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Capítulo 7. El inspector del caso Harden

—¿Que quieres los expedientes del caso Harden?

El inspector Queen no pudo pegar ojo en toda la noche. La preocupación rondaba su cerebro con las consecuencias de los posibles intentos de solución al embrollo en el que su hijo estaba metido. Como padre suyo que era, conocía bien el sistema de valores que regía su forma de ser, para eso lo había educado en la rectitud y el orden. Le resultaba inverosímil que hubiera utilizado un caso sin autorización para escribir otra de sus famosas novelas.

Cuando el pulso parecía calmarse y el sueño acogía a su cansada mente, otra odiosa pregunta lo obligaba a abrir los ojos: ¿cómo se explicaban entonces tantas similitudes entre el texto y el suceso real? Claro que el azar podía jugar su peculiar baza confeccionando vínculos incidentales entre ambos... Y si eso era justo lo que había ocurrido, ¡qué mala suerte había tenido su hijo! Pero si el azar no mediaba la relación que solo Ellery veía...

—No, imposible —remachaba por enésima vez en la cama—, mi hijo no es un mentiroso. Le tiene un gran respeto al apellido Queen. Además, es de los hombres más inteligentes y sagaces que conozco. No, el azar ha tenido que ver en este entuerto, sí o sí.

No veía el momento de abandonar las pegajosas sábanas convertidas en instrumentos de tortura. Ojeó el reloj largas veces en la madrugada, pero las agujas seguían igual de lentas. Harto de dar vueltas entre problemas y sudor, decidió levantarse dos horas antes de lo normal. Bajó a la cocina, donde se entretuvo preparando el desayuno ataviado ya con la ropa del nuevo día. El apetito con el que solía despertar se ausentaba aquella mañana. Tomó lo único que podía digerir, dos buenas tazas de café, y marchó hacia la comisaría para dar comienzo a una jornada anticipada. Mejor centrar la mente en el trabajo que estar dando vueltas por el salón sin saber qué hacer, se justificó durante el trayecto.

Volcado de lleno en los informes que debía entregar, ni en sueños llegó a imaginar que su hijo se presentaría en su despacho con el aspecto de un soldado derrotado que había conseguido levantarse con las pocas fuerzas que aún le quedaban y le pediría aquel favor.

—Nosotros no llevamos el caso, El —le respondió—. Hubieras sabido del tema.

—Pues necesito saber quién era el inspector que trabajó en él. —Apoyó las manos en la mesa de su padre. No podía sentarse, el nerviosismo carcomía cada partícula de su organismo.

—Si crees que servirá de algo —accedió sosegado al notar la inquietud en su mirada—. Deja que haga unas llamadas.

El escritor sacó un pequeño libro del bolsillo interno de la chaqueta y se enfrascó en una lectura. Era su forma de distraer las intrusiones empeñadas en apropiarse de su compostura. Richard lo observaba de soslayo al tiempo que oía el sonido de la línea telefónica. ¿Era posible que pudiera concentrarse en un libro? ¿O el incansable cerebro de su hijo estaría más bien a la deriva?

—Oh, buenos días —contestó descolocado a la voz que emergió por el auricular—. Soy el inspector Richard Queen, de la Comisaría 8. —Sonrió levemente haciendo frente a las estridentes vocalizaciones que recibía al oído—. Sí, sí, las dos comisarías trabajaron juntas en un caso hará unos años, sí. Aja... Verá, quería saber si podría concederme los datos del oficial que trabajó en el caso Harden.

De nuevo, otro silencio. Pero la expresión del inspector se volvió dura; un comentario poco delicado. Carraspeó.

—No tengo nada que decir al respecto —rechazó, agravando el tono—. ¿El inspector Andrew Roberts? De acuerdo. ¿Sabe si está por ahí? Aja. De acuerdo. Muchas gracias por su ayuda.

—¿Y bien? —preguntó Ellery guardándose el libro.

—Comisaría 6. Ahora mismo se encuentra fuera investigando un caso. Pero puedes esperar aquí si...

No pudo terminar la frase, Ellery ya salía veloz por la puerta. Resopló angustiado recostando la espalda contra el dorso de la silla. Ni siquiera había tenido tiempo de preguntarle sobre la reunión con el abogado, pero por el mustio estado de ánimo que presentaba comprendía que no había ido tan bien como esperaba.

*

Una hora total de trayecto después, entre la búsqueda de un taxi y el habitual e insufrible tráfico de Nueva York, entró en el departamento de policía. El ajetreo colmaba el ambiente; frente a la mesa de administración, abogados de oficio hacían cola junto a los ojos nerviosos de sus clientes a que algún oficial les entregara los expedientes correspondientes a su caso.

