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Capítulo 1. Bar Harbor

Una profunda sensación de calma, a modo de débiles ráfagas eléctricas, se expandía por su cuerpo. Recostado sobre la arena, Ellery Queen descansaba con los ojos cerrados mientras la suave brisa secaba su piel mojada. Una leve sonrisa se le escapó al percibir el aroma que la mar traía consigo. Nadar era una de sus pasiones, sobre todo cuando podía practicarlo en aguas abiertas, y más aún si el lugar se encontraba totalmente desierto. Bien temprano, para evitar el colapso de veraneantes intrépidos que horas después atraería ese escondrijo entre rocas y pinos, se apresuró a seguir el bien conocido camino desde Bar Harbor, el pueblecito en el precioso condado de Maine donde se alojaba, hasta Sand Beach.

La pequeña playa, a la que se llegaba atravesando un profundo y espeso boscaje, la cercaban en sus extremos acantilados rocosos y pequeñas calas imposibles de acceder cuando el temporal encolerizaba. Algunos valientes habían intentado tal hazaña con predecibles y nefastas consecuencias. Sus cuerpos, arrastrados por las tumultuosas aguas, ni siquiera aparecían.

A diferencia de aquellos locos irreflexivos, tenía muy estudiado los lugares adecuados donde sumergirse para evitar incidentes inoportunos. Le apasionaba ese ritual que llevaba años practicando y que formaba parte de él, tanto, que a veces olvidaba la existencia de un mundo aparte cuando su alma le pedía un reseteo de mente y cuerpo.

Tiempo atrás, un viejo amigo de la familia, Henry Toldman, lo invitó junto a su padre a la casona que poseía en el pueblo costero y les mostró la maravillosa naturaleza que albergaba aquel trozo de tierra escondido. Quedó fascinado al instante, aunque conocía aquel enclave desde bien pequeño, cuando los dos viejos amigos compartían vacaciones junto a sus hijos.

Años más tarde, cuando empezó a separar los viajes de los del viejo inspector, siempre sacaba algún que otro fin de semana al año para descansar en el solitario pueblecito y nadar a través de sus extraordinarias playas. Y la de Sand Beach era una de sus favoritas. No solo por la dificultad en su acceso, pues la única carretera que conducía al lugar se hallaba en condiciones un tanto desastrosas, sino por la escasa atención que recibía; la gente prefería la playa de la ciudad o la que rodeaba el puerto, constantemente abarrotadas de turistas. Gracias a una de las largas caminatas con Henry fue como descubrió Sand Beach, y se convirtió, sin lugar a dudas, en su rincón favorito de Bar Harbor.

Una hora se tardaba en llegar, pero la ruta era digna de admirar. Junto a Henry y su padre, emprendían el camino hacia la playa a las cinco de la mañana. Aprovechaban el silencio y la soledad que les ofrecía la madrugada nadando y tomando el sol, y regresaban cuando el mundo comenzaba a despertar.

Y allí mismo se encontraba ahora. Hacía tiempo que había escogido ese fin de semana de julio para tomarse un descanso tras los extenuantes meses atareado con su última novela. Noches largas sin dormir y comidas olvidadas encima de la mesa de la cocina habían acabado dejándole terriblemente agotado. Pero feliz, a pesar de todo. Informó al viejo Richard de que no atendería llamadas durante esos tres días, pues dejaría el teléfono desconectado, y pidió el favor a Henry de apalancarse en su casa de la costa. El juez aceptó sin remilgos entregándole la llave y deseándole unas buenas vacaciones.

No tardó en dejar atrás las colapsadas calles de Nueva York, ni se acordó de contemplar una vez más a aquella ciudad que se despedía de él con el ruidoso tráfico matutino.

El viaje hasta Maine ocupaba alrededor de siete horas de travesía, pero el tiempo parecía correr una vez alejado de aquella atmósfera contaminada, y, enfrascado en sus pensamientos al volante del duesenberg, olvidó el pasar de las horas. Al cruzar el puente Trenton, único punto de acceso en coche si no se cogía el ferry, se había aficionado a hacer una parada en el Trenton Bridge Lobster, un restaurante que se enorgullecía de poseer las langostas más frescas de Maine. Con el estómago lleno de deliciosos crustáceos, continuaba el trayecto hacia el pueblecito, apenas a veinte minutos del restaurante.

