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Capítulo 12. Una petición

El humo del cigarro se perdía en el vaporoso ambiente de la ciudad. Tras un intercambio de opiniones que escaló a conflicto y verbalizaciones furiosas, Ellery descansaba en el marco de la ventana, a solas en la penumbra del salón. Las sombras del atardecer se hacían un hueco en las esquinas como parte más del mobiliario. La cálida sensación del cigarrillo entre sus dedos era una fuente de compañía apacible y silenciosa. En vista de lo que por ahora recaía sobre él, no le hacía falta la presencia de otro ser humano que pusiera en duda sus actos.

Distraído, posó la vista en la punta ardiente que devoraba el papel. Una extraña metáfora de cómo su humor disminuía, presa de las contradicciones de las que todo el mundo le achacaba la culpa. Cada calada, por leve que fuera, encendía con intensidad una llama que segundos después se extinguía sin retorno, y se mantenía a la espera de otro impulso ardiente que, tarde o temprano, también desaparecería. Hasta que no quedara nada.

Revivir la paz que experimentaba bajo el mar, donde el silencio era un abrazo compasivo y el mundo ni una simple preocupación, le dolía de una forma que no podía explicar con palabras. Rememoró su último nado al amanecer, cautivo de la maravillosa visión del sol modelando en el cielo, y una especie de vacío se apropió de su pecho. 

¿Podría volver a Bar Harbor antes de que el verano finalizara?, se preguntó con una segunda calada. ¿Se eternizaría aquel caso gracias a que la viuda Harden persistía con la demanda? ¿Su carrera literaria llegaría a su fin aquel año?

Un suspiro arrojó una larga columna de humo. Elevó la mirada y se enfrentó a su reflejo en la vidriera de la ventana. Retornaban a su rostro las azuladas ojeras que tanto le desagradaban y que custodiaban sus largas noches en vela.

Uno de los últimos rayos de sol se adueñó de la habitación. Las sombras desaparecieran por un segundo. Ellery entornó los ojos a causa de la intensa y cegadora luz anaranjada. De nuevo, las sensaciones del pequeño pueblo costero obnubilaron sus sentidos, atrayendo recuerdos de los hermosos atardeceres de la costa y los paseos por el puerto.

Y de Aurora.

Volvió la vista al reflejo en la ventana y se sorprendió al ver en su rostro una sonrisa tonta. Ese era su verdadero yo. Feliz, tranquilo, impasible. El suceso actual solo era un revés más. Desafíos de la vida que, como una mano divina, obligaban a profundizar en uno mismo y a encontrar la artillería pesada con la que salir a flote.

Ahora lo tenía claro; después de que el universo le pusiera la zancadilla, era momento de levantarse y mover ficha. Era momento de dejar claro quién era. Un Queen.

Tocaron a la puerta varias veces. Con sosegada calma, apagó el cigarro en el cenicero y transitó hacia el recibidor dejando que el timbre sonara varias veces. La desagradable visita le hizo reprimir una carcajada mordaz.

—Esto ya sí que es el colmo. Lo siento, pero si viene a despotricar contra mí en mi propia casa, puede ahorrárselo.

Aylen Harden hundía su rostro parco y frío en el escritor. Aun con la animadversión que le despertaba la abogada, se percató de la rojez en sus ojos y de la tez pálida como la nieve. La muerte del único progenitor que le quedaba había sido un duro golpe.

—Señor Queen, a mí tampoco me agrada estar aquí —dijo con una visible contención—, pero, aunque me cueste decirlo, necesito su ayuda.

—¡Qué de vueltas da la vida! —expulsó en un corrientazo de gracia—. ¿Y en qué puedo ayudar a la mujer que intenta arruinarme profesional y económicamente?

—Sabe que esa no es mi intención. Es una demanda como otra cualquiera.

—Ya, por supuesto, pero llevada a cabo por la hija del demandante. Si no lo ve...

