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Intenté prevenirles ―¡voto a Dios que sí! ―, pero bien podéis imaginar cuál fue el resultado. Fui reprendido y conminado de nuevo a regresar a mi propio barco, y cuando protesté e insistí Hailama no vaciló, el muy bastardo: a un gesto suyo uno de los hombres de su guardia personal me golpeó a traición con la empuñadura de su sable en la boca de las tripas, y por poco perdí el conocimiento. Quedé en el suelo aturdido y asistido por Asterión, quien por poco no arroja al soldado por la borda.

―Hazte a un lado ―me dijo con desprecio Hailama pasando a mi lado―. Se acabaron tus tonterías y tus estúpidas condiciones ―añadió con visible rencor, el desgraciado―. Aquí ya no pintas nada.

No hubo remedio. Las dos escuadras se dirigieron a popa y proa para dar cumplimiento al plan de los trierarcos, dejándonos a Asterión y a mí solos bajo las blancas columnas del templete. Les perdimos de vista en la niebla, y Asterión me ayudó a ponerme en pie y a recobrarme un tanto.

Nada pasó, hasta que de pronto escuchamos gritos de pelea, a proa y popa. ¡Las dos escuadras, en su camino a las dos escotillas de acceso a los puentes, debían haber encontrado algunas más de aquellas criaturas sobre la cubierta, y en lucha con ellas andaban enfrascadas!

Quise correr hacia popa, a donde Ahinadab había partido junto con su escuadra, mas Asterión me retuvo.

―¡Alto ahí! ¿A dónde vas, hombre? ¡Aún casi no te tienes en pie! Déjales que se apañen, que tú mismo lo dijiste: ¡solo sobre cubierta podrán hacer buen uso de sus espadas! ¡Que aprovechen ahora, ya que se van a encontrar un infierno ahí abajo! ¡Quédate aquí, y reponte!

Llevaba razón. Me senté en cuclillas y agucé el oído mientras recuperaba el aliento tras el golpe a traición de Hailama.

Seguía llegándonos el clamor de la lucha y también los espeluznantes chillidos de otros condenados como aquella sacerdotisa, hasta que poco a poco fueron cesando.

Al cabo de unos minutos se escucharon más allá del velo de la niebla las voces de Hailama y Ahinadab, impartiendo nuevas órdenes, y se escuchó una trompeta; una señal convenida antes de descender a las entrañas del barco, sin duda.

Entonces, al reclamo de aquellas trompetas escuchamos el corretear de enfebrecidas pisadas abajo, en los puentes inferiores, y volví a elevar mi mirada al frontón, a la caracola que soplaba la divinidad marina de aquellos lares.

―¡Se han sobrepuesto! ―exclamó en ese momento Asterión, de pie junto a mí―. ¡La cubierta está ganada! ¡Van a bajar!

Asentí. Escuchamos las trampillas de proa y popa abrirse con estrépito, dada su envergadura, y juzgamos que ya las dos escuadras bajaban a toda prisa arengados por los trierarcos, y aún escuchábamos el tintineo de las espadas contra las hebillas metálicas de los coletos de cuero de los soldados, marchando en formación.

Permanecimos en silencio los dos sin atrevernos siquiera a respirar, atentos a cualquier sonido o movimiento. Pasados unos minutos creímos escuchar golpes sobre la madera abajo, hacia proa, pero pronto cesaron, y pasaron de nuevo más minutos en tensa espera.

De pronto, volvimos a escuchar nuevos golpes, esta vez casi bajo nuestras botas, ¡y entonces sentimos el sonido de cientos de pasos apresurados a la carrera, abajo, pero hacia estribor, y también hacia babor, desde todos lados y por todas partes, y después los gritos aterrados de los soldados gadirios! Entonces se pudo sentir el clamor de una gran lucha contenida entre las paredes del monstruo flotante, y a la vez nuevos pasos, arrastrándose y también a la carrera.

―¡Les están cercando! ―susurró Asterión.

No contesté, yo seguía escuchando. No cesaban los golpes en las maderas del casco que ascendían de los puentes, ni los gritos, aterrados y arengantes unos, aullantes y demoníacos otros, pero al cabo escuchamos cómo los signos de lucha volvían a alejarse, y era esto hacia la popa y la proa.

Comprendí.

―¡Vuelven, se retiran! ―dije a Asterión―. ¡Vamos, ayudémosles en su retirada! ¡Que ninguna de esas alimañas pise las cubiertas del Irannon por ahora! ¡Iré a proa! ¡Ayuda tú a Ahinadab en popa!

Me levanté y corrí saltando entre cadáveres destripados y enfilé por entre las hileras de sagrados cipreses hasta bordear uno de los estanques que había visto en los planos. Por fin en las inmediaciones de la proa, a igual distancia entre los castilletes a babor y estribor, al fin visibles, vi la escotilla abierta por donde había penetrado la escuadra de Hailama.