Inspiró profundamente, colmando sus pulmones del aire fresco con fragancia a pino y agua salada. Notaba los músculos destensarse, cansados después de haber trabajado duramente en la travesía desde la orilla hasta el diminuto islote rocoso conocido como Old Soaker. Mientras surcaba las frías aguas del atlántico, había podido contemplar la salida del sol y la magnánima mezcla de naranjas y violetas que, como un espectáculo privado, exhibía el galicinio a los fascinados madrugadores.

*

Un leve soplo le erizó la piel de los brazos. Tan relajado estaba que, sin darse cuenta, el sueño lo había envuelto entre sus ligeros y apacibles brazos en cuestión de minutos. Entreabrió los párpados y contempló al sol brillar con fuerza sobre él, señal de que era hora de emprender el camino de vuelta al pueblo. Se puso los pantalones capri y la camisa color hueso que utilizaba para la playa y se revolvió el cabello en un intento de adecuar unos revoltosos mechones castaños. Cuando nadaba en solitario no acostumbraba a usar bañador, prefería notar el agua acariciando su desnudez, los rayos del sol bronceando cada partícula de piel. Con la toalla sobre el hombro, marchó por el sendero que penetraba en el bosque.

Las casas que constituían Bar Harbor, todas de madera y de diferentes colores, siempre le llamaban la atención. Adoraba el ambiente rural y costero que envolvía el lugar. Tanto podías estar, en dos minutos, nadando por sus aguas, como realizando una dura caminata a través de recónditos senderos o los bordes de un acantilado. Esa mezcolanza lo hacía rebosar de vida propia. Los que conocían aquel pueblecito podían contarse con los dedos de la mano, si no era por puro azar o de oídas en alguna conversación, y aquella era una de sus mejores cualidades. Pocos turistas asolaban las costas en verano o, al menos, eso señalaban orgullosamente los residentes de Bar Harbor. Eran conscientes de la necesidad de viajeros que aportaran dinero al pueblo, pero odiaban que se hicieran con el lugar como si fueran autóctonos de allí.

A pesar de la actitud defensiva de los lugareños, de la que también Ellery fue víctima espontánea, acabó haciendo amistad con algunos trabajadores del puerto. La sosegada actitud del escritor había ganado la batalla a la desconfianza de los habitantes de Bar Harbor, que finalmente terminaron acogiéndolo con una sonrisa cada vez que volvía de visita. Las invitaciones a dar una vuelta en barco no le faltaban, y él aceptaba encantado. Ni siquiera conocían su faceta de escritor hasta que su padre, en una de las tabernas más concurridas del pueblo y bajo el efecto de varias cervezas, relató las hazañas detectivescas de su querido hijo novelista. Desde ese momento, en cualquier recoveco del pueblo podía observarse a algún que otro vecino leyendo curioso las novelas del joven Queen durante los descansos de la laboriosa faena marítima. Y ya que contaban con una celebridad entre ellos, aprovechaban cualquier oportunidad para pedirle que les firmara sus ejemplares.

No obstante, peso al gentil y dichoso recibimiento, lo que más impactó al escritor fue el hallazgo que hizo tiempo después en uno de los fines de semana que se dejó caer por la taberna. Con ojos emocionados comprobó que, en la pared de la mesa que solía ocupar, una pequeña tabla de madera colgaba con sus iniciales grabadas y el título:

"Aquí veranea el célebre escritor de misterio Ellery Queen".

Con las piernas cansadas por el trayecto de ida y vuelta a la playa y la intensa sesión de natación, llegó al final del camino, donde el bosque desaparecía y surgía el pequeño puerto del pueblo. Devolvió el saludo alegremente a los marineros que vociferaron su nombre desde los barcos y continuó hasta la casa de Henry, unas cuantas calles más abajo. Por suerte, el adosado del juez se encontraba algo separado del resto de casas, lo que le permitía disfrutar de algo más de intimidad.

