IV
Cuando al día siguiente trajeron a Asterión ante mí apenas pude reconocer al enorme minotauro que conocí recién llegado a aquellas costas.
Venía cubierto de gruesas cadenas y grilletes, y Rais le sentó a mi frente en mi camarote. Disculpad que hable sin tapujos, pero le habían sacado el ojo con una tizona al rojo, habían descargado sobre sus hombros latigazos de espuela y después le habían arrojado a un agujero para matarlo de hambre.
Así se presentó ante mí.
Tales prebendas se reservaban tan solo a los piratas y maleantes que hubieran osado desafiar y atacar navíos gadirios, por supuesto, y es que gustaba el tirano Baal-Eser de hacer sentir a los presos todo el peso de la enorme mole del Yunque sobre sus cabezas; ahora opino que buscaba con ello quebrar no solo sus cuerpos, sino sus espíritus.
Pero confortaos, pues no era un hombre al uso quien ante mí se sentaba. ¡Ni cien Yunques hubieran podido aplastar la indómita alma de Asterión!
Se sentó ante mí con arrogancia, libre de sus cepos, miró a un lado, al otro, vio que nos hallábamos solos y entonces escupió una baba sanguinolenta en el suelo de mi camarote.
―¡Dios, qué modales, comportaos! ―protesté.
―¿Ramírez? ―me saludó al reconocerme ahora―. ¿Qué haces aquí? ¡La última vez que nos vimos estabas casi sin vida en el camarote de tu barco! Por cierto no es este... ―dijo, y echó un vistazo a su alrededor―. No, aquel barco tuyo era... Bueno, no sé bien qué era, ¡pero esto es un buen dromon! ―Silbó, y volvió a mirarme―. ¡Pero mírate! Sobreviviste a tus heridas y a la misma Thule, ya lo veo... Hasta diría que has medrado, por tu buena casaca. ¡Bravo! ―añadió, y entonces vio la jarra en la mesa ante nosotros―. ¿Eso es vino? ―preguntó, pero no esperó respuesta: agarró la jarra y se echó al coleto un cuartillo entero de vino, prescindiendo del vaso.
―Cálida Diosa... ―contesté―. Cómo os han tratado, viejo amigo... ―dije, y llevándome la mano a la tabaquera en mi coleto saqué un pellizco de picadura, lo puse en la cazoleta de mi pipa y la prendí―. Te han dejado para hacer callos ―dije, y boqueé unas volutas de humo―. ¡Y apestáis como un puerco, por añadidura!
Por poco el gigante no se atragantó movido por una repentina carcajada.
―¿Cálida Diosa has dicho? ―bramó, y dejó la jarra sobre la mesa―. ¡Pero mírate, de verdad! ―se jactó―. ¡Si cuando te conocí apenas sabías ni decir «hola» en mi idioma! «¿Oricalco, qué es eso? ¿Se come?» ―dijo, recordando y exagerando las primeras conversaciones que mantuvimos.
Y tuve que reírme, a mi pesar. ¡Maldita sabandija!
―Mucho tiempo ha pasado, Asterión, en verdad ―continué―. Pero ahora escuchadme y dejad a un lado la chanza: como habéis visto habéis obtenido permiso del Tribuno para abandonar sus mazmorras. ¡Sois libre!
―Ya decía yo, por la excursión... ―contestó―. Era eso o que me llevaban ya al patíbulo... ―Entonces me hizo caso y pareció dejar a un lado la chanza, y me miró muy quedo―. ¿Y eso a cambio de qué, Ramírez? ¿Andas tú en tratos con Gadiria?
―Eso a cambio de ayudarme a encontrar un barco. Lo otro no importa.
―¿Un barco? ¿Qué barco es ese?
―Nada menos que el Irannon ―respondí yo.
Asterión tomó la jarra de nuevo y se la llevó a los labios. Cuando advirtió que ya se encontraba vacía la dejó sobre la mesa de nuevo y me observó, impresionado.
―Moloch... ¿Es que esos canijos gadirios no saben dónde han dejado atracado el orgullo del Tribuno? ¿Tan borrachos iban? Pues a buen seguro que de saberse muchos de los protectorados de Gadiria, empezando por Noman, empezarán a cuestionarse si vale la pena pagar un pesado vasallaje a cambio de la protección de un Imperio que pierde su joya de la corona.
Yo asentí. Muy cierto.
―Así es. Pero esperad, hay más. El Irannon se ha perdido en el Mar Velado. Perdió el rumbo en el cabo de Mastia.
―¿En el Mar Velado? ―me interrumpió―. ¿Pero es que nos hemos vuelto locos?
―Callad y dejad que siga. Carga ingenios para la guerra como nunca se han visto en esta tierra, Asterión; armas que conviene que estén en el lado correcto en la guerra que se avecina. Sólo vos y yo podemos recuperarlo, y hemos de hacerlo. A cambio se os extenderá a vos una carta de libertad.
―¿Una guerra? ―repitió―. ¿Acaso tiene que ver con...? ―dijo, y señaló el techo del camarote.
Yo asentí.
―La estrella malévola del cielo, sí... Ajenjo ―le confirmé―. Pero tiempo habrá para que os cuente más detalles.
―Espera, hombre... ¿Por qué crees que tales detalles habrían de importarme un cagarro? ¿Es que no me ves? ¿Acaso crees que me importa el bien de todos estos malnacidos? ¿O el tuyo? ¡Me han sacado un ojo! ¡Y encima el Mar Velado! ¡Es un suicidio, hombre!
―Os importa el bien vuestro, o eso espero ―le contesté yo―. Es esto o perder la razón y la vida con esos carceleros del Yunque, Asterión.
Asterión se cruzó de brazos. ¡Brazos enormes, como muslos de buey!
