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I

Comienza por fin a llover en el yermo. No quiero deciros que haya esperado esta cruel lluvia ácida que deshace las mismas piedras, viejo amigo, pero nada hay peor que la espera sin remedio, y comienza para nosotros el fin; pero al menos algo nuevo comienza.

Venid, bajemos de nuevo hasta aquel sótano del pozo, sí, aquel en que os conté la historia de Akil el Observador; allí estaremos a salvo con toneladas de roca y mampostería vieja sobre nuestras cabezas. ¡Vamos, pues! Y tranquilo, no temáis, que la visión de ese pozo seco no me trae más recuerdos que no os haya referido ya: antes lo hacen esta fina llovizna, precursora de la tempestad que nos mandará al demonio. ¡Cruel Matriarca! ¿Qué mal os he procurado, para que me tratéis así? Cierto, lo olvidaba; arruinar vuestras pretensiones de traer la ruina al Mundo, tal es verdad. ¡Pero qué injusta sois! ¿Acaso fui yo o fue la sagrada labor de las Ruedas la que sanó el Mundo?

No importa, y que sigan pagando justos por pecadores, pues siempre ha sido así. Como les pasó a los refugiados de Gothia. Pero no, no permitimos en aquel entonces que pagasen ellos con su vida por las faltas de su tan despiadado Señor...

¿Veis? Ya comienzan viejos recuerdos a acudir en incontrolable torrente. Esta lluvia me ha traído a las mientes el recuerdo de aquella de Gothia, el día en que esa tierra entera se perdió. Pero, ¿hay justos en verdad? No hay tales, viejo amigo, con todo: yo tampoco me tengo por el más recto de los hombres, y también he pasado a espada a muchos enemigos y aún a otros que algunos no hubiesen tenido por tales. Pero para mí lo fueron, y solo queda atribuirme la culpa por el dictamen de mi loca razón. Cruel es el amor, mi viejo y mudo amigo, y es cruel también cómo embota los sentidos. ¡Y no, sigo sin arrepentirme, pues al fin y al cabo obré como creí que debía obrar, y baste!

Y es que aquella malhadada acólita... Aquella dulce, indómita y sagrada xana de Astarté... Briseida. ¿Qué daría yo por tenerla aquí conmigo y no a vos, y ruego no os enfadeis, y poder así abrazarla mientras escuchamos esta lluvia que nos trae el fin allá arriba?

Qué triste hado el mío, en verdad. ¡Ja! Pero soy Ruy Ramírez, de la heredad de Villalobo. Soy el Navegante, y este es el cruel sino que tenía reservado, y yo mismo lo elegí. Por tanto tomad asiento aquí junto a mí, viejo amigo. Sentaos contra estas vetustas paredes y a la vista de nuevo de ese pozo, que yo os prometo que habrá una nueva historia, y alcanzadme mi pellejo de vino, os lo ruego. Aún queda algo de la cecina que nuestro buen amigo el yak nos brindó, y así pasaremos el tiempo mientras todo se va al carajo.

Justos por pecadores, dije... Como aquellos refugiados de la región de Gothia, dije. ¡Ja! Ya se decía del Mio Cid lo mismo que podría haber dicho de ellos: «Dios, qué buen vasallo si oviesse buen señor»...

Bueno, las piedras corroídas sisean ahí arriba como serpientes, ¿las escucháis? ¿Y cómo no? Y aunque ácida y corrosiva esta lluvia atrapará el polvo en suspensión de estas llanuras y lo empujará sobre la tierra.

Lluvia, polvo y lodo... Como los de aquella mañana cuando salimos de la cueva de Coma Armada. Y Briseida... Como en aquella mañana, en que ella y yo hubimos de escoltar a todos los que se dejaron convencer para llevarlos hasta Bosta, ¡oh, Dios mío!

Porque es tan cierto como que halló aquí con vos, y ya os dije en otra ocasión que volví a ver a Briseida varias veces más tras los sucesos del faro maldito de Mastia. Así fue como se forjó el destino de ambos, y para mí ha sido este. De hecho este nuevo cuento que os referiré y que ya no puedo refrenar en la memoria trata sobre la siguiente ocasión en que volví a ver los ojos claros de Briseida tras nuestra separación en Ispal. De ella y de la Bestia de Gothia. ¿Queréis escucharla? ¿Pero qué digo? ¡Como si pudieseis escapar a mis razones!