En la escalinata de madera blanca, cogió la llave que guardaban en una de las macetas colgantes que adornaban el porche y abrió la puerta. Le encantaba aquella casa; la primera de las dos plantas contenía una modesta cocina, una habitación para invitados, una pequeña lavandería y el salón, zona más importante. En el lateral del comedor había situada una gran mesa de madera de olivo rodeada por unas sillas a juego que Henry había conseguido en una subasta a buen precio. En el centro de la estancia, un gran sofá azul marino y dos sillones acompañaban a una mesa bajera frente a la chimenea de pizarra que el propio juez ayudó a construir.

Lo mejor del salón lo constituía la doble puerta de madera acristalada que daba paso al porche y jardín traseros y que exhibía unas impresionantes vistas del océano. Allí habían colocado una pequeña mesa de té donde disfrutar del espectáculo de colores mientras saboreaban un cigarrillo o una buena taza de café. Los inclinados escalones del porche, que en más de una ocasión habían causado leves accidentes, conducían al pequeño jardín. En una de sus esquinas, Henry les hizo partícipe de un estrecho sendero oculto tras los matorrales que conectaba con una desértica y rocosa cala. Una visión inigualable al anochecer con las estrellas como única fuente de luz.

Subió la escalera de caracol hacia el segundo piso, provisto con dos dormitorios y el baño de la casa. Se había instalado en la habitación cuyo balcón le permitía seguir deleitándose con las vistas de la costa. Toalla en mano, se encaminó hacia el baño, en el otro extremo de la planta. Con los párpados casi cerrados del cansancio y envuelto entre pensamientos, agarró el pomo y abrió la puerta, pero algo extraño en el ambiente le hizo detenerse a la entrada. Confuso, escudriñó la estancia para discriminar el origen de tal sensación. La atmósfera del baño la impregnaba un cálido vapor que apenas le permitía ver algo.

<<¿Qué ocurre aquí?>>, se preguntó extrañado y algo aletargado.

Del interior, entrevió una figura emergiendo de la neblina. Dispuesto a dar respuesta a las inquietantes preguntas que su mente ya había formulado, se acercó un poco más a aquella borrosa presencia que usurpaba la habitación.

Cuando no le quedaban más que unos centímetros para desvelar el misterio, se detuvo con una expresión en el rostro tan sorpresiva como tentadora. El precioso cuerpo desnudo de una mujer comenzó a entreverse en el caluroso vaho, que se disipaba rápidamente a través de la puerta abierta. Vislumbró el redondeado y sugerente contorno del pecho, y no pudo contener el impulso de recorrer el camino hacia el vientre, casi oculto por el menguante velo de vapor.

El intenso esmeralda de la mujer se topó con los ojos del escritor al alzar la cabeza. Sostuvieron un perplejo silencio hasta que los gruesos labios de la desconocida se abrieron en un alarido de desconcierto y se encorvó sobre sí, procurando cubrir las zonas de su cuerpo que no deseaba que Ellery contemplara. 

Con una sonrisa imposible de borrar enfrentó el rostro iracundo de la mujer. La mirada fulminante que recibió fue suficiente para reconocerla. Una muchacha de rojizo cabello mojado arremetía contra él unos ojos ardientes de furia. Cómo olvidarla, si procedía de la mujer más hermosa que había conocido: Aurora Toldman, hija de Henry y antigua amiga de la infancia.

Ellery dio un paso atrás con las manos en alto en muestra de son de paz. Comenzó a pronunciar una disculpa, pero Aurora ahogó sus palabras con otro grito.

—¡Largo de aquí, Queen! —exclamó.

—Perdona, yo...

—¡Largo! —Aurora cogió la toalla que colgaba de la pared y la lanzó contra él.

La interceptó antes de que se estrellara contra su cara y saltó fuera del baño. Al cerrar la puerta de un golpe, se apoyó contra la madera con la respiración agitada. ¿Qué hacía Aurora allí?, se preguntó, perplejo. 