—Señor Queen, estoy aquí por voluntad propia —repuso—. Abajo me espera un taxi, le aseguro que no le entretendré...

Un ruido en el pasillo frenó la disputa. Ellery asomó la cabeza y echó un vistazo en ambas direcciones. Advirtió una de las puertas vecinas entreabierta y, aguzando la vista, la figura de una anciana tras la pequeña abertura.

—Será mejor que entre, las correveidiles están al acecho.

Aylen miró de reojo la puerta entornada del piso al que habían pillado husmeando a medida que se adentraba en casa de los Queen. Supuso que ver desfilar a un variopinto grupo de personas en casa de uno de los miembros de la comunidad contrariaba a más de un vecino.

—Qué quiere de mí —pidió saber una vez acomodados.

—Necesito que encuentre a mi abuelo.

—¿A su abuelo?

—Sí. Desde que el asesinato de mi padre está en boca de todos... —Su voz titubeó a una fracción de perder los nervios—. He intentado contactar con él, pero todos mis esfuerzos han sido en vano. No le encuentro. Y temo...

—Teme que haya asesinado a su padre.

—Le odiaba, señor Queen.

—Conozco la antipatía que su abuelo cargaba contra su padre.

—¿Cómo...?

—Vino a verme.

—¿Vino aquí? —preguntó perpleja.

—Esperaba que liquidara a su padre en los tribunales hallando las pruebas que lo acusaran del asesinato de su hija.

—Él no mató a mi madre —replicó Aylen con firmeza.

—Lo sé. Pero su abuelo no pensaba igual. Y por su actitud, parecía dispuesto a hacer todo lo que estuviera en su mano.

—Por eso tengo miedo...

—Él no lo hizo, señorita Harden —le aseguró. El tono calmado y de innegable certeza desconcertó a la abogada, cuyos ojos se inundaron de lágrimas.

—¿Cómo lo sabe?

—Cuenta con una coartada a su favor: usted.

—¿Yo?

—Su nieta, a la que tanto adora. No podía hacerle pasar por la muerte de otro ser querido sabiendo lo mucho que había sufrido el fallecimiento de su madre. Temía que usted no pudiera afrontar una pérdida más. Y la detención de su abuelo como causante del crimen sería hurgar en la herida. 

—Mi abuelo siempre lo ha culpado de la muerte de mi madre. Hablé con él tantas veces intentando que entrara en razón. Le expliqué las pruebas, los hechos... Pero nada. Le odiaba...

—El odio ciega, es cierto —convino Ellery—. Y a lo mejor aquellos sentimientos estaban justificados, aunque se basaran en la imagen que su abuelo se había formado de su padre, ya negativa desde el principio. Pero no se preocupe por su culpabilidad. Si los policías hacen su trabajo, sin mucho problema lo absolverán de toda sospecha.

—Sí, bueno, los incompetentes de la Comisaría 6. No me haga usted reír. —Contempló al escritor manifestando su susceptibilidad. Había llevado demasiados casos contra policías de esa comisaría, y conocía la doble cara de muchos de sus altos mandos.

—De todas formas, sería preferible que hablara antes conmigo.

—Eso quiere decir que va a ayudarme.

—Necesito acabar con este asunto cuanto antes para que la idílica expectativa que me había formado sobre unas vacaciones se haga realidad. —Aquel comentario relajó la tensión en el rostro de Aylen, que esbozó una sonrisa escueta—. En efecto, la ayudaré.

—No sé cómo darle las gracias, después de todo... —Desvió los ojos hacia las manos sobre su regazo.

—Pruebe a hablarme de su madrastra —sugirió, acomodándose en el sillón.

Aylen dio un largo suspiro.

—Esa mujer es todo lo que una hija no quiere para su padre. Si casi tenemos la misma edad...

—¿No le cae bien?