―¡Para, para! En eso dices bien ―dijo ya con más calma―. Veo mis opciones. Mira, ya había aceptado el trato tan pronto supe que había uno sobre la mesa. No hace falta hablarlo mucho más. Pero ya ves, Ramírez, ¡me han saltado el ojo!... ―me dijo inclinándose hacia delante―. Suerte que tengo otro ―continuó, en chanza―. Dime, Ramírez, sabes que después de ganarme mi libertad buscaré venganza contra estos bastardos, ¿verdad?
Ante estas razones fui yo quien se encogió de hombros.
―La forma en que puedas volver a perder tu libertad una vez la recobres es solo cosa tuya, viejo amigo.
Asterión sonrió y se recostó de nuevo en la silla.
―¿Y por qué es importante para ti que esos canijos recuperen su barquito? No puede ser solo por mí, Ramírez; apenas nos conocíamos. Háblame claro: ¿te han atrapado también a ti en todo esto?
―¡Bufón del demonio! ―le contesté―. ¡Así es, y tampoco puedo yo rechazar este encargo! Pero eso no significa que por el momento los intereses de Gadiria y los míos no vayan de la mano, al igual que los vuestros y los suyos. Pero no es solo por vos, o por mí, y ya os lo he dicho: ¡el Irannon debe ser recuperado! Y además, con todo, creedme esto también: sois parte importante en mi interés en todo este asunto, pues estoy en deuda con vos.
―¿Conmigo? ¿Y cómo es eso? ―contestó con asombro.
―Vos me ayudasteis a arribar a estas costas. Y me disteis esto ―dije, y puse frente a él sobre mi mesa a Tasogare―. Esta espada. Es magnífica. No he visto temple como el suyo en ninguna otra hoja. No hay otra que se le parezca, Asterión, y aunque por mucho tiempo me pregunté cómo pudo llegar un arma así hasta vuestras manos fue un presente excesivo, y estoy en deuda. Por eso quiero que volváis a aceptarla.
Asterión la reconoció al instante, por supuesto. Tomó la espada y la desenvainó, contemplando los trazos indescifrables inscritos en ella a la luz que se filtraba por los ventanales del camarote.
―Sí, esta espada... ―dijo, y sonrió de forma harto extraña―. No, olvídalo. Es tuya ―respondió, y la dejó de nuevo sobre la mesa―. No le des tanta importancia; fue un regalo de buena fe. Te dejaba desarmado en unas costas que no conocíais, y además yo nunca fui capaz de esgrimir esta espada como es debido. Prefiero mi vieja falcata, que los perros del Yunque habrán fundido ya. ¿Entiendes? No la acepto, y te pido que la guardes de nuevo al cinto. Te ha servido bien estos años, ¿no? Pues bien está...
Miré a Asterión. Empujó la espada de hecho sobre la mesa hacia mí, como para remarcar sus palabras, y resopló. Entonces dirigió su mirada al jarro y chasqueó la lengua al recordarlo vacío. Recogí a Tasogare y la prendí de nuevo a mi cintura.
―Esta es una espada katana; solo se forjan en las islas del Iapam, y ese lugar se halla en mi propio mundo. ¡Es un regalo de emperadores!
Asterión bufó de nuevo y se cruzó de brazos.
―¿En tu propio mundo, dices? ¡Ja! ―rio―. ¡Siempre lo sospeché!
―¿Qué, por vuestro honor? ―quise saber.
―Que ni tú ni tus hombres eráis una caterva de mercantilistas de Tiria. ¡Lo supe desde el primer momento en que os vi, confundidos por la niebla en mi cubierta! Pero nunca me dijisteis de dónde procedíais, ¿y ahora hablas de «mi mundo»?
―Tiempo habrá también de poner remedio eso y si me acompañas, viejo amigo ―dije, y le tendí la mano.
Asterión, en lugar de estrechármela, se inclinó otra vez en su asiento y me espetó con ojos fieros:
―Nos separamos sin conocernos demasiado, capitán Ramírez... ¿Seguro que quieres llevarme en tu barco? ¿Sabes qué clase de personas son las que acaban en las cárceles del Yunque? Pues presiento que mi noble oficio no le será grato a un hombre tan recto como pareces ser tú...
―Y estáis en lo cierto ― le contesté―. Perseguí piratas como vos en mi propia tierra. Pero ya sea en tratos con hombres justos o malvados siempre trato de mantener mi conciencia libre de carga, y os repito que con vos mantengo una deuda, a mi propio entender. ―Fue a contestarme algo pero esta vez no le dejé entorpecer mis palabras, y le advertí alzando la mano―. Una vez recobréis la libertad sois libre de volver a los quehaceres que consideréis más apropiados, Asterión. Pero esto digo, y os lo advierto: al igual que podéis volver a granjearos la enemistad de Gadiria si persistís en ejercer piratería alguna, puede que también en tal punto os ganéis la mía propia, y que una mañana descubráis mi barco tras el vuestro. En ese momento, si tenemos éxito en estos trabajos del Irannon, ya no habrá entre nosotros ninguna deuda de honor, Asterión, ni nada que me impida cumplir con mi deber.
Asterión se abalanzó sobre mí y estrechó mis manos con las suyas.
―¡Bravas palabras, tal y como a mí me gustan, hermano! ―exclamó―. ¡Pues que así sea, entonces! Pero atiende una cosa: si llega ese día yo también te hago una advertencia ―me dijo―, y es que puede que en tus travesías por esos lejanos mundos tuyos hayas matado muchos piratas, Ramírez, pero esto te digo: ¡no como yo! ¡No como yo! ―repitió, y rio a grandes carcajadas―. ¡Y venga, traed más vino, y zarpemos ya en busca del barquito del Tribuno!
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