Dirigió la vista hacia la toalla que se había llevado consigo. Se le escapó una risa. Segundos después, unos leves golpecitos sonaban en la puerta. Haciéndose de rogar, se incorporó lentamente.

—La toalla, Queen.

—Como quieras —respondió con tono de mofa. Acercó la toalla a la rendija de la puerta y la situó sobre la mano de Aurora, que la asió con fuerza y se encerró en el baño con un segundo portazo—. De nada.

Ellery regresó a su habitación sin perder la sonrisa. Recostado en la cama con los brazos tras la nuca, se quedó dormido pensando en las posibles razones que habían traído de vuelta a la pelirroja a Bar Harbor.

*

—Qué bien huele —comentó al entrar en el salón.

Aurora, sentada frente a un apetitoso plato y una copa de vino, arqueó las cejas al verle. Sin embargo, como si no hubiera presenciado más que el simple sonido del viento, tomó su copa y dio un sorbo, reanudando el almuerzo como si Ellery no estuviera allí.

—Vaya modales tiene Aurora Toldman —enunció el escritor, sentándose dos sillas lejos de la mujer—. ¿Al menos hay para uno más?

—Búscate la vida, Queen —respondió dejando el vaso sobre la mesa con fuerza.

—Creo recordar que yo llené la nevera, así que te estás comiendo mi comida —recalcó—. Me debes una cena.

—¿Qué haces aquí, Ellery? —Aurora no ocultó el fastidio que le producía su presencia. Desechó el tenedor en el plato y se cruzó de brazos.

La miró frunciendo el ceño, pero con una sonrisa de disfrute en los labios.

—¿No te comentó Henry que le pedí las llaves para descansar este fin de semana en Bar Harbor?

—No he hablado con mi padre —reconoció—. Quería pasar un tiempo sola. Tengo mis propias llaves, es mi casa también.

—Siento que tus planes se hayan ido al traste.

—¿Cómo que se han ido al traste?

—Yo también estoy aquí, como tú, y tampoco pienso marcharme, al igual que tú. Intentaré pasar desapercibido... Aunque sé que para ti será complicado.

—Sé que no he sido muy amable contigo... —comenzó Aurora con voz lastimera, encubriendo malamente su animadversión—, pero podrías hacerme ese pequeño favor. Solo por esta vez.

—Lo siento, Aurora, pero necesito este fin de semana tanto como tú. Para mí no eres ningún problema. Es más, no me importaría compartir contigo la casa, la comida y alguna que otra actividad, siempre que quieras. —Ladeó una mueca con la intención de provocarle.

—Pero... —Apretó los puños encima de la mesa. 

—Lo siento —redundó—, tendrás que hacerte a la idea.

*

Saboreó la esencia frutal del vino que se acoplaba a sus papilas. Acomodado en el porche interior, Ellery reposaba la contundente comida que había degustado mientras contemplaba los diminutos barcos costeros en el horizonte. Había preparado un plato que su amigo Izir le enseñó en uno de sus viajes a Marruecos: cous-cous con verduras. Únicamente había fallado en la carne. Pero lo que no podía faltar, y que siempre compraba en una tienda de confianza de Nueva York, eran las especias, toque principal del plato: una cucharadita de ras el hanout. Recordaba la primera vez que lo probó.

Había decidido el destino por puro azar; el avión que realmente debía coger había sido cancelado y el único que salía a tiempo iba directo a Marruecos. Sin pensárselo mucho, compró el billete y se embarcó en un viaje de incertidumbre, dudas y posibilidades. En uno de los extensos y masificados bazares fue donde conoció a Izir. Interesado en los libros de una vieja tienda, el joven marroquí se ofreció a llevarle a una de sus librerías preferidas. Ellery, aunque con un poco de desconfianza, aceptó la invitación. Y no fue para menos. La librería era toda una antigüedad en sí misma. Agradecido por la ayuda del joven, quiso pagarle por sus servicios como guía literario, pero este reclinó la oferta y lo acompañó al hostal donde había alquilado una habitación. Luego se ofreció a enseñarle la ciudad. 