—Nos llevamos, que es decir bastante. Aguantamos la presencia la una de la otra. Yo acepté la relación porque mi padre era feliz... Pero entienda que descubrir que tenía una amante no fue fácil de digerir. Estuve un tiempo sin poder hablar con él, rechazando todos sus intentos de acercamiento. Me buscaba día sí y día también rogando mi perdón. Y llegó un día en que mis fuerzas cedieron y tuve que dejarle entrar de nuevo en mi vida. Bueno, a ambos. De todas formas, ella siempre ha sido muy recatada conmigo. Un saludo es suficiente para nosotras.

—¿Y cómo tomó que se trasladara al que había sido su hogar?

—Mal, muy mal, si le soy sincera. —Apretó el bolso con el puño derecho, mostrando su frustración—. ¿Sabe qué es lo primero que hizo? Desalojar todo el armario de mi madre. Sin preguntarme si quería guardar algo para el recuerdo. Nada. Todo a la beneficencia.

—Muy poco delicado por su parte.

—No me diga. ¿Y las joyas? Las hizo vender todas. No quería usarlas de segunda mano, le escuché decir. Y el inocente de mi padre ni se opuso; le concedía hasta la más absurda de las proposiciones que salían por esa boca retocada. Todas las joyas que tiene ahora son regalos y más regalos de mi padre. Y alguna que otra autoservida. Menos mal que pude quedarme con la más especial.

La actitud de Aylen se serenó al instante. Acarició el bolso, como si dentro atesorara un incalculable presente. Ellery atendió aquel gesto un segundo, luego a ella.

—¿Lleva ahí el colgante de su madre?

—No me separo de él. Me lo entregó mi padre como disculpa cuando acepté su perdón.

Ante la vista del escritor, abrió el bolso y sacó el colgante de diamantes. 

—Es exacto al robado. 

Ellery se aproximó al collar, analizando con interés los detalles que había memorizado de las fotos.

—Es la copia. Mi padre lo mandó elaborar para que mi madre no llevara en todo momento los diamantes auténticos. Solo un buen ojo podría diferenciarlos. 

—¿Puedo?

Asintió y le tendió el collar. Ellery inspeccionó unos segundos los rasgos que difícilmente podían ser captados por una cámara y se lo devolvió a su dueña.

—Precioso, ¿verdad?

Corroboró su opinión. La maestría de crear dos colgantes idénticos le resultaba fascinante. Aunque se tratara, como Aylen había mencionado, de una copia, el parecido era asombroso.

—Acepto a mi madrastra, pero no nos entendemos, y tampoco deseo que eso ocurra. Y ahora que mi padre ha fallecido... —Se aclaró la garganta, que amenazaba por vencer al llanto—. Veremos cuáles eran sus deseos testamentarios.

—Le deseo suerte.

—Yo también se la deseo, señor Queen. He oído que Kelly ha montado un espectáculo en la comisaría con usted como centro de su circo.

—Sí... —Chasqueó la lengua—. Qué rápido se difunde la información últimamente.

—Con todos los trabajadores de mi padre allí presentes, qué esperaba.

—Soy consciente de ello. 

Sorteó la imagen de la abogada hacia el ventanal del salón, meditabundo.

—Está pensando en ir a verla, ¿no es cierto? —dilucidó la abogada.

—No tengo otra opción. He de hablar con esa mujer.

—Si lo hace porque le tacha de asesino —expresó, soportando el acuciante dolor que le provocaba el pronunciar esa realidad—, entonces inténtelo. Pero si lo que busca es información sobre el caso inconcluso de la muerte de mi madre, le pido por favor que lo olvide.

—¿Olvidarme de la demanda que puede seguir manteniendo contra mí? —arguyó despectivo.

—Mi padre ha muerto, señor Queen, y yo... yo no seguiré con la demanda, y menos a petición de esa mujer. Por ello le digo que no se preocupe. No quiero que se remueva ese asunto una vez más. Lo he llevado lo mejor que he podido, pero estoy cansada. Y que ahora se sume el asesinato de mi padre es demasiado, señor Queen. Entiéndame. 

