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XI

Nos pusimos en pie atentos a cualquier movimiento apenas intuido en las brumas, pero alrededor nuestra solo había montones y montones de nuevos cadáveres en una cubierta ya de por sí atestada.

Vi también muchos heridos aullando de dolor y retorcidos por los suelos. En pie debíamos quedar algo menos de unos cien hombres de los algo más de doscientos que habíamos subido a bordo del Irannon, y casi todos ellos formaban parte de la escuadra de Ahinadab.

―Qué carnicería... ―dijo Ahinadab a mi lado―. ¿No quedan más de esos malditos?

―Espero que no, aunque a buen seguro quedarán algunas ratas más en las tripas del barco, de eso no os quepa duda ―le contesté yo envainando a Tasogare.

―¡Cuidado, Ramírez! ―bramó entonces Asterión a mi lado.

Me hice a un lado a la par que desenvainaba de nuevo. La hoja traidora de Hailama pasó rozando mi cabeza. Cruzamos espadas.

―Pardiez, ¿así es como se dirimen las cosas en tierras del Tribuno, a traición y sin dar aviso? ―dije yo.

―¡Adelante, Ramírez! ―intervino Asterión detrás mía―. Le dejaste para comer sopas; ¡ábrele ahora una nueva sonrisa para reemplazar la que le borraste, pero en la panza! ¡Menudo cobarde!

―¡Trierarco Hailama! ―intervino Ahinadab acercándose―. ¡Alto, esto no es necesario dada la situación!

―¿Que no es necesario? ―ladró este, fuera de sí; en efecto lucía el mentón ensangrentado, y su mueca furiosa mostraba a las claras que en su asquerosa bocaza habían quedado bastantes dientes huérfanos―. ¡Este asqueroso hijo de perra ha atacado a un trierarco del Tribuno! ¡Debe morir como castigo! ¡Hombres, a mí! ―gritó, pero apenas seis de los soldados de su mermada escuadra se pusieron a su lado.

―¡No! ―exclamó entonces Ahinadab alzando la mano―. ¡Estos soldados quedan ahora bajo mis órdenes! Tu escuadra ha sido diezmada, y el resto de ella pasa a engrosar las vacantes en la mía, ahora; es la Ley del Refuerzo, y lo sabes. Así que retira esa espada, Hailama.

Todo aquello que dijo Ahinadab me parecía muy bien, pero a mí ya no me interesaba entrar en más pláticas; el muy hideputa de Hailama hasta había mentado a mi madre, y de mala manera, y como dije las espadas ya estaban cruzadas y la ofensa clamaba sangre.

¡Y entonces me atacó de nuevo, para más señas! Demasiado lento. Yo me adelanté y entrechocaron nuestras espadas dos, tres veces, y después con una mala finta retrocedió, por lo que rompí su defensa con un sesgo lateral y su inmediata contraparte, y me cobré su espada y su mano, que volaron por cubierta.

Cayó de rodillas y puse mi hoja sobre su mentón desfigurado.

―Puerco... ―ladró, y escupió un espumarajo ensangrentado sobre el filo de mi espada.

Ahinadab se dio la vuelta entonces, desentendiéndose, pero lo mismo me habría dado: volteé mi brazo y me saldé todas las ofensas recibidas o presenciadas de aquel hombre, de un golpe. Cayó bien muerto.

Limpié mi hoja mancillada en las ropas del difunto trierarco y con ella mi honor. Entonces los soldados de Ahinadab desenvainaron y se aproximaron prestos a matarme aunque muy a su pesar, bien lo veía yo, pero también era ley del Tribuno que yo acabase también muerto. Asterión se plantó a mi lado con la falcata presta, dispuesto a defender mi vida.

―¡No! ―exclamó entonces Ahinadab―. ¡Escuadra, envainad! ―ordenó, y su recién dispuesta escuadra envainó las armas como uno solo, y a pesar del cansancio―. ¡Oídme bien! ¡Trierarco Hailama ha pedido la vida en combate durante la búsqueda del Irannon! ¡Y entended esto también: yo he empeñado mi honor en llevar este buque a Gadir, y os juro que lo he de conseguir, aunque regrese yo solo! Trierarco Hailama no supo cuidar de la escuadra que puso el Tribuno en sus manos, por lo que reclamé lo que quedaba de ella y él perdió su rango. Es la ley. Trierarco Hailama desoyó mi orden e insistió en ofender a un hombre, y lo retó en duelo. Perdió. No hay mácula en este hombre ―dijo y se situó junto a mí―. Y en cualquier caso ―añadió―, el Tribuno aún necesita de él. ¡Yo necesito de él! Así que por mi parte ajusticiaré yo mismo a aquel que le toque un pelo, y al diablo con todas las Leyes del Tribuno, porque lo que me importa es llevar este barco a Gadir, ¡y os repito que juro que lo haré por cualquier modo a mi alcance! ―Tomó aire―. ¿Esto se ha entendido, soldados de Gadiria? ―exclamó, y su recién reconstituida escuadra formó a sus órdenes.

