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Hansol no entendía muy bien porque el niño junto a él lloraba si tenía cientos de juguetes enfrente, pero se veía triste. Su mamá probablemente ya lo habría regañado de estar cerca, pero no había nadie al rededor. Hansol nunca había hecho un berrinche y nunca había visto a nadie hacer uno, así que no estaba muy seguro de lo que debía hacer.

Abrió la boca un segundo, pero la cerró al darse cuenta de que tampoco sabía qué decir. Decidió simplemente sentarse en el piso, sus padres solían decirle que si alguna vez se perdía en el supermercado se quedara quieto en su lugar y ellos eventualmente lo encontrarían.

El niño lo vio de reojo y Hansol alcanzó a ver las lágrimas resbalando delicadamente por sus mejillas regordetas y rojas. Mantuvo la vista en él un momento más antes de que el niño se calmara un poco y tratara de imitar su pose para sentarse con las piernas cruzadas sobre el pasillo (acabó sentado con las piernas extendidas y Hansol creyó que realmente se veía tierno).

—¿Por qué lloras?

El niño hizo un puchero y desvió su mirada hasta sus manitas que jugaban nerviosamente con el borde de su camisa.

—Porque estoy perdido.

Ah, de cierto modo eso tenía sentido para Hansol. —Yo también estoy perdido.

El niño juntó sus cejas y sorbió su nariz, Hansol podría haber pensado que era asqueroso en algún otro momento, pero el pequeño azabache frente a él solo le causaba genuina curiosidad.

—¿Y por qué no estás llorando?

Hansol se alzó de hombros. —Son los genes —respondió. Nunca había sido un niño que se desbordara en llanto cuando se encontraba en situaciones estresantes. Su mamá decía que era culpa de su padre, porque los Chwe tenían genes raros. Hansol no sabía qué eran los genes, pero la palabra le había resultado divertida.

El niño asintió comprendiendo y Hansol supo que debía ser muy inteligente si sabía que eran los genes.

—Estaba con mi hermana, pero ella soltó mi mano y después no la vi —explicó cómo si Hansol le hubiera preguntado, de cualquier forma no le molestó, porque Hansol estaba seguro de que eventualmente lo hubiera hecho.

—Yo quería ver los carritos así que me escapé de la vista de mi papá.

El niño volteó hacia arriba, directo al tercer estante, donde carritos de juguete estaban exhibidos uno junto a otro.

—¿Esos? —señaló.

—Si. Me gustaría tener uno cuando sea grande.

El niño pareció pensar en algo.

—¿Y por qué no tomas uno ahora y lo guardas hasta que seas grande?

Hansol ladeó la cabeza. Jamás hubiera pensado algo así él mismo. Definitivamente el niño era muy listo.

—Porque no se me había ocurrido y no lo alcanzo —dijo—. Eres muy inteligente.

Las mejillas del niño enrojecieron aún más y una sonrisa pequeña se formó en los labios de Hansol.

—Puedo ayudarte a bajar uno.

Y de un momento a otro Hansol ya estaba sobre los hombros temblorosos del contrario, tanteando el tercer estante del pasillo sin poder ver lo que realmente estaba tocando.

Ambos terminaron en el piso al poco tiempo. La caída no dolió demasiado, así que Hansol no se quejó. El niño bonito, por el contrario, tenía un puchero en los labios y se sobaba las rodillas insistentemente, ignorando la gotita de sangre que se formaba poco a poco en su pómulo.

—¿Estás bien?

—¿Lo conseguiste? —preguntó el niño en cambio, ignorando la pregunta.

Hansol alzó su mano. Un carrito rojo de Ferrari se abría paso victorioso entre su empaque.

El niño sonrió por primera vez, y Hansol pensó que su sonrisa brillaba tanto como las estrellas.

La hermana del niño los encontró después de un rato mientras jugaban con el carrito. Cargó al niño y llevó a Hansol hasta el módulo de seguridad, donde llamaron a su padre. Se despidieron y, a pesar de todo, Hansol nunca supo su nombre.

Su papá le compró el carrito sin tener que pedírselo, y aunque a Hansol nunca le había gustado mucho el rojo, se volvió su color favorito ese día.

Algún día tendría un Ferrari igual, uno donde si se pudiera subir. Y estarían ambos ahí ; él y ese niño tan lindo.

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