Capítulo 16. El testamento
El salón de los Harden, amplio y espacioso, exhibía una sucesión banal de objetos hasta en los recovecos más insospechados. Atiborrado de mobiliario desprovisto de utilidad, daba la sensación de estar en una tienda de decoración de pésimo gusto.
El abogado de los Harden había colocado en el centro de la estancia unas cuantas sillas para que los invitados estuvieran más cómodos. Aylen, la viuda Kelly y dos de los trabajadores más allegados al difunto componían el pesaroso grupo. Fue una sorpresa para todos cuando Ellery atravesó la inmensa puerta doble de roble oscuro junto a Albus Boher.
—¡Abuelo! —profirió Aylen estallando en llanto. Corrió hacia el anciano y lo envolvió en un tierno abrazo.
Ellery, sonriendo ante el reencuentro, se percató de lo que Aylen lucía en el cuello: la joya de su madre, el falso colgante de diamantes. Al levantar la cabeza del regazo de su abuelo, la abogada advirtió los ojos de Ellery recayendo en la reluciente pieza. Aferró en un gesto nostálgico el zafiro entre las manos.
—Necesitaba recordar a mis padres en un momento tan duro como este —manifestó.
El escritor cabeceo ligeramente.
—Vamos, abuelo. —Aylen lo acompañó hasta el asiento contiguo al suyo.
—¡¿Cómo permites que este hombre, asesino de mi marido, esté en el mismo lugar que nosotros?! —Kelly impuso su presencia levantándose y señalando al pobre anciano.
«¡Vaya! —pensó Ellery—. ¡Qué rápido cambia esa mujer de culpable!».
—Mi abuelo no es ningún asesino —le defendió Aylen. Instintivamente, se situó como muro protector, obstaculizándole su visión.
—Eso dices tú, pero le tenía tirria desde mucho antes de que yo me casara con él.
—Y la tirria se multiplicó por dos —confesó el anciano. Ellery rio por lo bajo.
—Voy a llamar a la policía —amenazó con voz sibilina.
—Hazlo y te echo de mi casa. Te recuerdo que sigue siendo mía.
La mujer hundió en ambos su enojo, luego centró los ojos en Aylen y, por último, en el colgante de diamantes.
—No por mucho tiempo, pequeña ladrona.
—¿Cómo me has llamado?
—Bonito colgante —señalizó soltando una risita.
La joven Harden se llevó la mano al collar, protegiéndolo de la mirada aquilina de su madrastra.
—Tranquila, cielo —el tono malicioso volvió a formar parte de su particular acento—, es precioso y me quedaría perfecto, pero yo, a diferencia de tu madre, no llevo joyas falsas.
A metros de distancia, Ellery observaba el espectáculo sin inmiscuirse en el asunto, atento a cualquier detalle que rellenara las lagunas de su teoría.
—De acuerdo —intervino el abogado para calmar la pelea entre las dos mujeres—, si no hay más interrupciones, comencemos.
Mientras el abogado abría el sobre con el testamento de James Harden, ninguno de los presentes medió palabra.
—Comenzaré a leer el testamento —anunció.
<<Yo, James Harden, en pleno uso de mis facultades intelectuales y derechos, libre de toda coacción y violencia, deseo designar a:
Mi hija, Aylen Harden, como heredera del hogar familiar de la Calle 22 Oeste, así como del tercio de los ahorros depositados en el banco bajo mi nombre>>.
Los labios de Aylen comenzaron a temblar. El señor Boher, consciente de su estado, aferró dulcemente su mano. Ella movió la cabeza e intentó recomponerse.
Al otro lado de la fila, Kelly clavaba una penetrante mirada en la pequeña Harden; acababa de perder la lujosa casa de tres plantas.
«¿Podrían largarla tan fácilmente de allí?», se preguntó el escritor.
<<A mi esposa, Kelly Harden, le heredo mi empresa de electrodomésticos en la que hemos trabajado juntos desde los inicios de nuestra relación y otro tercio de mis depósitos bancarios. Añado a esto mi coche>>.
Los ojos volaron hacia Kelly, boquiabierta al verse propietaria de una empresa que no era de su agrado. Al instante, un brillo trastocó la expresión de su rostro. Una idea se había instalado en su mente y le hacía sonreír.