Unos días después, Izir le invitó a disfrutar de una cena en su hogar. Conoció a su esposa, Kahina, una mujer de cabello largo trenzado y preciosos ojos verdes, y a sus dos hijos, Anir y Asfru, dos diablillos que no paraban de perseguir al escritor entre risas. En su modesta casa, Izir preparó un maravilloso plato de cous-cous para su nuevo amigo. Cuando se llevó el tenedor a la boca, recordó haber cerrado los ojos al degustar cada uno de los ingredientes. Un festín para su paladar que jamás olvidaría. Sonrió a la familia mientras asentía una y otra vez, dando por aprobado el plato. Los niños rieron felices e Izir le dio una palmada en el hombro, introduciéndolo como uno más en el seno de su hogar. Desde aquel momento, comenzó una amistad entre los dos hombres que todavía mantenían a través de largas correspondencias.

Cuando en unas de las cartas le pidió la receta, Izir le indicó la dirección de la tienda en Nueva York donde encontrar todos los ingredientes necesarios. Ese mismo día preparó el plato para su padre. Rememoraba con diversión el rostro suspicaz del viejo Richard al encontrarlo preparando la receta, a pesar de que después engullera dos contundentes platos.

Unos pasos tras él le hicieron volver a la realidad. Aurora cruzaba el porche y se apoyaba en la valla de madera blanca.

—Olía muy bien... —murmuró mirando el tranquilo oleaje.

—Gracias, cuando seas más amable conmigo te haré un plato especialmente para ti. —Ella giró la cabeza con un ligero gesto encolerizado—. Era una broma —se retractó.

En un leve suspiro, Aurora tomó asiento en la silla contigua. Cogió la botella de vino y miró al escritor.

—¿Puedo?

—Toda tuya.

Llenó una copa y bebió un trago. Se recostó, descansó la cabeza en el peinazo superior de la silla y contempló el paisaje junto a Ellery.

—Siempre me ha gustado este lugar —comentó en un tono de voz suavizado—. Me llena de vida, me renueva.

—A mí me ocurre igual. Es... diferente.

—A veces unos días lejos de la ciudad son necesarios.

—Más que necesarios, obligatorios —sentenció él, y ambos sonrieron y chocaron las copas.

Aquel brindis espontáneo, como si nada mediara entre ellos, alteró ligeramente a Aurora. Le costaba no dejarse llevar por la desenfadada actitud de Ellery, y hacía tantísimo tiempo que no se veían que había olvidado lo atrayente de su forma de ser. Se sintió estúpida; ¿tan fácil podía olvidar lo que provocó que se distanciaran? ¿Tan simple era dejar a un lado el resentimiento?

No volvieron a intercambiar palabras, envueltos en el manso sonido de las olas contra el rompiente. Minutos después, Aurora se desperezó y se levantó. Ellery la miró de reojo.

—Creo que empezaré con las labores de jardinería que me prometí este fin de semana —comentó mientras bajaba los blancos escalones de madera.

Como en un espectáculo privado, Ellery la contempló en silencio; con unos guantes y una podadora que había cogido del estrecho armarito junto a la pared de la casa, la pelirroja quitaba las hojas mustias de los rosales que cercaban el jardín. Por la expresión que percibió en su rostro, serio y meditabundo, parecía envuelta en una contienda mental.

Prefirió dejarla sola y que su presencia allí no entorpeciera su momento de soledad. Demasiado bien habían estado hacía un rato como para fastidiarlo con una absurda despedida a la que Aurora respondería con un mohín de desagrado. Con el libro de Poe bajo el brazo y las manos en los bolsillos, puso rumbo al puerto.

Llegó cuando el sol ya no desprendía sus intensos rayos y la suave brisa refrescaba el ambiente. Se apropió de uno de los bancos alejado del gentío que permitía una amplia vista del paseo marítimo. Abrió el libro por el marcapáginas y se enfrascó en una oscura y apasionante lectura. No pudo evitar que, de tanto en cuando, una furiosa pelirroja abarcara sus pensamientos.

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