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3. La Llorona [Hasgard]


¿Cuánto tiempo hacía que Hasgard, aquél que tomó el nombre de Aldebarán y el manto sagrado de Tauro, falleciera en aquella batalla en los campos de entrenamiento del Santuario?

¿Cuánto hacía que ofrendó su vida por Tenma, pereciendo contra Cube de Duhallan, tras abatir a Wimber de Murciélago?

Para Hasgard, milenios...

Para el Santuario y sus habitantes, ¿días, meses, años?

El que antes fuera honrado como Santo de Tauro, sentía cada minúsculo fragmento de hielo adherido a su piel, bajando su temperatura hasta el punto de congelación, tan parecido a cuando entrenaba con el Santo de Acuario, pero en contraste a las sensaciones que dejaba la técnica del caballero de gafas y talante sereno, este frío sabía distinto.

Se paladeaba amargo cual hiel, desesperanzador y melancólico.

Hundido en la oscuridad de aquella prisión en la que le confinó el dios del Inframundo, Hasgard se sumía en una vorágine de angustia y tristeza perenne, incrementada por este frío agresivo y violento.

Seguía inmerso en el ciclo sin fin de agonía y entumecimiento, aunado al permanecer separado de los seres que amaba: de sus pupilos, de sus compañeros, del Patriarca, de la mismísima Athena, de sus niños huérfanos...

Y en los últimos estaba contemplado Tenma, el aprendiz de Dohko, el que fuera digno de la armadura de Pegaso. ¿Por qué tenía que ser diferente?

¡Por algo Hasgard dio la vida por él!

Para el antiguo santo de Tauro, Tenma era otro niño más a quien proteger, a quien amar y valorar, en el mismo escalafón que tenía aquél hombre que le robó el corazón y le hizo conocer el amor hacia una pareja.

Aquél atractivo ser que con una mirada hacía flaquear la voluntad del toro y que nunca tuvo la oportunidad de probar el roce de su piel o de sus besos, estancándose en el lugar de la insípida amistad...

Amores que se desvanecían en el horrible frío de esta prisión inhumana, personalizada y creada en específico para que Hasgard padeciera un tormento eterno; con el único fin de que pagara con creces su hybris, el delito más castigado en el Olimpo que en el Santo de Tauro se configuraba debido a que tuvo la soberbia de atreverse a dañar a Hades, el gran señor del Inframundo.

Hasgard, que fue un hombre que pugnó por la justicia y el hacer el bien sin mirar a quién, era brutalmente atacado en un estado de completa indefensión.

¿Por qué era castigado así, en la completa soledad?

¿Por qué era tan mancillado, vapuleado y destrozado cuando su alma era pura?

¿Alguna vez, estando vivo, pensó en lo importante que era sentir el calor de otra persona que pudiera paliar esta sensación de congelamiento y dolor que ahora sufría?

¿Alguna vez, estando vivo, imaginó la locura que podría desatarse en su mente de ansiar tanto hablar con otro y que le fuera negado?

¿De oler, de mirar, de percibir a otro?

Hasgard nunca se dio la oportunidad de meditar estos pequeños detalles y valorarlos al máximo. Ahora que vivía el alejamiento y el abandono, era insoportable.

En el afán de hacerle más daño, el viento inclemente y helado golpeó su rostro en este ir y venir sin fin, en esta prisión inhumana, en el desamparo absoluto, con su cabeza sobresaliendo en este enorme montículo de tierra cubierta de nieve y escarcha, con su enorme cuerpo siendo flagelado por enormes gusanos que mordían y manducaban su carne.

A esta hora, su piel era negra como la noche. Ya había pasado por el proceso de formación de ampollas, también el de la ruptura de éstas con el derramamiento de sangre que lo acompañaba por lógica.

Los dolores eran parte de su martirio, se iniciaban con el frío somero que iba in crescendo hasta la necrosis por congelación, pero antes de que Hasgard perdiera la conciencia, venía el proceso de regeneración de la epidermis, así podía sufrir el dolor de nueva cuenta.

La perversidad de los dioses no tenía límite y Hades era un experto artífice de las peores sentencias.

