Capítulo 22. Amistad
"Mejor que perdonar, es sanar la imaginaria herida, que el imaginario agravio abrió en el herido ego, del aparente yo".
Aldous Huxley
El cálido sol de principios de agosto amenazaba a los arriesgados americanos que tomaban la carretera a mediodía con sufrir un atosigante y sudoroso trayecto en coche. El largo viaje atravesando la zona este de Maine por fin veía su destino a poco más de diez millas. Aurora cruzaba el puente Trenton con las ventanillas totalmente bajadas tratando que la brisa, aunque calurosa, despejara la ardiente máquina de hierro que conducía.
A pesar del sofocante calor y de las numerosas paradas por el camino, el viaje no le había parecido tan molesto como en otras ocasiones. Su cerebro encendió el piloto automático a la salida de Nueva York y la sumergió en una profunda contemplación sobre su novela y el futuro que tenía a su alcance.
Los recuerdos de su niñez la habían inundado desde el momento en que decidió darles vida propia. Como un tren a punto de descarrilar, no pudo frenarlos. Y en el proceso de trasladar esas memorias y sentimientos en palabras, surgieron multitud de vivencias que se encontraban latentes, a la espera de una señal para brotar y sumir a la dueña de tales acontecimientos en una caótica y reconfortable vuelta al pasado.
No obstante, el viaje entre letras no resultaba tarea fácil. En un principio, temió la reacción de los ciudadanos de Bar Harbor, pese a que, en definitiva, se verían recompensados por el aumento del turismo que supondría su libro. Pero el encontronazo con Ellery dilapidó toda clase de dudas. Había vuelto a reexperimentar la amabilidad y la alegría de las gentes del pueblo. Con una dosis de coraje, quiso hacerles partícipe de sus planes.
Para sorpresa suya, los lugareños de la costa rieron y aplaudieron emocionados, turnándose para contarle los secretos de ese enclave de Maine, sobre sus propios padres y ella cuando era una pequeña aventurera de siete años. La llevaron al famoso bar del pueblo, donde pasó horas y horas tomando notas, entregada a las diferentes historias que le relataban. Rio con ganas cuando, de forma inesperada, le aseguraron que tendría reservada una de las mesas del bar para ella, al igual que el célebre Ellery Queen, donde colocarían una placa con su nombre cuando la novela estuviera publicada.
En cuanto a su padre, nada más revelarle sus intenciones, la abrazó.
—Eres todo para mí, Aurora —le dijo Henry con un temblor de voz inusual—. Haz lo que sea necesario para que el mundo conozca lo maravillosa que era tu madre y las historias que vivimos en ese pueblecito de Maine. —Se separó un palmo y le acarició la mejilla—. Estoy muy orgulloso de ti.
Enfrascada en sus recuerdos, continuó conduciendo hacia la casona de Bar Harbor, aquella que tantos buenos momentos le había ofrecido y que volvería a colmarse de vida durante largos meses.
*
Sobre la mesa del pequeño salón de los Queen, Ellery depositó una nota para su padre. Había recogido todo lo necesario en una maleta y se disponía a partir de inmediato. El inspector Queen se encontraba en un caso junto a su mano derecha, el sargento Velie. Ni siquiera en casa de los Toldman cogían el teléfono. Deseaba agradecerle a Henry la ayuda prestada antes de marchar, pero, en tales condiciones, decidió telefonearle una vez pisara la costa. Ya se verían las caras y compartirían una cena de agradecimiento cuando regresara a la ciudad.
También pensó en Aurora. Había conseguido adentrarse en su mente como una poderosa idea que agujereaba la superficie para adueñarse de la realidad, transformándola sin remedio. Era el momento de hablar con claridad, de despejar las dudas y los temores que pudieran quedar ocultos y retomar la amistad que siempre habían valorado.
—Tenga cuidado en el camino.
Djuna lo frenó cuando estaba a punto de salir.
—Cuida del viejo en mi ausencia, ¿quieres?
—No me separaré del inspector en todo momento.