Respiré aliviado, y envainé una vez más.

―Cómo te envidio... ―me susurró Asterión entonces, pero yo ya no tenía ganas de chanza―. Me hubiese encantado a mí destripar a ese perro...

Ahinadab se nos aproximó entonces.

―Gracias ―le dije al trierarco―. Y ahora contadnos: ¿qué visteis ahí abajo?

―Apenas nada ―contestó―. Solo oscuridad. Tan oscuro que apenas podías respirar. Al principio fue bien, pero luego encontramos pasillos cada vez más estrechos, y esos monstruos salían desde todos los rincones.

―Tal y como esperábamos; ahí abajo no se podía luchar. Ahinadab, ha habido muchas bajas, pero el barco debería ser ya nuestro.

―Pero tú mismo lo dijiste, Ramírez. ¡Ahí abajo deben quedar más de ellos! ―intervino Asterión.

―Y así es, y ya solo queda seguirles a sus escondrijos y dejar bien limpios de escoria los puentes ―contesté―. Pero decidme, Ahinadab, ¿visteis cadáveres ahí abajo también?

―Sí, por todas partes―contestó el trierarco―. Hubo lucha en todos los compartimentos. Vimos algunos atrancados, pero ni así pudieron contenerlos. Dudo que quede nadie con vida a bordo.

―Cuantos más muertos hayáis visto, y por desgracia, tanto mejor ―respondí.

―Por suerte los muertos a manos de esos demonios no vuelven a levantarse ―intervino Asterión contemplando la escabechina a su alrededor―. No, no deben quedar muchos, pero los que bajemos ahí abajo a hacer labor de limpieza debemos ser duchos en el combate cuerpo a cuerpo. Mi falcata se mueve bien en espacios cortos: yo bajaré, Ramírez. Tú, trierarco ―dijo después refiriéndose a Ahinadab―, ¿cuántos hombres puedes darme? No menos de veinte, y con buenos coletos de cuero, y grebas, y buenas espadas cortas. Aconsejo una pica al frente en los pasillos, con el mejor equipado y más fuerte de los hombres al frente. Iremos golpeando las paredes a medida que nos movemos; es mejor esperarlos y que vengan de frente a que te asalten por sorpresa desde los corredores laterales, ya lo hemos comprobado...

―Estoy de acuerdo ―convino Ahinadab―. Contener la carga y agacharse, bien afianzada la pica, y que el segundo en la fila descabece al demonio ensartado en la lanza. El primer puente, el de los oficiales, será el peor: al llegar al nivel de las galeras, las bodegas y las sentinas la cosa mejorará. Habrá más espacio para luchar. Tendrás esos veinte hombres, aurocco ―añadió el trierarco―. Yo comandaré otro grupo. Volveremos a intentar el plan del principio con estas nuevas precauciones, y esta vez juzgo que sí funcionará.

―Yo también lo creo ―intervine yo―. Pero tened muy en cuenta los consejos de Asterión, Ahinadab.

Asintió. Entonces Ahinadab me preguntó:

―¿Y tú?

Señalé el castillo de popa, y las cuatro torres de la embarcación.

―Reaseguraré la cubierta. Dadme treinta hombres y un buen cuerno. Cuando tenga lista la cubierta lo tocaré; una vez si el trabajo está hecho; dos si me encuentro en apuros. Haced vosotros lo mismo.

Convenimos. Bajé al Gran Dux y puse al corriente de todo a Rais. Mis hombres suspiraron de alivio al verme descender por la escala, pues cuando estalló la refriega en cubierta a punto estuvieron de cortar la escala y escapar.

―No podría habéroslo reprochado ―contesté a mí contramaestre―. Ahora tal vez los trabajos que queden sean menos peligrosos ―añadí, no sabiendo aún lo que me esperaba―, pero estad atentos de todas formas al toque de este cuerno: si lo oís soplar dos veces soltad amarres, y escapad.

