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III

Quedé en suspenso.

―¿El Irannon? ―contesté yo, al cabo―. ¿El buque insignia del Tribuno, decís? ―Los dos trierarcos asintieron con gesto severo; ya no había nada de chanza en todo aquello, bien me daba cuenta. ¿Y qué queréis? ¡Para un imperio marítimo como Gadir la pérdida del Irannon sería como si al Rey de las Españas le hubiesen robado su corona! ¿Por qué me confiaban esto precisamente a mí?―. ¿Cómo pudo ser esto posible, y por qué me lo confiáis? ―añadí al cabo de un largo momento.

―Estalló una tempestad cuando el Irannon doblaba el cabo de Mastia tras una travesía ―respondió Ahinadab―. Quedó sin gobernación y se adentró en las brumas del Mar Velado con toda su tripulación a bordo. No volvió a salir.

―¡Voto a Dios! ―bufé―. ¿Es que nadie con algo en la sesera capitaneaba el Irannon? ¡Acometer de frente el Mar Velado! ¡Pero esperad! ―añadí de pronto, cayendo en la cuenta―. ¿Iba el Tribuno a bordo?

Hailama negó con un gesto, y se inclinó en su asiento.

―No, por fortuna. Escuche, la Armada necesita de sus servicios; el Irannon cuenta además con cincuenta arrojos a bordo.

Hubo un momento de silencio. Eso sí parecía cosa de chanza.

―¿Arrojos? ¿Qué es tal cosa?

―¿No lo sabe? Fueron copiados en su diseño de los de antiguo barco, capitán Ramírez ―prosiguió el seco Hailama―. Apenas sabemos nada de usted, ni tampoco de dónde sacó esas piezas de artillería, aunque sabemos que no se forjaron con mineral thulense, pero ahora eso no viene al caso. Usted es el único que podría aproximarse al Irannon con alguna oportunidad de que no le hundan, si es que ha sido capturado, de ahí que se le necesite. Por esa razón y porque usted parece tolerar las aguas del Mar Velado. Tal vez ―añadió, y se acomodó en su silla― porque, según dicen los borrachos de las fondas, usted ha venido de más allá. Yo no lo creo. No creo que haya nada tras esas aguas salvo un abismo insondable. Pero sea usted de donde sea, ya lo ve: Gadiria necesita de sus servicios. Le pagaremos bien, y no puede negarse.

¡De nuevo, no daba crédito! ¡Me levanté de un salto tirando atrás silla y capa, y de un manotazo estrellé mi copa de vino contra la pared!

Entraron entonces dos guardas fuertemente pertrechados en la sala, pero los dos trierarcos ni se inmutaron. Seguían en sus asientos observándome en silencio hasta que Ahinadab, con un gesto, ordenó a los guardias salir otra vez de la sala, cuando me vieron más sereno.

―Malditos bellacos... ―espeté―. ¿Arrojos? ¡Los culebrines de La Deseada! Siempre lo había sospechado. ¡Por ellos me arrebatasteis La Deseada, por eso y nada más!

―Pero ha sabido hacerse con otro navío, capitán. El del difunto Dux de Gothia, y con el beneplácito del mismo Adorador de la Luna, debo decir. Regalo del teócrata, nada menos... ―contestó con mal disimulada inquina el mal Hailama.

―¡Tenéis buenos informadores, pero os ordeno silencio! ―le contesté―. He traído la ruina a este continente, bien lo veo ahora. ¡Yo! ¿Cómo ha podido ser posible tal cosa? ―Volvía a encenderse mi ánimo―. ¿Cómo conseguisteis copiar mis cañones? ¿Pero qué digo? ¡Eso es fácil! ¡No es más que plomo fundido con forma de canuto! Más bien decidme esto otro: ¿cómo, en nombre de la Diosa, habéis conseguido fabricar pólvora para dispararlos? ¡Arrojos! ―repetí, con mortal desprecio―. ¿Y qué fue de Alonso? ¿Qué hicisteis con mi artillero? ¡Os lo llevasteis aquel día! ―grité.