—Buen chico. —Le confirió una sonrisa como despedida y lo dejó con ojos angustiosos observándole partir.
Metió las maletas en el duesenberg, recogió la blanda capota del techo y subió al descapotable. Cuando en la travesía comenzaron a desaparecer los altos edificios y la brisa perdió el penetrante y denso hedor a carburante, empezó a elucubrar acerca de sus vacaciones. El sol, la playa y el olor a sal en su cuerpo tras unos largos nados al amanecer era todo lo que precisaba para reponer fuerzas. Aunque, a lo mejor, esta vez no admiraría esa estampa en soledad.
*
Traspasaba el tupido bosque a la entrada de Bar Harbor por una angosta carretera de doble sentido; menos de cuatro kilómetros la separaban de su destino y sentía un extraño nerviosismo que la había mantenido inquieta en la última etapa del viaje.
Justo al final de la carretera, donde el bosque daba paso a la civilización, vislumbró la figura de un hombre cojeando a través del pequeño arcén de tierra. Deceleró al pasar a su lado, observándole con detenimiento. Cuando el hombre tornó el rostro hacia la carretera, ambos se sorprendieron.
—¡Señor White! —exclamó Aurora, pisando el freno a tiempo.
—¡Aurora! —El pescador se agachó y apoyó el antebrazo en la ventanilla—. ¡No vuelva a llamarme señor White, me hace sentir mayor! Para los amigos soy Jacob.
Aurora sonrió.
—Perdone, Jacob. ¿Qué hace por aquí?
—Salí a estirar las piernas un poco y me doblé el tobillo con una condenada piedra.
—¡Vaya! Suba, yo le acerco a su casa.
—Si no es mucha molestia...
—Claro que no. —Se echó sobre el asiento del copiloto y abrió la puerta. Jacob, con un poco de dificultad, consiguió acomodarse.
—Muchas gracias, Aurora. Dígame, ¿ya de vuelta a continuar con su libro? ¿O se trata de una visita fugaz?
—Vuelvo para quedarme un tiempo —respondió mientras se incorporaba a la carretera.
La calzada aumentó de diámetro cuando dejaron atrás el bosque. Bar Harbor los recibía con sus coloridas plazas, las calles desiertas y el sol en el horizonte. Aurora inhaló la brisa salada que inundaba el coche.
—¿Sabe algo de Ellery?
El nombre del escritor ennegreció la visión del idílico pueblecito. Hacía días que no tenía noticias suyas. No había querido molestarle al conocer la resolución del caso; suponía que estaría ocupado y quiso darle espacio. Pero guardó la esperanza de que tal vez saliera de él algún mísero contacto.
Otra vez se había hecho demasiadas ilusiones. Se sintió estúpida. ¿Cómo había podido albergar la idea de que la relación con el engreído Queen retornara a la normalidad? Entre los recuerdos que afloraron al iniciar su novela también se encontraba Ellery. Recuerdos sobre los sentimientos guardados, al principio confusos, luego intensos y complejos. Las aventuras de las que la había hecho partícipe. Pero también de cómo fueron creciendo y distanciándose; los estudios, las amistades y los nuevos intereses que provocaron que cada vez se vieran menos, enfriando una amistad que creían inquebrantable.
A los años se desmoronó el fino hilo que mantenía lo que quedaba de vínculo entre ellos debido a la crítica en el periódico The New Yorker. El fracaso de sus publicaciones en la famosa revista gracias a los comentarios de Ellery despedazó la imagen idealizada de su amigo como un espejo hecho añicos. Para ella, el Ellery de siempre había dejado de existir, transformándose en un <<egocéntrico narcisista enardecido por el éxito>>, apodo que comenzó a usar cuando su padre lo mencionaba en alguna conversación.
La disculpa se estaba haciendo de rogar.
—No —contestó secamente Aurora.
—Ese hombre es todo un misterio. Seguro que, cuando menos lo esperemos, lo tendremos de nuevo dando tumbos por aquí.
—Si usted lo dice...