Los labios titubeantes y el nervioso taconeo contra el suelo eran la manifestación no verbal de lo que Aylen le comunicaba; su padre acababa de ser asesinado y la constante cavilación sobre la imputabilidad de su abuelo menguaba su duro carácter. Como punto a favor de la abogada estaba que no lo viera a él como posible perpetrador del crimen. No como los policías de la Comisaría 6. 

—Pero Kelly puede contratar a otro abogado que la asesore.

—¿Y gastarse el dinero? —La abogada carcajeó, escéptica—. Créame, habla mucho, pero hace poco. Ha querido asustarle, eso es todo. No hará nada que le haga perder una cantidad ingente de dinero que puede malgastar en ropa y joyas.

Asintió sin mucho convencimiento. Prefería hacer creer a la abogada que empatizaba con ella si así dejaba de estar en su punto de mira. Su dignidad, gracias al difunto, continuaba igual de deslustrada, y eso lo agotaba y desilusionaba por igual. Los tabloides podían alegar que la demanda se anulaba por la muerte del demandante y no porque todo lo que se dictaminaba en ella resultara una fantasiosa elucubración. No iba a parar hasta que Nueva York se diera cuenta del error cometido por el empresario: Ellery Queen no era un plagiador. 

—Si está conforme, no tengo más que decirle. —Se levantó y posó la mano en el manillar de la puerta—. Y gracias de nuevo. Si tiene alguna nueva sobre mi abuelo, llame a mi despacho, por favor. Necesito encontrarle.

—Le digo lo mismo.

No vio marchar a la abogada; continuó en el sillón cavilando sobre el colgante que acababa de examinar. Era una copia espléndida. Solo unos pocos elegidos podrían percatarse, con ambos colgantes delante, de que uno de ellos era falso. Pero qué importaba la procedencia si prácticamente eran gemelas. 

—¿Las mujeres entran y salen de tu casa continuamente o ha sido solo una coincidencia?

Ellery se volvió hacia el origen de aquella exigente y conocida voz. En el resquicio de la puerta asomaba una ondulada cabellera pelirroja.

—¡Aurora! —profirió con un exceso de emoción, levantándose de un salto.

—La misma. —Se adentró en el salón cerrando la puerta—. ¿Quién era esa mujer? Oye... Si todas salen con esa cara de pesar de tu casa, no quiero saber qué haces con ellas.

Aurora observó la escandalosa sonrisa del hombre que había sido su mujer amigo. En su fortuito regreso a Nueva York había estado quebrándose la cabeza con la duda de si visitarle o esperar a que resolviera el problema de la demanda. No deseaba ser una molestia. Pero sin atender a motivos racionales, se había plantado delante de su puerta. Necesitaba estar segura de si el alto al fuego en Bar Harbor había sido real y no una farsa propiciada por la nostalgia del pasado. Necesitaba estar segura de si el dueño de la sonrisa que accionaba en ella emociones contradictorias no había olvidado la promesa que había jurado cumplir esa noche de estrellas en la costa.

—No seas mal pensada, Aurora. —Ella arqueó las cejas, cruzando los brazos sobre el pecho—. Es la hija de James Harden. Y su abogada.

—¡Vaya! Entonces, era una reunión de negocios.

—No del todo... Pedía mi ayuda. Su padre ha muerto.

—Espera, ¿James Harden no es quien te demandó? ¿Ha muerto? —En Aurora se mezcló la confusión con la excitación por la noticia. Se sentó en el borde del sofá sin apartar la mirada del escritor.

—En efecto. ¡Ey! —se percató—, ¿cómo sabes que James Harden es el demandante?

—Mi padre.