<<A mis dos humildes empleados, Sonya Palmer y Brian Diwick, les heredo el tercio restante de mis bienes, dividido en partes iguales para ambos, así como un puesto en la empresa que ahora dirigirá mi esposa>>.
La pareja de empleados se miró desorbitada. Ojearon disimulados a la señora Harden, pero esta había ignorado por completo la lectura de aquella parte del testamento. Sus pensamientos viajaban en otras direcciones.
<<Que antes que ahora no he otorgado ninguna otra disposición testamentaria de mis bienes, pero si apareciese alguna, la revoco y dejo sin ningún valor o efecto, pues deseo que la institución de herederos que hago en este acto se cumpla con mi única voluntad.
Bajo protesta de decir verdad, manifiesto que el presente fue escrito de mi propio puño y letra>>.
—Eso es todo lo estipulado por el difunto, señores. ¿Alguna pregunta? —Ante el silencio de los presentes, asintió y extendió una serie de papeles en la mesa—. Si son tan amables de firmarlos, habremos terminado. Lo único que tienen que hacer es entregar estos expedientes en el banco y ellos mismos se encargaran de hacer los traspasos convenientes. Señora Harden —se acercó a la viuda—, aquí tiene las llaves del Chevrolet.
Kelly le arrebató las llaves y las guardó en el bolso. Los asistentes se aproximaron a la mesa del abogado a concluir la lectura del testamento.
—Disculpad un momento.
La viuda taconeó hasta el centro del salón antes de que los invitados cruzaran la salida. La pareja de trabajadores y Aylen, con la que mantenían una afable conversación, se giraron hacia ella. Ellery, aún en el resquicio de la puerta, la atendía con expectación. Intuía que la extraña expresión durante la lectura escondía oscuras intenciones, y no había tardado mucho en revelarlas.
—He tomado una decisión respecto a la tienda de electrodomésticos. Y ya que tenemos aquí a dos de sus trabajadores, mejor les informo ya para que pongan sobre aviso al resto.
La pareja se cogió de la mano.
—Voy a poner en venta la tienda. Ni la quiero ni la he querido nunca. Pero es una fuente de ingresos que no puedo negar. Buscaré comprador en el mínimo tiempo posible, así que yo que ustedes iría buscándome otro empleo. En unas semanas tendrán sus cartas de despido correspondientes con el dinero que se les debe.
—¡No puedes hacer eso, Kelly! ¡Mi padre dejó puestos de trabajo en la empresa! Amaba ese lugar —exclamó Aylen.
—Tú padre me ha cedido todos los derechos, cielo. Puedo hacer lo que quiera, y lo que deseo es vender. Los demás, que se busquen la vida.
Marchó por el pasillo con la sonrisa puesta. Adelantó a Ellery sin apenas prestarle atención alguna, como si fuera una mota de polvo en la madera de la puerta.
—¡Quiero que recojas tus cosas y te largues de mi casa! —gritó furiosa Aylen al aire.
—No puede hacer eso, ¿verdad señorita Harden? —Sonya temblaba agarrada a la chaqueta de la abogada.
—Sí, sí puede. Está en todo su derecho al ser la única propietaria —explicó apesadumbrada—. Papá, pero qué has hecho... —le recriminó en un murmullo.
Asolada por un ataque de pánico, la trabajadora comenzó a llorar intensamente. Se derrumbó al suelo, a los pies de Aylen, intercalando espasmódicos ruidos de garganta. La abogada y su compañero se agacharon de inmediato.
—Venga Sonya, repóngase —la consoló.
—¡Qué voy a hacer ahora! ¿Otro trabajo? ¿A mi edad? ¡Nadie contrataría a una vieja!
—No piense así, venga, venga. —La ayudaron a incorporarse—. Ya pensaremos qué hacer. Por favor —indicó a los pocos asistentes—, tómense un whisky antes de marchar. Les vendrá bien.
Como en una procesión funeraria, el grupo dejó el salón en dirección a la cocina. Ellery esperó a un lado, observador del semblante de cada uno de los disgustados miembros de la fila hasta que el último de ellos, el abogado, abandonó la rebosante estancia.