En otras mesas del departamento, oficiales y sargentos terminaban de pasar a máquina los datos de un variopinto grupo de individuos: detenidos a la espera de ser encarcelados, los que lidiaban con interponer alguna demanda o denuncia y los que creían contar con una pista sobre alguno de los casos todavía en curso. Esa última labor era de las peores, pues la tediosa y exuberante imaginación que poseían muchos de los espontáneos informantes hacía que perdieran horas de trabajo sin un dato real útil, aunque tampoco estaba exenta de entretenimiento.

La retahíla de locos con teorías delirantes y conspiratorias que pasaban cada día por las comisarías era de chiste. <<Había que tomárselo a broma>>, recordaba Ellery decir a su padre, o acababas peleando contra cualquiera que buscara un aliado de sus enigmáticas y extravagantes ideas.

Se acercó al mostrador, ocupando una esquina de la larga cola de individuos que culminaba en la puerta, y llamó la atención al policía.

—Disculpe, busco al inspector Andrew Roberts.

El agente desplazó lateralmente los ojos sin levantar la cabeza de los archivos.

—Para qué desea hablar con él.

—Es un asunto privado.

—Pues ese asunto privado suyo tendrá que esperar. El inspector Roberts no ha vuelto aún.

—No es inconveniente —dijo con trabajado sosiego.

El policía se incorporó y suspiró, cansado del papeleo acumulado.

—Mire, esto está a reventar, por si no ha sido consciente de ello —escupió señalando la estancia—. Si quiere esperar aquí, por mí, perfecto. Pero no estorbe, ¿quiere?

Asintió como respuesta y se sentó en una de las bancas alejadas de la muchedumbre con los nervios y el corazón disputando una carrera por arrebatarle su ánimo.

*

Bien entrado el mediodía, dos hombres trajeados traspasaron las puertas de la comisaría. Saludaron al agente del mostrador y se encaminaron a una de las oficinas de esa misma planta. Ellery se preguntó si alguno de ellos sería el inspector Roberts. Miró al oficial de administración, pero seguía inmerso en su papeleo e ignoraba su presencia deliberadamente. Segundos después, uno de los dos hombres, alto y musculado, de cabello muy corto y rubio y con una enorme sonrisa torcida, salió de la oficina hacia las escaleras.

—Disculpe. —Se levantó, interceptándole antes de que pusiera el pie en el primer escalón.

—¿Necesita algo?

—¿Es usted el inspector Roberts?

—Se equivoca de hombre, amigo. El inspector Roberts está en aquella oficina —aludió a la sala que acababa de abandonar—. Si no me necesita... —Ellery negó con la cabeza y el hombre retomó su dirección.

Frente al despacho, tocó varias veces. Al cuarto golpeteo contra la puerta, una ruda voz al otro lado le gritó que entrara.

—¿Es de asuntos internos o algo por el estilo? Porque apostaría todos mis ahorros a que usted no es abogado.

—Y habría ganado —contestó Ellery cerrando la puerta—. No soy abogado, pero tampoco de asuntos internos.

El hombre lo inspeccionó unos segundos.

—¿Entonces qué desea? Disculpe, pero estoy muy ocupado.

—Le resultará una petición algo extraña, pero... Necesito un favor.

Un sarcasmo explícito se instaló en el inspector.

—¿Yo? ¿Un favor a usted? ¿Acaso le debo algo? ¿Le conozco? —investigó, curvando unas finas cejas—. ¿Quién es usted?

—Ellery Queen.

—Queen, Queen, Queen... Dónde habré oído yo ese apellido antes... —murmuró.

—El inspector Richard Queen, de la Comisaría 8, es mi padre. Me comentó que ambas comisarías trabajaron juntas en un caso hará unos años.

—¡Richard! ¡Sí, cierto! Un buen hombre, sí. Pero... me parece conocer su nombre de algún que otro comentario. ¿Ha salido en los periódicos?

Trabajó una sonrisa forzada que encubría un suspiro aplastante de cansancio.

—He aportado mis conocimientos en alguna que otra ocasión a contadas comisarías en la caza de ciertos criminales.

—¿Qué tipo de criminales?

—Los de intelecto y sagacidad poco común. Excepcionales, si me permite el calificativo. Ese tipo de criminales que se recrean con las artimañas policiales que usan para atrapar al promedio, y que para ellos no son más que un juego.

—Espere, espere, espere... ¿No será usted al que tildan los compañeros de uniforme de metenarices?

El mote le arrancó una risa sincera. Se alzó de hombros.

—No se ofenda por ello, hombre —intentó suavizar su error de lengua el inspector—. No lo dicen a malas. Envidia, supongo.

—No me importa cómo me llamen. 

—Ya veo... —contestó percibiendo la carencia de modestia en el escritor—. ¿Y en qué puedo servirle de ayuda?

—Estoy involucrado en una demanda por daños y perjuicios y usted es el oficial que llevó el caso que ha causado toda esta complicación.

