Capítulo 8. Propuesta de matrimonio
No tuve idea de a dónde me llevaba. El auto iba a una velocidad lenta para cuidarnos de los pedazos de granizo. Mis ojos habían sido vendados de nuevo y traté de controlar mi ansiedad para no pensar en las miles de posibilidades que Ronald creó para darme una sorpresa.
— ¿Falta mucho? —me noté desesperada.
Escuché una suave risita burlona y después una de sus manos apretó parte de mi pierna.
—Estamos llegando, solo un poco más, princesa.
Resoplé y empecé a mover mis pies con impaciencia. El auto se detuvo al paso de unos cinco minutos y luché con mi lado ansioso para no arrancarme la venda que me bloqueaba la vista.
—Bajaré para ayudarte, espera.
—De acuerdo.
Segundos después la puerta de mi lado se abrió y Ronald me sujetó para ayudarme a bajar.
—El terreno es plano, así que caminaremos un poco.
—Ronald ya no puedo más —chillé como intento de súplica.
—Hazme feliz aguantando unos diez segundos más.
—Bien.
Era un trato justo. Caminé junto a él con toda la confianza del mundo hasta que por fin nos detuvimos. Lo percibí frente a mí por su aliento que golpeaba mi rostro.
— ¿Puedo quitarme la venda?
—Aurora... —su tono fue serio e inquietante—. Por más cosas que nos han separado, hemos vuelto. Tardamos en encontrarnos y ambos sabemos que estamos hechos el uno para el otro... yo te amo, y sabía que serías solo mía desde el momento en que vi esa foto tuya en el expediente. Quiero hacer mi vida contigo.
La venda cayó, el frío acarició mi rostro y abrí mis ojos. Ronald permanecía muy cerca de mí y por lo que mi vista lateral me permitía ver, el lugar era abierto y con algunas casas alrededor, un suburbio, una de las áreas residenciales más lujosas de todo Baltimore.
Y enfrente de nosotros observé una casa de dos pisos con muros blancos combinados con otros de ladrillos rojos y techo de teja de dos aguas. Césped verde y bien cuidado, ventanales alargados y una entrada grande y elegante.
Ronald depositó en mi mano un pequeño objeto de metal. Ahogué un grito.
—Es la llave que abre nuestra casa.
Por un momento creí que iba a desmayarme de la impresión. Lo que mi mente había imaginado como sorpresa era una cena romántica o algo en su departamento; pero sin duda ninguna se acercaba a que Ronald me entregaba la llave de—lo que marcó—nuestra casa.
No tenía palabras, quedé muda.
—La tenía desde hace poco pero lo que pasó hoy con Gregory colmó mi paciencia. Ya no quiero seguir ocultándome para hacerte lo que quiero, y para resolver eso es vivir juntos.
—Vivir juntos... —repetí deslumbrada.
Ronald enarcó una ceja.
—Si no es suficiente la propuesta de vivir juntos, me preparé para el plan b.
De un bolsillo de su cazadora sacó esa pequeña y exquisita joya que brillaba por el diamante incrustado como objeto principal.
—Casémonos, Aurora. Conviértete en mi esposa.
Parpadeé atónita, escucharlo pronunciar esas palabras prohibidas para él me era irreal. Sonreí.
—Te habías arrodillado la última vez —señalé fingiendo indignación.
Ronald contorsionó su rostro de la sorpresa que se rió mientras me fulminaba con la mirada.
—La última vez nos interrumpieron por perder tiempo arrodillarme —replicó en un tono juguetón al tiempo que colocaba una rodilla en el suelo—. Pero sabes que me encanta complacerte. Aurora Blake... —sonrió nervioso, creándome una perforación en el corazón de la ternura—, ¿Aceptarías convertirte en mi esposa?
Me lo propuso ¡Me lo propuso! Ronald West me propuso matrimonio. Solo en algunas ocasiones habíamos hablado de este momento pero jamás lo vi cercano.
Mis lágrimas salieron sin permiso, apenas podía creer que esto estuviera pasando.
—Por Dios, no me tortures. No es buena señal que tardes tanto en darme el sí.
Estallé de risa.
—Estás muy seguro de que te diré sí.
—Pues tienes prohibido decirme no.
Me lancé a sus brazos feliz y disfrutando de este maravilloso momento juntos.
—Claro que sí, sí quiero ser tu esposa. Te amo, Ronald.