Desenvainé mi espada y resultó que relucía con su acostumbrado resplandor azulado, y no quité ojo de la por ahora desierta abertura en el suelo.

Sí, los pasos a la carrera, los gritos y los chillidos mefíticos me llegaban desde allí abajo, cada vez más cerca. Entonces por fin empezaron a subir los primeros supervivientes de la horrorizada escuadra de Hailama, asfixiados y con el rostro lívido. Algunos venían heridos por magulladuras y cortes, y ayudé a ascender a los primeros.

―¡Arriba, arriba! ―gritaba mientras tiraba de brazos y coletos por las cinchas, ayudándoles a incorporarse―. ¡Vamos, subid! ¡Formad media luna en torno a la trampilla y ayudad a vuestros compañeros! ¡Dejad un pasillo libre frente a la salida! ¡Desenvainad!

Asomó entonces Hailama por la abertura. Venía con el manto azulenco hecho jirones y le ayudé también a ponerse en pie. Había perdido su broche del Almirantazgo.

A seguido llegó el primero de los posesos. Me acerqué y hendí su cabeza tan pronto como asomó por la abertura, y después subió otro, y otro más, y seguí repartiendo tajos a diestra y siniestra hasta que los cuerpos caídos de los poseídos a los pies de las escalerillas impidieron a los demás seguir subiendo. ¡Pero aún se escuchaban gritos de hombres vivos aterrados, allí abajo!

Entonces Hailama se acercó y de un puntapié cerró la trampilla, y ordenó atrancarla. Me dejé caer en el suelo, impotente, pero fue tan solo un instante.

―¡Atrás! ¡Atrás! ―grité, poniéndome en pie―. ¡De vuelta al templete! ¡Al centro del barco! ¡Al templete, allí nos replegaremos!

Creo que Hailama gritó órdenes parecidas, pero se siguieran las suyas o las mías el caso es que los hombres como uno solo retrocedieron. Sorteamos los cuerpos esparcidos por el suelo y al fin nos hallamos de nuevo bajo los techos del templete.

Allí nos reunimos ―¡A Dios gracias!― con el resto de la escuadra de Ahinadab, con él mismo y con Asterión.

―¡Ahinadab! ―grité yo―. ¡Aquí resistiremos sin el empaque de los pasillos de abajo! ¡Disponed a los hombres en una formación cerrada y amplia que defienda todos los flancos! ¡Poned picas al frente, si las hay! ―grité de nuevo―. ¡Asterión! ¡Asterión!

―¡Aquí estoy! ―me contestó el gigante. Resoplaba. Venía sangrando por la mejilla pues una oreja le colgaba de mala forma sobre el carrillo, desgarrada.

―¡Subid ahí, como sea! ―le dije, y señalé al frontón del templete sobre nuestras cabezas, a la colosal estatua de Enosichthon ―. ¡La caracola de la estatua! ¡Es el cuerno del Irannon! ¡Buscad su boca y sopladlo con todas vuestras fuerzas, por vuestros muertos! ¡Sonará como las trompetas del Juicio Final!

―¿Qué locura es esa? ¡Cállate, aquí las órdenes las damos nosotros! ―me chilló entonces Hailama, aproximándose―. ¡Usaremos el fuego fluido! ¡Quemaremos a esa horda en cuanto aparezca!

Cayó de nalgas del puñetazo que le coloqué en las napias, el muy bastardo.

―¡Asterión! ¡Hacedlo! ―ordené de nuevo, y me volví a Hailama, en el suelo―. ¡Necio! ¿Queréis incendiar el barco o recuperarlo? ¿Sabéis qué hará la pólvora en las sentinas cuando arda? ¡Asterión, soplad ese condenado cuerno, os digo! ¡Que salgan todos los posesos de los puentes! ¡Quiero a esos hideputas aquí arriba, en la cubierta, en donde tendremos alguna posibilidad de meterles una cuarta de acero en las tripas! ¡Asterión, soplad con todas vuestras fuerzas! ―grité, y me volví al minotauro, pero ya no le vi.

Y es que Asterión ya había trepado hasta la estatua, como comprobé; había una suerte de andamio en uno de los laterales del templete y subía hasta el frontón pues la caracola de la estatua del dios marino, en efecto, se soplaba desde su base como reclamo cuando el Irannon se disponía a entrar en la batalla.

Y cuando el poderoso pecho de Asterión se hinchó y lo hizo sonar con todas sus fuerzas nunca antes se escuchó tal sonido en aguas de Thule.

Todos nos encogimos por el clamor en nuestros oídos, hasta que el reclamo cesó tras dos, tres llamadas más. Y luego vimos que Asterión tomaba de nuevo aliento y volvía a soplarlo, con más fuerza si cabe, hasta tres o cuatro veces más. Al trueno que rompe las cimas de las montañas semejaba aquel sonido, o tal vez al mismo bramido de Moloch, el Dios-Toro, y cuando cesó al fin todo quedó en calma y miramos a nuestro alrededor.