—¿Qué caso?

—El asesinato de la esposa del señor Harden, Christine Harden.

—¡Maldito sea! —Dio un golpetazo a la mesa—. Ese bastardo nos la dio, pero bien. —Inclinó la cabeza a un lado comprimiendo los puños; los recuerdos de aquel caso salpicaron su memoria al escuchar el apellido Harden—. ¿Qué ha hecho ahora?

—Ha insinuado que mi novela es un plagio de su caso y que, debido a ello, la gente de a pie vuelve a sospechar de su culpabilidad.

—Pero si al final se salió con la suya... —El hombre lo examinó ceñudo, pero algo en las palabras del escritor le hizo recapacitar. Abrió grandes los ojos y estalló en una sonora carcajada—. ¡Ya sé de qué me sonaba su nombre! Lo escuché en el telediario, pero no lo relacioné con sus intervenciones policiales ¡Hombre, venga aquí! —exclamó levantándose y moviendo eufórico la mano que había estrechado.

—¿Me he perdido algo?

—Hombre, Queen, gracias a usted ese idiota está de nuevo en boca de todos. Ya no estará acusado por la policía, pero sí por la sociedad. Si no es un castigo divino, que venga Dios y lo vea. —Su sonrisa reflejaba verdadera satisfacción.

—El problema está, inspector, en que mi historia no se basa en su caso, ni en una sola palabra. Ni siquiera tenía constancia alguna de que existiera. Y me ha demandado por un millón de dólares que me niego a pagar.

—¡Será Diablo! ¡Cómo se las gasta ese mierdecilla! —Negó con la cabeza sin borrar la sonrisa—. ¿Y qué quiere que haga yo?

—Me gustaría poder tener acceso a los expedientes del caso. A todos. Voy a demostrar que mi novela no es un ningún plagio, aunque para ello deba descubrir al verdadero asesino de la señora Harden.

—No va a llegar a buen puerto, Queen. Nos quedamos sin saber dónde buscar. Cuando todas las sospechas que recaían sobre Harden fueron rechazadas por el juez, el caso encalló en un punto muerto.

—Es posible que no encuentre nada, es cierto —insinuó Ellery evitando desmerecer la labor policial del inspector y su probable ego dañado por el caso—, pero por echar un ojo... Entienda que necesito algo por lo que empezar.

El inspector lo miró largamente.

—Me cae usted bien, Queen —dijo al final—. No será por la cuestión acertada, pero me ha subido el ánimo por todo el lío que se ha producido con su novela. En fin... Si puedo echarle una mano, así lo haré. Voy a la oficina de archivos y le entrego el expediente.

—Se lo agradezco. —Fue Ellery quien estrechó esta vez la mano al inspector con la efusividad que antes se había desvanecido.

Unos minutos de espera después, el inspector Roberts entró al despacho portando una gruesa carpeta bajo el brazo.

—Ha sido un placer —dijo Ellery agarrando el expediente que le tendía.

—Queen, quiero que sepa una cosa —comentó, acribillándolo con una mirada tan firme como su postura. Ambos sostenían el archivo por extremos contrarios; ninguno estaba dispuesto a soltarlo—. Esto puede pasarme factura. Ya sabe, cuchicheos por allí, cotilleos por allá, y puede jugar en mi contra.

—Tranquilo, seré discreto.

—Estoy seguro de ello. Pero... Quiero ayudarle, no me entienda mal. Sin embargo... ¿Qué me da usted a cambio?

Mantuvieron el contacto ocular unos instantes. El escritor se mordió la lengua; sobre su nombre recaían bastantes acusaciones como para deberle un favor a alguien cuya negativa podía costarle bien caro.

—Dígame usted qué es lo que quiere a cambio de esto.

—Es fácil. Si encuentra algo nuevo del caso, que lo dudo, infórmeme a mí. Quiero ser yo quien meta a esa sabandija entre rejas.

—El señor Harden no tiene por qué ser culpable.

—Bueno, el señor Harden o quien sea. Ese caso era mío y no voy a dejar que me ensucie el expediente. Bastante mofa tuve que soportar ya en su momento. Entonces, ¿de acuerdo? Si sabe o descubre algo, deje que yo haga la detención.

Sonrió. Las alabanzas que pudiera recibir por sacar a la luz al escurridizo asesino de la señora Harden, francamente, no le interesaban. 

—Por mí no hay problema. Será el primero en estar informado.

—¡Estupendo! —Exprimió una sonrisa de triunfo y soltó el archivo—. Que tenga un buen día. El mío acaba de mejorar.

La excitación de haber conseguido el expediente del caso aceleraba el paso de Ellery hacia la salida. En la avenida, se introdujo en el primer taxi que logró detener.

—A la Calle 86 Oeste —ordenó.


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