―¡Nosotros podemos luchar, capitán! ―dijo entonces Rais―. ¡Déjenos subir a bordo! ¡Eso será mejor que esperar aquí abajo!

Negué.

―No es vuestra lucha ―contesté―. Y necesitaré de todos vosotros si conseguimos recuperar el Irannon; ha habido gran mortandad ahí arriba, y se necesitarán todos los brazos disponibles para llevar todos estos barcos a puerto seguro. Por tanto, cubríos con los pañuelos, no respiréis moho fresco en especial si lo veis y esperad aquí, maese Rais.

No permití nuevas protestas.

Repasé algunos asuntos más a bordo del Gran Dux ―seguía sin haber noticia de Halia― y al cabo regresé al Irannon trepando de nuevo por la escala.

Ya a bordo de nuevo, cuando todo estuvo bien dispuesto, acompañé a Ahinadab hasta la trampilla de proa con mis treinta gadirios asignados por él y le deseé la mejor de las suertes. ¡No, no me miréis así! ¡Asterión, en la de popa, no necesitaría de ánimo ni suerte, pues pobre del poseso que quedase a alcance de su falcata!

Por fin los hombres de Ahinadab formaron y descendieron por segunda vez las escaleras de la trampilla de proa. Allí nos despedimos él y yo, digo, no sin antes recordarle las señales convenidas.

―Id con Dios, amigo ―le dije―, y volved de una pieza.

―Lo mismo te deseo, capitán Ramírez ―contestó el trierarco, y bajando la escala se adelantó para abrir la comitiva de su escuadrón, como buen hombre de mando.

Antes de perderle de vista le escuché una última vez impartir órdenes:

―¡Escuadrón! ¡En formación! ¡Pica al frente! ¡Golpead las paredes!

Yo me quedé solo en la cubierta por fin, escuchando los aporreos en las paredes que se iban alejando por debajo de mí, y señalé al cabo la primera de las torres de guardia de la cubierta del Irannon a los soldados que me habían sido asignados; la de estribor.

―¡Hacia allí vamos! ¡Seguidme!

Se trataba digo de cuatro torretas simples pero bien pertrechadas, con saetas preparadas para los arqueros en cada una de las troneras, ¡y os recuerdo que habían sido dispuestas en cada extremo del barco! Nunca vi nada igual.

Encontramos las puertas abiertas en las cuatro, y no hallamos a nadie con vida en ellas a decir verdad, ni tampoco a ninguno de aquellos monstruos.

Por no faltar a la verdad, la última de ellas sí que se encontraba cerrada. Había sido atrancada, y abrigamos alguna esperanza de encontrar dentro algún superviviente, por lo que a golpes de hacha nos abrimos paso hasta su interior.

Ya dentro, tras inspeccionar los tres pisos, encontramos bien de lo mismo: nada. No quedaba nadie. Tan solo encontramos más cadáveres, y seis posesos, de los cuales dimos buena cuenta.

―¿Cómo se consiguieron hacer paso esos seis si la puerta se encontraba atrancada? No pueden haber escalado las paredes de la torre ―me preguntó con mal disimulada congoja uno de los soldados gadirios que me seguían.

―Cuando los supervivientes se encerraron dentro para resistir no había ningún poseso en la torre ―le contesté―. Después seis de los defensores se transformaron y acabaron con el resto, aprovechando la sorpresa. ―El soldado me observó sin comprender―. Este extraño moho reseco ―le dije, tomando con la mano un pellizco del que recubría parte de la pared de la torre―. Ahora es estéril, pero no respiréis estas esporas cuando el moho es fresco, o creo que sentirás el deseo irrefrenable de degollar a todos tus compañeros, soldado. Eso es lo que creo que pasó en este barco ―dije, y miré a mi alrededor. El soldado tragó saliva―. Bien, ahora, ¡vamos!

Nada encontramos, digo, y en esas las cuatro torres quedaron registradas sin mayor novedad.

Nos quedaba visitar el castillo de popa. Según tenía entendido servía este en su totalidad de residencia del Gran Tribuno cuando este navegaba en su buque insignia, y ardía en deseos de ver sus dependencias personales, lo confieso: quería averiguar todo lo que pudiera sobre el enigmático tirano de Gadiria.

¡Pobre de mí!

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