Nada se escuchaba, pero la niebla nos cercaba y no nos dejaba ver nada más allá de nuestras propias narices, ya lo sabéis.

Lo primero que hubo fue un murmullo, el crujido leve de algunas tablas, adelante y atrás, y después se notó un golpeteo rítmico, endiablado, ¡cada vez más trepidante!, hasta que todo fue un coro de pisadas rápidas y furiosas sobre las tablas que venían en nuestra dirección, desde proa y popa.

―¡Ya vienen, vienen todos! ―gritó Ahinadab―. ¡Piqueros! ¡Formad!

Y de entre los jirones de niebla emergió al fin la horda entera, a la carrera, por delante y por detrás nuestro, pero ya para entonces se habían dispuesto los restos de las dos escuadras una a cada lado, en formación cerrada.

La primera acometida fue brutal, en ambos frentes. Los posesos se ensartaban en las picas como si no fuesen capaces de sentir el dolor, y creo que en verdad no lo eran, y aún con aquellas picas hurgándoles las tripas continuaban avanzando, tratando con sus garras astilladas de llegar hasta nuestros pescuezos.

Hendimos cabezas desde la retaguardia de los piqueros con nuestras espadas, golpeando en un arco descendente desde detrás de sus hombros, y les ayudábamos a soportar la cruel embestida situándonos detrás.

Pero poco después las picas dejaron de surtir su efecto, y Ahinadab ordenó tirarlas a un lado con sus enemigos aún ensartados en ellas, y retorciéndose. En ese momento tomamos el resto de tropas al relevo y traspasamos la línea de piqueros, dándoles tiempo para desenvainar los sables.

Entonces empezó el verdadero combate cuerpo a cuerpo.

¿Qué decir sobre la lucha contra un enemigo que no trata de evitar tus cortes? Pues que más vale que antes de que lleguen hasta ti les hayas privado de manos, pies o cabeza, y fue por ello que los menos diestros de los nuestros cayeron más pronto.

Yo me desempeñé bien, pero sobre todo gracias a Tasogare; digo que no trataban de evitar nuestros tajos, y por ello hendía yo cabezas o cortaba manos y brazos cuando me llegaban, a la carrera. Daba un paso al lado y después otro atrás tras cada mandoble, sin perder el frente, y hacía de tripas corazón para seguir tajando cuerpos hasta que tras lo que pareció una eternidad me encontré a espaldas del buen Asterión.

―¡Hola, Ramírez! ―me dijo este al notarme a su retaguardia―. ¡No se cansan, estos cabestros! ¡Pues yo tampoco, ea! ¡Y aquí seguiré mientras mi falcata no se parta en dos!

―Que me place ―contesté mientras en dos tajos privaba a uno de los antiguos remeros del Irannon primero de su brazo y después de su mentón―. ¡Pero vuestra arma os otorga ventaja! ¡No corre peligro de quedarse enganchada entre dos vértebras!

En verdad tampoco Tasogare corría tal peligro: su hoja templada y mortalmente afilada entraba y salía de los cuerpos como si estos fueran de manteca. Aquellos engendros no eran muertos andantes, según pude probar; no, pues sangraban y morían si traspasabas su corazón. Se trataba más bien de poseídos, pues algún ente extraño los había endemoniado y les insuflaba de notoria rabia y velocidad, aunque a la vez les privaba del raciocinio.

Muchos de los nuestros cayeron durante este lance en la cubierta que os estoy narrando, aun los más diestros, y fue ello porque no tomaron precaución de ir retrocediendo a medida que mataban a aquellas criaturas; a sus pies se formó una empalizada de cadáveres, y los que venían por detrás, a la carrera, saltaban desde estos usándolos de tablazón y terminaban por tirarles al suelo, en donde les hacían trizas con garras y dientes.

―¡Defendeos y dad un paso atrás! ¡Defendeos y dad un paso atrás! ―gritábamos yo y Ahinadab, pero no todos nos hicieron caso.

Pero de todas formas llegó un momento en que ya no hubo a donde retroceder más, y ya los que quedábamos en pie nos vimos obligados por fin a defendernos espalda contra espalda, a la desesperada. ¡Y ellos aún seguían llegando!

Nos protegimos por fin con nuestro último aliento, y yo ya sufría cortes y tirones en los brazos y a punto me encontraba ya de soltar la espada, de tan atosigado como me veía. Asterión vino entonces en mi auxilio, y él fue el que me quitó de encima al que me tenía acorralado, y después luego yo le correspondí hundiendo la vizcaína oculta en mi bota en el ojo del que se aprestaba a apuñalarle la espalda.

Y en ese punto ya caí de rodillas, vencido y exhausto al fin, y cerré los ojos pues sentía una quemazón en el pecho por el esfuerzo y el aire parecía no querer descender ya por mi garganta, y esperé el golpe postrero, pero nada pasó.

Abrí los ojos y aspiré una gran bocanada de aire marino, con un espasmo.

¡Pardiez! ¡Al fin no llegaban más!

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