―«Pólvora»... ―repitió Ahinadab―. Debe usted referirse al deflagrante. Así lo llaman los alquimistas de Noman ―contestó Ahinadab.

―¿Quiénes? ―exclamé, y entonces por fin me serené, pues comprendí que de poco valdría perder el seso, coger mi espada y acabar allí mismo con aquellos dos simples títeres de la voluntad del Tribuno.

Y es que daos cuenta de esto, viejo amigo: ¡La Deseada, mi perdida nao, había acabado por traer la guerra moderna a Thule, a aquel continente de maravillas y portentos tan avanzado en otros aspectos al mío propio! Aquello en verdad solo acarrearía a la larga la ruina a aquel mundo entero, y bien me daba cuenta...

Así que tomé asiento ante los trierarcos, derrotado, ¡y entonces me vino a las mientes el difunto Dux de Gothia y los hachones de su fortaleza de nuevo encendidos! Recordé a la Bestia entre los cuerpos desmembrados de los mauros en aquella sala subterránea, y rememoré su cruel promesa. Odiaba Gadiria, pero resultó entonces cuando también entendí bien que Thule, mal que me pesase, necesitaría de ella.

Necesitaría del Irannon, de sus mal imitados cañones y de su fuego fluido. Necesitaría de sus Caparazones y de los Arietes del Tribuno y el mal ya estaba hecho, ¡así que adelante entonces, y al diablo todo!

―Pido pues, una serie de condiciones ―dije al fin, mesándome la barba.

―¿Cómo condiciones? ―respondió entonces Hailama―. ¿Sabe que podemos requisar su navío y arrojarle a una de las mazmorras del Yunque bajo nuestros pies? ¡Déjese de condiciones y coopere de una vez!

―¡Pues idos al diablo entonces, bellaco! ―le contesté yo dando un golpe en la mesa―. ¡Buscad vos el juguete del Tribuno a nado en el Mar Velado, si os place, y no hay más! ¡Y cuando lo encontréis quiera la Diosa que no os sacudan con el infierno de mil cañones y os manden a pique! ¡Digo que tengo condiciones, y lo mantengo!

―¡Esto no es una negociación!

―¡Os equivocáis en eso, necio! ―le contesté, y descubrí ante mi insulto cómo Hailama buscaba con la mirada su espada, pero aún se contuvo. Proseguí―. ¡Pues si no es negociación y queréis llevarme a la fuerza en busca del Irannon pedid ya que monten un potro a bordo de mi barco, y sin más tardanza! ¡Y que haya suerte con el rumbo que yo os dicte bajo tortura y tormento! ¡Mi suerte ya estaba echada en el momento en que me prendisteis en Aduanas, y lo sabéis tan bien como yo! ¡Digo que hay condiciones, pardiez! ―repetí de nuevo dando un manotazo en la mesa.

―¿Cuáles son? ―intervino Ahinadab.

Observé a este último con una sonrisa de medio lado.

―Quiero navegar en mi barco y capitanear mi tripulación ―proseguí―. Y a bordo irá conmigo un hombre que en estos momentos se halla cautivo del Tribuno.

―De acuerdo ―convino Ahinadab, y sufrió la mirada reprobatoria de su igual, al otro lado de la mesa―. Pero dos trirremes partirán como escolta en la expedición: uno lo capitaneará el trierarco Hailama, y el otro yo ―dijo―. Y ahora, ¿quién es ese misterioso hombre que debe acompañarle a bordo de su barco, y por qué necesita de él?

Me crucé de brazos.

―A donde vamos necesitaré de él. Y se encuentra aquí mismo, en una de esas mazmorras que ha mencionado su compadre. Ese hombre se llama Asterión, y como digo es huésped de vuesas mercedes ―dije con sorna, y pateé el suelo con mi bota―. ¡Está preso en El Yunque, aquí, bajo nuestros pies!

―¿Asterión? ―repitió Hailama―. Sé quién es; un asqueroso pirata...

―Puede ser ―respondí―. No lo sé. Para lo que nos ocupa es el mejor hombre de mar que he conocido, y baste.