Bien, habían transcurrido varios meses desde mi infeliz reencuentro con Martín, que Dios lo guarde. ¿Le recordáis? Me hallaba cansado de los caminos y hasta de mi vida. ¿Que cómo es eso? Me había repuesto de mis heridas físicas, en efecto, pero las del alma aún no querían cerrarse, y aún continuaba deambulando por los caminos escoltando caravanas por todo el reino de Tarsis. Y no había poco trabajo: cada vez habían más bandas de bandidos mauros en las carreteras, y puse buen precio a mi espada. Malos caminos son los de tierra y polvo para un marino como yo, pero de esa verdad aún no me daba cuenta, y ya lo veréis.

Bueno, las noches las pasaba cada vez con mayor frecuencia borracho, y es que comenzaba a sentirme en mi cuerpo como en el de un extraño: no semejaba esta la vida a la que había aspirado cuando salí de Palos con La Deseada, tanto tiempo atrás. Pero a las tormentas, como a esta que hay sobre nuestras cabezas, les corresponde el derecho divino de llevarse por delante las vidas de los hombres, y en especial de los que confían su vida a cuatro maderos flotando unidos sobre un manto de agua. Y así me ocurrió, que me encontraba solo y lejos del mar en un continente extraño y desconocido para mis compatriotas castellanos.

Me sentía sumamente infeliz en aquel entonces. ¡Yo, que antes había aceptado la suerte como viniese y que había cantado a pleno pulmón en costas extrañas sobre mi humilde balsa, feliz tan solo por contar con algo de agua salada bajo mis pies a pesar de los pesares!

Una de las mayores razones de mi insatisfacción era, y ahora lo sé, vivir alejado del mar. Pero aún había otras causas, y tampoco podía refrenar el malsano recuerdo del ritual de la Iniciación de las xanas, ni el cruel hado sufrido por mi pobre Martín.

Y por eso, o porque era principio y fin de cada uno de los caminos de aquel olvidado reino me vi de nuevo en Ispal, la de las Mil Puertas, un tiempo después justo al término de uno de mis viajes.

La mañana entera la había pasado recorriendo las atestadas fondas y puestos del Tercer Halo de la urbe, la más externa de las tres franjas concéntricas de tierra delimitadas por los famosos canales circulares que había descrito Platón.

Tal fue la razón de que aquella tarde primaveral me sorprendiese bien borracho paseando por los más cercanos campos de la Llanada de Ishtar, la extensa llanura a espaldas de los muros broncíneos de Ispal cercada por la más colosal estructura creada por mano de hombre que hubiera visto yo hasta aquel entonces y que tan bien relatase Platón por boca de Critias: hablo del enorme canal rectangular de tres mil estadios de longitud que recogía las aguas de todas las montañas circundantes que encerraba la Llanada, alimentaba acequias y lagos por toda aquella fértil llanura salpicada de curiosos asentamientos y llevaba el agua hasta desembocar en los Halos de Ispal.

Digo pues que paseaba por los campos con las antiquísimas murallas exteriores de Ispal a mi espalda, y estas relumbraban teñidas de bronce al Sol de la tarde. Trataba de dejar atrás con mis paseos a los malos recuerdos y al dolor, y caminaba muy embriagado entre campos recién sembrados de un cereal que llamaban mahís y que en aquellas costas abundaba, muy principal alimento por aquellos lares y que a mí me recordaba en algo al mijo europeo.

¡Pues qué inconsciente fui, pues me encontré al cabo de bruces con uno de los milenarios rituales de la Siembra del Templo! Pero me estoy adelantando, disculpadme.

Debo decir antes de proseguir que fue aquel un tiempo de enfrentados y sobrenaturales presagios. ¿No consigo explicarme? Trataré de hallar mejores razones, y perdonad. Bien, quiero decir que nadie supo explicar por qué razón dos nuevos astros aparecieron durante aquella primavera en el firmamento.

Uno de ellos era el que llamaban el Lucero de la Oración, y estaba consagrado a Astarté. Aparecía antes del amanecer o al atardecer, dependiendo de la época del año, y se le creía desterrado del Mundo desde aquel antiquísimo cataclismo que asoló Thule milenios atrás, tras el cual desapareció de los cielos. Os hablo de la Quebradura, por supuesto. Pues bien, una tarde de aquella incipiente primavera reapareció de nuevo el Lucero de la Oración, fulgurante y poderoso, cercano al horizonte y persiguiendo al Sol, y así hizo en adelante. ¿Os causa maravilla? Como a todos, pues su inesperado regreso se tuvo por un muy buen presagio y hubo celebraciones por todo Thule. ¡Pero no era la primera vez que contemplaba yo aquel astro, bien lo sé! Pues se trataba en realidad de uno de los más viejos cuerpos celestes que navegante alguno haya observado, y por eso reí y di gracias aquella lejana tarde en que me reencontré con la luz de mi querida Venus, la Estrella de la Mañana o el Lucero del Atardecer, como también era conocido por las costas de mi patria.