—Henry, claro —asintió; el juez se había ido de la lengua—. Pues su hija, Aylen, teme que su abuelo, que le tenía un odio profundo a su yerno, sea el culpable. No logra dar con él, por lo que ha pedido mi colaboración.

—Extraño...

—Dímelo a mí, que hace dos días pedía mi cabeza en rodajas servida en bandeja de plata sobre el lecho de un millón de dólares.

—Muy explícita la imagen.

Ellery se encogió de hombros. Rebuscó en el bolsillo la pitillera y se encendió otro cigarro, al que dio una profunda calada.

—¿Y quién crees que lo mató?

—Sé que el señor Boher no fue capaz de tal cosa. Tengo la sensación de que la muerte de Harden está relacionada con el descubrimiento del verdadero asesino de su esposa.

—¿Y qué pintas tú en toda esta historia?

—Soy el error de la ecuación. —Se encogió por segunda vez al tiempo que ladeaba los labios—. Error que le ha costado la vida, todo sea dicho.

—¿Y cuándo hizo tal hallazgo?

—La misma noche de su muerte. Supongo que por eso me llamó.

—¿Hablasteis antes de que muriera? —curioseó.

—Y hasta concertamos una reunión. Quería comentarme algo de mi novela que le había hecho recapacitar.

—Entiendo que tendría en mente retirar la demanda contra ti.

—Eso creo. Pero ahora...

—Su viuda no parará hasta sacarte el poco dinero que tengas.

—Ruego porque no le dé tiempo —confesó gravemente preocupado—. Según Aylen, la viuda ladra mucho, pero eso es todo. Sin embargo, no me fio... Iba a acercarme ahora mismo a su casa con el propósito de mantener una conversación sin una escena pública que consiga desacreditarme aún más.

—Tal y como te refieres a ella, no parece muy apetecible.

—Es toda una joya en bruto —atestiguó, mordaz.

Aurora rio. Ellery se aproximó a ella, interesado por su presencia en la ciudad.

—Por cierto, ¿qué haces aquí en lugar de en Bar Harbor escribiendo tu futura exitosa novela?

La respuesta apenas le importaba. Después de años sin que Aurora pisara su hogar, aquel acontecimiento le había alegrado la tarde. Asolado por la incertidumbre, los problemas y alguna que otra discusión, lograba hallar un remanso de tranquilidad pensando en el hechizo del pueblo costero que esta vez disfrutaría junto a Aurora, como de pequeños. 

Pero ahora estaba allí, y unas inexplicables ganas de abrazarla disipaban todo el malestar.

—He hecho un breve parón —declaró Aurora—. Recibí una llamada de mi jefe en la redacción para que repasara unas tiras antes de publicarlas. No podía decirle que no. Pero ya le he informado de mi decisión y en unos días vuelvo a Bar Harbor.

—¿Cómo llevas tu manuscrito?

Aurora anduvo hacia la ventana. Contempló la imagen de la ciudad antes de contestar.

—Estoy entusiasmada. Las palabras brotan como si siempre hubieran estado ahí, esperando a que me decidiera a escribirlas. La verdad es que me ha costado despegarme de la máquina de escribir... Necesito regresar lo antes posible.

—Estas hecha toda una escritora obsesiva —dijo con una sonrisa y un tono traviesos—. Te felicito. Pero ahora tengo que marcharme o se me hará tarde y la señora Harden me echará a los perros.

—¿Puedo acompañarte?

¿Acompañarle?, se repitió Ellery. Contempló a Aurora sin ocultar su sorpresa. La preciosa mujer que tenía delante esbozaba emoción en esos labios pintados con un suave carmín rosado. Como la pequeña y guerrera niña de siete años que conoció, le pedía ser partícipe de su plan. ¿Acaso podía negarse?

—¿Por qué no?

Aurora plasmó una sonrisa todavía más cautivadora y siguió los pasos del escritor, abandonando una casa albergada por las solitarias sombras del atardecer.

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