Los trierarcos se sostuvieron la mirada el uno al otro.

―Cumpliremos esas dos condiciones ―contestó al fin Ahinadab.

―¿Cómo dos? ―repliqué yo―. No os adelantéis, pues esas eran solo las dos primeras. Quedan otras por saber. ―Noté con chanza cómo el infame Hailama apretaba los dientes―. Una paga preciso también, y por después la última condición se la diré a vuestro tirano en persona, y no a otro. No he navegado de Palos hasta el Iapam, de allí a Scandia y luego hasta aquí para tratar con dos simples trierarcos, y perdonadme: quiero mirar a los ojos del Gran Tribuno Baal-Eser III y planteársela, solo a él. ¡Esas son las condiciones!

―¡Maldito insolente! ¿Pero cómo te atreves? ―exclamó entonces Hailama enfurecido. Aquel bellaco no soportó más, y esta vez fue él quien saltó de su silla tirándola tras de sí. Se volvió; iba en busca de su espada, por lo que yo ya enrollaba mi capa en el antebrazo para esperarlo cuando de nuevo la pareja de guardias irrumpió en la sala, casi echando la puerta abajo.

¡Llegada era mi hora!

Entonces uno de los guardias habló, y de su garganta brotó una voz descarnada y atronadora, y exclamó:

―El Tribuno dice: «¡Basta!» ―dijo de repente tieso como una estaca, como presa de un cruel trance.

Me quedé en suspenso, ¡y entonces, asombrado, vi cómo Hailama y Ahinadab se postraban ante él! ¿Ante qué nuevo portento me encontraba?

El soldado tensó su espalda hasta que juro que escuché crujir su espinazo, y como traspasado por un latigazo prosiguió de esta guisa:

―El Tribuno dice: «Accedo. Coja su barco, al prisionero y traiga mi barco». ―Al punto se volvió a sus dos trierarcos y con voz más autoritaria si cabe les ordenó―. «Trierarcos, esperaré noticias sobre el éxito de la expedición en mis cámaras estancadas».

―¿Qué es esto? ―dije entonces, de nuevo dueño de mí―. ¿Es que habla el Tribuno por boca de este hombre? ¡Pues si es así decidlo claro!

Y el guardia me contestó con la cara del color de la cera:

―El Tribuno dice: «Soy Baal-Eser. Extranjero, las armas de tu mundo hoy son mías. No puncé día y noche a los hombres de ciencia de Noman hasta desentrañar sus secretos para nada. Quiero de vuelta el Irannon; tráemelo, y te haré inmensamente rico».

―¡No, esperad! ―contesté―. ¡No quiero oricalco! ¡No lo quiero para mí, al menos! ¡No son esas las condiciones que quería...! ―Estuve por decir «imponer», pero algo en aquel hombre me impelía a postrarme yo también ante él. Me resistí, y al fin dije―... plantear.

¿Qué estaba sucediendo? Entonces el guardia contestó con aquella voz cavernosa:

―El Tribuno dice: «¿Qué más quieres entonces? ¡Habla! No dispongo de tanto tiempo que dedicarte» ― me dijo con mortal desprecio.

Entonces valiéndome de toda mi voluntad me erguí y miré a los ojos de la marioneta que se hallaba ante mí.

―Además de capitanear mi barco en la expedición, de mil cuñas de oricalco para mi tripulación y de una carta de libertad para Asterión, firmaréis un pacto de alianza con Tarsis, Tribuno. Esas son todas mis condiciones.

Y el ser contestó:

―El Tribuno dice: «¿Un pacto con el Adorador de la Luna?».

―Sí, y lo mantengo: un pacto de alianza con Tarsis en contra de los enemigos que pronto la atacarán ―repetí.

―El Tribuno dice: «Mucho pides. Dime, ¿qué enemigos son esos que acosan a Nabonides?».

―Los conoceréis cuando el cielo sobre nuestras cabezas se quiebre, Tribuno. Redactaréis el pacto y le daréis cumplimiento con vuestro sello, bajo prenda de cien naves que les serán entregadas a Tarsis y que no serán devueltas hasta que Gadiria demuestre su compromiso con el teócrata. ¿Aceptáis? ¿O no vale el Irannon cien de vuestras naves?