Con el rostro serio y parco, condujo entre las callejuelas del pueblo. El pescador, al que no se le escapaba ni una, la observó durante un rato.
—¿Sabe? —dijo al rato—, siempre me ha gustado la pareja que formaban ustedes dos.
—¿Pareja?
Notó arder sus mejillas, que se colorearon del tono de su cabello.
—Pareja de amigos, quiero decir —se excusó con una risita intencionada—. Dos niños neoyorkinos que no paraban quietos, siempre corriendo por el pueblo con sus diabluras.
No quiso contestarle. Saludó con la mano a un grupo de mujeres que desfiló junto al coche y siguió con la vista al frente.
—Creo que Ellery respeta mucho su amistad.
—Ah, ¿sí? ¿Y cómo ha llegado a esa conclusión? —manifestó su desagrado en mirada y tono de voz.
—Dirá que es una tontería, pero fue gracias a un libro de Ellery que siempre me ha gustado. Lo he leído muchas veces, creo que fue de los primeros que compré. No me pregunte por el nombre, para eso soy muy malo. Pero sí recuerdo un personaje de ese libro. Una mujer. Y ¿sabe qué? Que me caiga un rayo si esa mujer no está basada en usted.
Aurora se sintió confundida y, tras un fugaz vistazo al pescador, volvió los ojos a la carretera.
—¿En mí?
—Sí, sí, sí —aseveró—. El personaje es una muchacha pelirroja, muy inteligente y tenaz. Tampoco le falta atractivo. No usa su nombre, pero tal y como la describe, es clavadita a usted. ¡Que me arrastren al infierno si estoy equivocado!
—Siento decepcionarle, pero dudo que Ellery me utilizara como modelo para una historia suya. Nuestra relación... es complicada.
Detuvo el coche frente a la vivienda de Jacob y se giró hacia el pescador con una leve sonrisa.
—Gracias por llevarme, Aurora. Es usted un encanto. —Cerró la puerta, pero no se marchó. En su lugar, volvió a apoyar el antebrazo en la ventanilla y fijó sus intuitivos ojos en Aurora—. A veces juzgamos de antemano sin conocer.
—Ya... —respondió áspera, sintiendo innecesario ese comentario con olor a crítica.
—Espero que se replantee eso que me ha dicho.
—No sé si es necesario hacerlo.
—Bueno, solo le diré una cosa más. Cuando deduje que la mujer de la historia se basaba en usted... Sí, créame —replicó ante el reproche observado—. Cuando me di cuenta de ello, le pregunté si se había servido de alguien conocido para el personaje. ¿Quiere saber qué me contestó?
Aurora contuvo la respiración de forma inconsciente.
—Me devolvió una de sus características sonrisas y me dijo: «No he conocido a muchas pelirrojas en mi vida, pero de las pocas que conozco, la única con audacia, cerebro y belleza que ha podido dar vida a ese personaje tiene un pedacito de Bar Harbor guardado en su corazón».
Los labios de Aurora temblaron. Intentó controlarlo, pero el torbellino de sensaciones era más fuerte que ella. Sus ojos también escaparon a su control colmándose irremediablemente de lágrimas. Desvió el rostro, huyendo de la afectuosa mirada del pescador, y se pasó una mano nerviosa por el cabello.
—Que tenga una buena noche, Aurora. Espero verla pronto.
—Igualmente —se despidió con un hilo de voz al contener el dolor que arremetía contra su garganta—. Y gracias.
Jacob le guiñó un ojo. Aurora puso el coche en marcha y reanudó su destino, ya a pocos metros, con el corazón desbordado de sentimientos encontrados.
A diferencia de lo que había sostenido ciegamente durante años, Ellery no se había olvidado de ella. Lo había juzgado de forma precipitada sin atenerse a hechos objetivos. Eso era algo que el escritor nunca habría permitido. Lo suyo era actuar y pensar bajo los principios de la objetividad y la imparcialidad. Sonrió; o casi siempre. En los asuntos del corazón, lo objetivo carecía de valor, y el detalle de describirla en una de sus novelas era el ejemplo perfecto.
