que ninguno de los allí supervivientes reaccionaba traté yo de izarlo en brazos mientras a la vez taponaba su herida. La sangre se le escapaba del cuerpo a borbotones.

Por fin Asterión resopló y me lo quitó de las manos, tomándolo en brazos sin esfuerzo.

¡Le subimos a cubierta! Yo trataba de impedir por todos los medios la hemorragia, y cuando al fin salimos y nos encontramos fuera, en medio de la noche y rodeados de las sempiternas nieblas, llamé entonces a Halia, a gritos:

―¡Halia! ¡Halia! ¡Ven, te lo ruego! ―exclamé, e imploré a Astarté que la ninfa marina no tardase en acudir.

No hubo cuidado, sin embargo, pues al punto me contestó a mi espalda:

―¡Has vuelto! ¡Y vivo! ―me dijo la muchacha riendo, y corrió hasta mí.

―¡Sálvale, Halia! ¡Tienes que ayudarle! ―dije yo por toda respuesta.

Halia me observó sin comprender.

―¿Por qué quieres salvarle a él? Sus heridas son mortales y lo sabes, Ruy Ramírez.

―¡Porque necesito que viva, Halia! ―contesté yo―. ¡Necesito que al menos haya un hombre como este en los ejércitos de Gadiria! ¡Porque sin Gadiria no habrá salvación para Thule, bien lo sé, y el que ahora mismo está al frente de ese imperio dudo que sea siquiera un hombre! ¡Por eso! Las sirenas contáis con poderes curativos, ¿es que no puedes salvarlo?

Halia me sonrió con una mirada fría como las corrientes del océano.

―Para eso tendría que cubrir sus heridas con mis lágrimas, Ruy Ramírez. Pero ese hombre no me importa. Mi corazón no se siente movido a llorar por él; para mí es como cualquier otro ahogado por los embates del mar.

―No ha estado en mi mano elegir quién debía desangrarse en esta cubierta, Halia, pero si hubiese podido hacerlo me habría elegido a mí mismo. ¿Tampoco llorarías por mí en tal caso?

Pareció como si la muchacha recibiese un golpe al escuchar tales palabras. Abrió mucho sus serenos ojos y me contestó:

―¿Por qué dices esas cosas? Bien sabes que sí.

―¡No, no lo sé, en verdad! ―repuse―. ¿Por qué, Halia? ¿Por qué yo?

―Porque te amo, Ruy Ramírez ―respondió con la mayor de las naturalidades―. Desde el momento en que te vi nadando en el agua bajo la luna y bañado por la cálida luz de Astarté, mientras Nahab y yo íbamos mar adentro al encuentro de sus hijos.

Entonces guardé silencio un momento, y con infinito dolor la respondí entonces:

―Pero yo no te amo ni te puedo amar, mi dulce Halia. Mi corazón le pertenece a otra mujer...

Entonces sentí como si algo se rompiese en mi alma, y creo que algo desde luego se quebró en la de la sirena, pues en ese momento y con ojos llorosos me contestó:

―¿Otra mujer? No puedo creerte. ¡Mientes! ―exclamó de pronto―. ¿Quién es ella? ¿Quién es la enemiga que me ha arrebatado la vida?

Cerré los ojos, conmovido.

―Ella es Briseida, del Gran Templo de Ispal...

Halia asintió y sus ojos ya se desbordaban en lágrimas.

―Nadie me ha causado tanto dolor como tú y ella... ―sollozó―. ¡Nadie! Pero tú ganas: ¡aquí tienes tus lágrimas de sirena! ―dijo, y con gesto despechado se arrodilló junto a Ahinadab.

Recogió las lágrimas con las palmas de sus manos, que refulgieron con un tibio resplandor, y después las impuso sobre la garganta del trierarco. Entonces, de pronto, pareció que sus heridas se restañaban místicamente, el resplandor intensificó, y noté que el rostro del trierarco recuperaba poco a poco la color.

Halia se puso en pie, y me dio la espalda.

―Halia... ―quise decir, aún agachado junto al inconsciente trierarco, pero ella no me quiso responder―. Gracias...

Pero la muchacha se acercó a la borda y se lanzó al agua, sin mirarme siquiera.

Y así se marchó la nereida, sin dedicarme una sola palabra. Sé bien que tampoco me la merecía, pero no me quejo...

Nadie habló en la cubierta durante gran rato. Se encontraban asombrados ante la maravilla que acababan de presenciar, pero al cabo comenzó a clarear entre los jirones de niebla, y vimos que comenzaba un nuevo día.

¿Sabéis? Una cosa os aseguro, amigo; en las cuitas del amor tarde o temprano un corazón acaba rompiéndose, y esto siempre ha sido así.

El mío, lo sabéis, había sido maltratado y no en pocas ocasiones, y en otras no pocas veces había sido yo el causante de tales males para una ofrecida pretendiente, por contra. ¡Ay, Dios! Pero nunca, a excepción de cuando Briseida tomase su Rito de Iniciación, se dolió tanto mi corazón como aquel día en que al parecer rompí yo el suyo a una sirena.

Ojalá me creáis... ¡O quiera Dios que se vaya al carajo este cuento!

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