Silencio
Nada.
Solo exclamaciones silenciosas de mi garganta ansiando perfilar palabras.
Atenea sonreía gustosa frente a mi vano intento por soltar vocabulario aún sosteniendo la bella perla oscura en la palma de su mano.
—Todo tiene su precio, joven mortal. Y enfrentarte a la mítica bestia marina y salir vivo es un precio muy alto. No podía conformar con solo una rara perla negra. Pero como te dí mi palabra, te diré como vencer al monstruo.
Verla me daba furia y otra vez ese sentimiento de ser solo la marioneta de los poderosos me invadía.
Atenea se agachó hacía el suelo arenoso de la pequeña cueva y tomó un puñado de sedimentos con sus manos. Le susurró algo que yo no pude entender y luego sopló, dejando que la arenilla se elevara en una especie de pequeño torbellino dorado que se dirigió hacía mí.
Tuve miedo de ello. Aunque sabía que aunque Atenea podía ser astuta, ella siempre cumplía su palabra.
La arenilla se arremolinó cerca de mí y se introdujo en mi oído causándome una breve molestia.
Unos instantes después, la respuesta al engima llegó a mi cabeza.
No solo eso. Mucho conocimiento me refrescó la mente como el océano a la orilla de la playa. Alguna vez mi padre me dijo que si colocabas una caracola en tu oído podrías escuchar las olas del mar pero jamás me imaginar poder escuchar los secretos del universo en mi cabeza. Atenea me los estaba diciendo con su mente. Ella solo contemplaba mi asombro mientras apretaba la bella perla en un puño.
—Sé que te servirá esto. Eres una pieza importante ahora —me dijo acercándose a mí y sonriéndome—. Te he cumplido el deseo. Ahora vete y cambia el destino.
Quería agradecerle por su ayuda pero nada escapó de mis labios.
La diosa desapareció en un chasquido de dedos. Aún así, oí su voz retumbar en mi cabeza:
—No hay de qué, Akila.
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