Era frustrante, meditó mientras contemplaba las nubes violáceas que rasgaban el cielo y ocultaban al sol, darse cuenta de que llevabas media vida juzgando todo a través de un tapiz. ¿Qué hacer cuando a esas cogniciones negativas se les caía el oscuro velo y la dinámica y diversa realidad se abría ante tus ojos?
Estacionó el vehículo junto a la acera de la casona de su padre, desprovista en su extensión de coches, y admiró el entorno donde se guarecería por unos meses. Aquello no era Nueva York, la tranquilidad era palpable. Allí se podía abrazar el silencio. Cogió las pesadas maletas y subió los entablados y empinados escalones hacia la entrada. Sacó la llave de su bolsillo y se dispuso a insertarla en la cerradura cuando, al dejar caer el peso de su brazo sobre la puerta, esta se entreabrió. ¿Cómo era aquello posible?, se disparó su pensamiento. ¿Alguien había entrado? ¿Había un intruso?
Respirando acelerada, depositó las maletas en el suelo y abrió la puerta intentando no hacer ruido. Aguzó los oídos, pero no llegó a percibir ningún sonido extraño. Avanzó con lentitud, se aproximó al comedor y observó el interior desde el recibidor. Todo estaba exactamente como lo había dejado la última vez. Comprobó el jardín interior y después la cocina. Ningún cambio.
Regresó a la entrada e introdujo las maletas en el vestíbulo. De repente, la asaltó un ruido procedente del segundo piso de la casa. Tragó saliva, tan nerviosa que sus músculos se tensaron, y comenzó a subir los escalones casi de puntillas. Su mente no paraba de gritarle que se diera la vuelta y llamara a la policía. Pero una parte de ella se negaba a permitir que cualquiera entrara y violara el santuario que representaba ese hogar, el hogar de sus padres, el suyo. Cada esquina era un mar de recuerdos. Debía proteger lo que significaba para ella.
Se quedó quieta al filo del último escalón. Al instante, otro rumor redirigió su atención hacia el baño. ¿El baño? ¿Qué podrían estar rebuscando allí? ¿Medicamentos? Se masajeó las manos con la intención de calmar el temblor que se extendía por toda ella y se encaminó a la fuente del sonido. Pegó el oído a la puerta y escuchó un murmullo al otro lado. Estaba claro, había un huésped inesperado.
A su izquierda, en la mesita esquinera, divisó un jarrón con flores secas. Las quitó y tomó el jarrón como arma defensiva. Con sumo cuidado, enroscó el pomo de la puerta y lo giró lentamente. Cuando el picaporte llegó a su límite, abrió la puerta de golpe con la intención de asustar a quien estuviera dentro.
Una vez más, la sorprendida fue ella.
Al otro lado, sumido en una neblina calurosa, el cuerpo desnudo de Ellery Queen se materializó ante los desconcertados ojos de Aurora. En blanco, sin poder moverse ni gesticular, ahogó un grito. No esperaba encontrarlo en Bar Harbor, y todavía menos desprovisto de ropa.
Por si fuera poco, el comportamiento del escritor en aquella insólita situación terminó por descolocarla. Liberó una carcajada mientras se revolvía el cabello y cogió la toalla que descansaba en el lavabo. Imitando su reacción el día que se reencontraron, Ellery le lanzó la toalla a la cara, pero sin que mediara rencor o enfado en su postura, desenfadada y pacífica, y sin importarle que su desnudez estuviera expuesta a la que una vez fue su amiga.
La toalla rozó el rostro de Aurora y cayó al suelo. Ellery la contempló con notable diversión y dio un paso hacia ella, exento de pudor. Torció una sonrisa atrevida.
—¿Ya estamos en paz?
¿Era la disculpa que Aurora llevaba esperando desde hacía más de cinco años?
Ambos sabían que no.
¿Estaba dispuesta a aceptarla, sin reniegos ni excusas inútiles, por lo que Ellery había significado para ella?
Muy en el fondo, ya lo había hecho.
FIN
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