Pero, ¡ay! El otro lucero que también apareció en los cielos era desconocido hasta para mí: gordo e hinchado como una araña amorfa resultaba, y titilaba con una malévola y pulsante luz rojiza. Lo bautizaron los Ungidos del continente como Ajenjo, y me estremecí, pues ese nombre sí lo conocía; Ajenjo era el nombre que se dio a la estrella de los Tiempos Finales y había sido profetizada en el Libro del Apocalipsis, del que por otro lado nada se sabía en aquellas costas. Y en verdad que aquel nuevo lucero fue tenido por el contrario como signo de muy mal augurio, y enfrentado por tanto al recobrado Lucero del Atardecer.

Y en esas estábamos y de todo eso se hablaba en todo Ispal y en todo Thule. Aparecía cada noche Ajenjo en el cielo derramando su malsana luz sobre nuestras cabezas, desde que Venus desaparecía bajo el horizonte hasta que rayaba el alba. Solo diré por último que bien pronto se escurrió por los cielos hasta quedar en la posición que le habría correspondido a Polaris en mi propio mundo.

Pero, ¿veis? Me he desviado de nuevo, aunque solo trataba de mostraros el estado de ánimo en que yo y todos nos encontrábamos aquella primavera.

Bueno, pues me encontraba sentado yo aquella tarde de primavera entre hileras de mimosas y amapolas esperando la aparición del Lucero de la Oración y considerando todas estas cosas, y entonces como digo reparé en la comitiva de xanas que se venía por los campos en la celebración del Ritual de la Siembra.

Tranquilas doncellas de Astarté, criaturas de luz y beatitud... Traían en cántaros consagrados sobre sus desnudos hombros el agua misma de los altares, y con ella regaban y bendecían los campos de la Llanada en honor de la Cálida Diosa. Y los Altos Ungidos iban tras ellas cerrando la comitiva del rito.

Me puse trabajosamente en pie y me acerqué al grupo de campesinos y ciudadanos de Ispal que asistían al rito en los caminos, contemplándolas pasar. Las xanas andaban descalzas y habían cambiado sus túnicas añiles, propias de la Recolección, por aquellas rosadas, propias de la Siembra. No pude contarlas, tantas eran. Desfilaban en procesión y como digo dejando a su espalda las murallas de bronce de Ispal entre cánticos y alabanzas, arrulladas por el canto de las cigarras mientras atravesaban los campos de cereal.

Mi corazón amenazaba con salirse de mi pecho, pero no; no iba entre ellas Briseida. Pasaron al fin ante mí, y pasaron después tras ellas los Altos Ungidos cerrando el cortejo, vistiendo largas túnicas encarnadas y tañendo campanas. Se trataba de cinco de los más importantes vates del Consejo de Ancianos de Tarsis, órgano rector al servicio del teócrata Adorador de la Luna.

¡Mal rayo me parta! ¡Mis ojos enfebrecidos no perdían detalle de la celebración, y aquello fue mi perdición! Pues sé que no debí escudriñar con rencor el rostro de aquellos altos clérigos que marchaban tras las sacerdotisas. Los observé a todos con mal disimulada inquina, hasta que descubrí la mirada del mayor de ellos fija en las caderas de la última virgen...

Dejé la fila de campesinos y salté al camino. ¿Cómo se me pudo ocurrir hacer lo que siguió? La causa fue sin lugar a dudas el mal vino, pues me acerqué por detrás y cogí del faldón de su túnica al lascivo anciano y de un tirón lo arrojé al suelo.

-¡Sucio hideputa! -le grité, fuera de mí-. ¡Yo os enseñaré a respetar a las xanas!

Nadie supo reaccionar hasta que una de las campesinas rompió con un chillido el silencio que había caído sobre los campos. La comitiva se detuvo entonces y todos los ojos reunidos se clavaron en mí, y aún hubo más motivo para el horror de los presentes, pues desenvainé mi espada y amenacé con su punta la garganta del aterrorizado clérigo.

-¡A mí! -chilló entonces este, como un cochino-. ¡Me degüella!

No estoy seguro de cómo ocurrió lo que sigue pues me hallaba muy borracho y fuera de mí, pero creo que escuché cómo los cántaros de barro se hacían añicos sobre las piedras del camino, y después creo que escuché como un coro de místicas plegarias, y algo me embistió de pronto y me arrojó del suelo, haciéndome rodar por los campos de cereal.

Antes de perder el sentido aún me pareció ver sobre mi cabeza un gran brazo de agua zumbando y remolineando, presto para lanzarse sobre mí y aplastarme el cuello, y no hubo más, pues caí desvanecido.

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