Se hizo el silencio. El rostro de aquel guardia por el que el tirano expresaba su voluntad pareció contraerse, hasta que semejó una máscara de dolor.

Tras unos instantes que se me antojaron eternos contestó:

―El Tribuno dice: «No. No aceptaré. Los enemigos de Nabonides no son los míos. Podrían más bien ser nuestros aliados naturales. Eso se verá».

―En tal caso el pacto será de neutralidad, y no habrá más que hablar ―contesté al punto, pues esperaba tal respuesta―. Es mi última palabra, Gran Tribuno, y si no la aceptáis os deseo fortuna con los demonios que habitan el Mar Velado.

Llegó la respuesta con un chasquido y un grito de dolor de aquel pobre guardia, y fue esta:

― El... El Tribuno dice: «Accedo a la neutralidad. Redactaré el documento y reservaré cien naves. Será sellado cuando el Irannon esté en mis puertos, y no antes. En ese momento te entregaremos tu recompensa y la carta de libertad de ese bandido de mis mazmorras».

―Haya trato, pues, y en buena hora ―contesté, y aún me dispuse a añadir algo pero ya no hubo ocasión: al punto la malsana tensión que había atenazado al maltrecho guardia pareció abandonar su cuerpo y este cayó al suelo, muerto como un leño.

Contemplé la escena, en suspenso. No pude evitar conmiserarme por el hombre yaciente a mis pies.

―¿Qué ha sido todo esto? ―pregunté al fin volviéndome al buen Ahinadab. Él y el mal encarado Hailama ya se ponían en pie.

―Se trataba del Gran Tribuno Baal-Eser... ―respondió Ahinadab consternado.

―¿Cómo puede ser? ―quise saber―. ¿Pues qué brujería ha sido esta? En todo punto le he escuchado hablar a través de ese pobre hombre entonces, y no por él. Pretendía requerirle mostrarse para dar por zanjado el asunto, y he aquí que se ha marchado y me ha dejado con la palabra en la boca... ¡Pues por mi fe que no considero cumplida mi exigencia, y escuchadme! ―protesté, pero Hailama se plantó tras de mí y puso su mano sobre mi hombro.

Aparté su mano con brusquedad y me encaré con él; aquel hombre me repugnaba, pero traía también demudada la color, y carraspeó antes de decirme.

―Tendrás que conformarte ―dijo, y me fijé aún más en su rostro picado por la viruela: a todas luces había sido presa de un terror visceral e insano―. Nadie en los últimos decenios ha estado más cerca del Tribuno que nosotros esta noche, aparte de sus Servidores de Cámara...

Y yo, que sé cuándo es momento de negociar y cuándo no se debe tensar más una cuerda, tras dedicar una mirada de soslayo a aquel bastardo me volví otra vez al buen Ahinadab y contesté, sonriendo:

―Bien, ¡sea! En tal caso os digo esto, y a regañadientes: que me place, y que me doy por satisfecho. ¡Haya trato entonces! ―reí, y palmoteé el hombro del adusto Hailama devolviéndole el gesto―. Traed mañana a Asterión a mi barco, que yo me marcho ya a disponerlo todo.

No objetaron, y al cabo de una hora era dejado de nuevo en el puerto, a las faldas del Gran Dux.

Quedé de pie en el muelle, solo en mitad de la noche bajo la luz de la luna. Rais se asomó a la baranda y me hizo un gesto, preguntando qué había. Yo sonreí, con todo, y lo digo, pero en el fondo una enorme aprensión desazonaba mis tripas.

Pues hasta aquel entonces tan solo un hombre, si tal pudiese nombrársele, me había causado una impresión más detestable que la mera presencia del Gran Tribuno Baal-Eser, y ese no era otro sino Camazotz, la infame Bestia de Gothia.

Pero al cabo, o eso pensaba en aquel entonces, tal vez fuera porque no había llegado a ver al cruel tirano de Gadiria en persona, dentro de sus «cámaras estancadas».

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