Su tensión desapareció.
—Joder, te amo tanto.
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Ronald andaba tan emocionado por enseñarme la casa. Al entrar descubrí el lugar vacío; un piso completo de caoba y techos grandes. Era espaciosa y daba el aire de que sería un hogar algún día.
El hogar que él y yo formaríamos. Me sentía toda ilusión.
—No hay nada todavía porque quiero que todo sea a tu gusto. Puedes ir viendo las cosas que te gusten y decorar nuestra casa como tú lo prefieras.
Tardé en procesar sus palabras: decorar nuestra casa.
—Tiene cuatro habitaciones, cinco baños, la cocina está por acá. Me aseguré de que hubiera un espacio para todos tus libros y para cuando quieras leer, mi gimnasio estará en el sótano, la cochera es para dos autos, tenemos un patio grande y una terraza amplia...
Seguía sin creérmelo. Miraba y tocaba todo a mi alrededor para asegurarme de no estar soñando. Se sentía muy real.
Ronald llegó a mí.
—Nuestra habitación es lo mejor de todo, es la más grande y su baño tiene regadera y tina.
—Nuestra habitación.
—Sí, me moría por enseñarte esto. No estamos viviendo el mejor momento por la situación con Dagger —tomó mis manos y las besó con ternura—, pero todo esto nos espera después de deshacernos del bastardo.
Por un momento me parecía una utopía vivir sin bestias acechándome. La expresión de Ronald era extraña, son raras las ocasiones en las que él se mostraba vulnerable o nervioso. No sé si yo era la única que veía esa parte de él, su fragilidad y su conexión con sus emociones más apasiónales y profundas.
— ¿Te gusta?
Su pregunta fue en un tono temeroso, como si fuera a darle la peor negativa. A estas alturas me sorprendía que dudara de sus habilidades para dejarme sin palabras y emocionarme hasta hacerme llegar más allá de la estratosfera.
Acaricié sus mejillas con mis dos manos y como de costumbre cerró sus ojos, aspirando mi aroma para después mirarme con ese mar en calma que sus ojos poseían. Mi mar personal.
—Es perfecta, Ronald. La amo.
Su blanca dentadura se asomó entre sus labios y me robó un beso fugaz.
—Esto... no lo puedo creer —seguía escéptica y sin dejar de mirar cada pared.
—Empieza a creerlo por que si vas a casarte y formar una vida con alguien será conmigo, he dicho.
Rodeé su cuello con mis brazos y él me recibió.
—Vamos para que veas el resto de la casa —me instó.
Subimos por unas escaleras rectas, había un descanso para girar a la derecha y subir unos diez escalones más. La segunda planta formaba un círculo, con las puertas negras que, imaginé, eran las habitaciones.
Abrí una puerta y entré, era una habitación de tamaño normal—vacía—pero algo me decía que no era nuestra habitación.
Por un instante pensé en un pequeño de cabello negro y ojos azules corriendo por este espacio. Si esta casa tenía cuatro habitaciones no era por mera casualidad.
Suspiré largamente y de pronto unos brazos sólidos me cubrieron desde atrás.
—Puerta equivocada. Nuestra habitación está al otro lado del pasillo.
— ¿Y las demás habitaciones para qué? —quise tantear las aguas un poco.
—Visitas —zanjó rápido.
Chité como él lo hacía cuando algo le parecía absurdo.
—Hasta tú sabes que lo que menos quieres aquí son visitas, Ronald West.
Mi protector puso los ojos en blanco y ese solo gesto de fastidio lo hacía lucir más atractivo. Ninguna mueca en él era desagradable.
—Bien, me atrapaste —arrugó la nariz—, serán las habitaciones de nuestro personal de limpieza.
Giró y cruzó la puerta casi corriendo.
Lo perseguí por el pasillo de medio círculo hasta entrar a otra habitación. Por su aspecto, sin lugar a dudas se trataba de la nuestra.
Encontré a Ronald recargado en una de las paredes con una mirada seria, calculadora, peligrosamente seductora. Sus brazos cubrían su pecho por estar cruzados y sus ojos se mantenían clavados en mí como depredador natural.
—Supongo que si quieres que seamos más de dos, tendremos que practicar sin protección.
— ¿Tu idea de tener hijos ya no está bloqueada?
Frunció sus labios mientras desviaba la mirada a otro lado de la habitación.