En la cocina, Aylen había servido varios vasos de un caro whisky escocés. Sonya, con mano temblona y ojos enrojecidos, bebió el suyo de una sentada, pidió que le sirviera otro y se recluyó en una zona alejada. La abogada invitó a Ellery a un trago que este rechazó cordialmente. En su lugar, se acercó a la pobre Sonya, que jugueteaba con el vaso mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas.
—¿Me permite? —le preguntó, señalando una de las sillas.
—Adelante.
El sonido amortiguado de un teléfono llegó a la cocina; Aylen se disculpó y marchó a contestar.
—¿Puedo hacerle una pregunta? —Sonya se giró hacia el escritor, dando a entender que estaba dispuesta a responder, si podía, a la cuestión que le planteara—. ¿Le agradaba la señora Harden?
—Cuál, la víbora que acaba de irse o la encantadora primera señora Harden.
—Me parece que ya me ha respondido.
Sonya soltó una demoledora carcajada.
—Nunca me cayó bien. El día que la contrató ya me di cuenta de sus intenciones.
—¿Desde el primer momento fue tras el señor Harden?
—Sí, y muy descaradamente. La pobre difunta no se percató de nada. Claro, qué le íbamos a contar si trabajábamos para su marido. Podía prescindir de nosotros, y en estos tiempos, un trabajo, aunque sea como el que acabo de perder, es toda una bendición.
—¿Usted la vio el día del asesinato de la señora Harden?
—Le voy a ser sincera. Únicamente la vi a primera hora de la mañana, luego desapareció. Pero el señor Harden aclaró su paradero. Supuestamente había ido a la tintorería donde él la había mandado a recoger sus prendas. Cuando la policía la interrogó, mostró la factura del establecimiento y no le hicieron más preguntas.
—¿Sospechaba de ella?
—Y sigo haciéndolo. Sé que le tenía unos celos horribles a Christine. Odiaba que tuviera un marido que la cubría de dinero y joyas. Joyas que ella deseaba tener. Habrá hecho ese comentario tan feo a la señorita Aylen sobre el colgante, pero yo veía cómo lo examinaba con ojos de harpía cuando aparecía con el colgante puesto, y no siempre era el auténtico. Es precioso, una maravilla, lo reconozco. ¿A qué mujer no le hubiera gustado que su marido le regalara una pieza así? Por eso me ha desconcertado la reacción de Kelly. Yo creía que deseaba con todo su ser que el señor Harden lo hubiera incluido para ella en el testamento, así poseería la extraordinaria copia del colgante robado. Pero ahora me alegro de que no. Es un legado de la familia, y Kelly no ha formado parte de ella nunca, al menos para Aylen.
Ellery meditó unos segundos. A pesar de las apariencias, Kelly anhelaba el colgante. Aunque fuera una copia, sus impresionantes características físicas le hacían merecedor de la oportunidad de ser exhibido. No obstante, había algo que le chirriaba.
—¿Sabe dónde se alojará Kelly ahora que esta casa ya no le pertenece?
—Supongo que residirá en su antiguo domicilio, si es que aún lo conserva.
—¿Sería tan amable de darme su dirección?
—Si me da su teléfono, buscaré el domicilio al que mandábamos los cheques mensuales y se lo haré saber.
—Es usted encantadora, Sonya. —Le sonrió y se incorporó—. No deje que su ánimo se trastoque por una mujer como Kelly. Es usted más fuerte de lo que piensa.
Sonya le devolvió un débil lamento y volvió a juguetear con el vaso.
—Una última pregunta y no la molesto más: ¿por qué Harden no dejó su coche como uno de los bienes para su hija?
—A la señorita Harden no le gusta conducir —respondió distraídamente—. Siempre dice que el caos de Nueva York es por culpa de la aglomeración de vehículos. Suele hacer uso del transporte urbano para moverse de un lado a otro de la ciudad. A no ser que coincidiera con su padre, claro está. Pero como todos, señor Queen —añadió después—. Tal vez su motivación peque de altruismo por un absurdo valor ambiental, pero muchos de nosotros tampoco poseemos vehículo propio. Mi nómina no da para más. Y lo mismo ocurre con la mitad de trabajadores de la empresa.
Ellery cabeceó como agradecimiento y, sin avisar de su partida, desapareció de la cocina.
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