—No sé si bloqueada es la palabra correcta. Pero... —me miró con un destello preocupante—, no tuve un buen ejemplo para querer convertirme en papá.
De repente me sentí mal por mencionar el tema de los hijos.
—Bueno —caminé a él a paso lento—, yo tampoco tuve a mi mamá, aunque nuestras situaciones familiares son muy diferente, creo que si ambos estuviéramos de acuerdo...
—Seré claro, Aurora. Tratándose de ti, lo quiero todo. De eso no hay duda.
Me ardían las mejillas. Siempre sabía que palabras decir en el momento oportuno.
— ¿Incluyendo futuros bebés?
Volvió a poner los ojos en blanco y me dedicó una media sonrisa.
—Incluyendo futuros bebés —concordó.
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De regreso a mi casa Ronald me acompañó, subimos las escaleras tomados de las manos y nos escabullimos a mi habitación, asegurándome que tuviera candado. Mi novio se quitó la cazadora y la lanzo con éxito al respaldo de mi sillón de lectura.
—Quien diría que una de mis muchas habilidades es romper reglas, se me da muy bien —señaló al tiempo que me dedicaba una dulce y perversa sonrisa.
—Tendrás que irte antes de que amanezca, y eso es en... —miré el reloj—, cuatro horas.
—He durado sin dormir más de cuarenta y ocho horas, así que puedes estar tranquila.
—Tú, pero yo me pongo de malas si no duermo.
Empecé a desvestirme sin importar la penetrante mirada de Ronald observando cada uno de mis movimientos.
—Dormirás conmigo, el mal humor no existe.
Ronald era el señor del mal humor en muchas ocasiones, e irónicamente estando con él nunca me sentía en ese estado.
—Ven —estiró el brazo para que yo lo agarrara—. Quiero aprovechar esas cuatro horas contigo. Durmiendo —aclaró en un tono juguetón.
—Te lo advierto —alcancé su mano y tiró de mí hasta que me estrelló en su pecho.
—Tus advertencias no me dan miedo —susurró muy cerca de mi boca—, prometo no tocarte a menos de que tú me toques primero.
Era una jugada sucia.
—Vamos a dormir —sentencié.
Ronald dio tres pasos hacia atrás, alcanzó las orillas de su sudadera negra y la subió por su dorso, por su cabeza, hasta deshacerse de ella. Su cuerpo muscular era una llamada a los instintos más primitivos de la lujuria. Aun estando a oscuras cada musculo resaltaba, las cicatrices de sus batallas con bestias lo hacía lucir varonil y sexi. Tenía la reencarnación del placer en mi habitación.
Alzó la cabeza con una mirada que reflejaba seguridad y orgullo de lo que provocaba visualmente. Emanaba sexo y era difícil no sentir ese cosquilleo en la entrepierna. Sin hacer nada lo hacía todo.
—Hay que dormir —susurró.
Tragué fuerte, insegura por no saber sin mantendría mis manos quietas.
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Al salir de mi baño con una bata de dormir puesta admiré descaradamente el torso marcado de Ronald, sus pectorales, sus brazos que agrandaban sus músculos que reposaban detrás de su cabeza. ¡Por todos los libros que poseo! El pecado descansaba en mi cama.
Llegué a su lado y me acurruqué en sus brazos, su aroma a menta y madera llenaron mis fosas nasales y su piel cálida me hizo entrar en calor muy pronto. Cubrió mi espalda con mi manta y al escuchar un suspiro profundo me besó la frente con una presión significativa.
— ¿Quién tocó a quién?
Su garganta vibraba por su voz ronca.
—Ambos al mismo tiempo —respondí.
— ¿Tienes sueño?
—Tal vez no.
— ¿Qué significa eso?
Levanté mi vista para encontrarme con la suya. Su mano ya estaba sobre mi trasero, presionó y yo dejé escapar un leve gemido como respuesta a lo que deseaba.
—Significa... que te aprovecharé lo que resta de la noche.
Subí a su regazo y tan pronto como lo hice bajé los tirantes de mi vestido para exponer mi pecho. Los ojos de Ronald descendieron y al sentirlo reaccionar a mí me hizo creer que tenía todo el control.
Me atrajo a él, a milímetros de estampar nuestros labios.
—Te haré el amor por última vez en esta habitación. La próxima —sus labios tocaron con suavidad los míos—. Será en nuestra casa.
—Hecho.
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