Ahora, Hasgard se encontraba en el punto del desmayo. Su único ojo bueno (el izquierdo) permanecía hundido en una gruesa y negra ojera. El dolor era indescriptible, cada contienda eólica estaba pensada para incrementarse paulatinamente, así se evitaba que el Santo de Tauro pudiera acostumbrarse a un nivel de sufrimiento.

Hasgard tragaba partículas de nieve que pasaban su garganta en carne viva. Sus dedos eran mordidos por los gusanos que consumían piel putrefacta y quemada. La sensación generalizada de la agonía se alzaba más y más, llegando a un perverso clímax en que la voz ni siquiera salía de tan hinchadas que tenía las cuerdas vocales.

Y antes de cerrar su ojo para sumirse en la inconsciencia, en la espera de que su piel se recuperara, con la desesperanza al saberse a las puertas del nuevo suplicio, logró escuchar algo a la distancia.

Su pestaña se levantó de golpe con la emoción de saberse acompañado. Oteó angustiado, pero tenía la limitante de que sólo veía por el lado izquierdo y su cabeza permanecía entumecida por el frío. Era difícil moverse más allá de unos pequeños centímetros.

Hasgard tenía la urgencia de saber quién era, quién iba acercándose, ¿sería Hades? ¿Algún otro espectro? ¿Vendría a platicar con él?

Aunque fuera para burlarse de su sufrimiento, lo aceptaría.

¡Tenía tantas ganas de estar con otra persona!

Habían pasado siglos desde que inició su castigo. Siglos desde que no interactuaba con alguien y para Hasgard, acostumbrado al contacto emocional con los otros, era desgarrador. En ese momento, sabía lo patético que se estaba comportando al pensar que, por lo menos, podría escuchar a alguien aunque su voz flaqueara y no pudiera entablar una correcta plática.

Sin embargo, durante su algarabía, lo único que pudo escuchar con una emoción agridulce y dispar, fue un llamado apesadumbrado:

—¡Ay, mis hijooos!

La piel le hormigueó y su corazón muerto saltó en su pecho con pánico ante la conciencia de que por fin, ¡por fin! escuchaba la voz de otro ser, pero al mismo tiempo, por lo funesto de ese alarido de cariz femenino.

Era estremecedor, espantoso, cruel y decaído.

Ese angustiante sonido le hizo sentir a Hasgard un hueco en donde antes tenía vida su estómago, pues la invocación estaba matizada de desesperación, tristeza y dolor.

Podía entender lo que esa mujer sentía, pues pensar en que sus pupilos o Tenma pudieran morir aquella noche fatídica, le impulsó a plantar cara e incluso, ofrendar su vida, pero esa voz... ese grito femenino, era espantoso.

Sonaba de ultratumba.

¡De ultratumba para un muerto!

Era inverosímil, era sobrenatural. Se cuestionó incluso sus propias emociones que confirmaban sus conclusiones. ¿Había algo más aterrador que la propia muerte y el martirio eterno?

¿Eso pasaba en la realidad?

Pues tenía que ser cierto porque le estaba sucediendo ahora mismo a él y le impregnaba de nerviosismo, incertidumbre y un susto que se subía como la espuma de mar dejando un sabor desagradable en la boca.

Ya ni sentía el dolor, ni siquiera podía percibir el viento, su cuerpo era ignorante al frío.

Hasta los gusanos habían escapado a toda velocidad...

Sólo se podía concentrar en esa voz, en esa mujer llamando a sus hijos.

Y al siguiente segundo, tuvo la sensación de que el agua le empapaba de pies a cabeza y estaba flotando en ella. El único problema era que le costaba respirar y él, necesitaba hacerlo, y no porque estuviera vivo y temiera ahogarse; sino porque presentía que de no jalar aire a sus pulmones inertes, su alma se perdería en la inexistencia.

Deseó poder desenterrar su cuerpo y largarse de ahí imitando los gusanos, pero gruesas cadenas le tenían sujeto e inmovilizado. Convertido en un objetivo fácil para eso que se acercaba, la impotencia y nerviosismo gobernó sus ánimos. Percibía las vibraciones de las ligeras pisadas en la nieve, podía escuchar los lamentos llamando de nueva cuenta a esos hijos, como un presagio de un mal que caería sobre Hasgard y le llevaría a las tinieblas de la perdición.

Un temblor fisuró el suelo yermo tapizado de blanca estampa frente a él, le sorprendió que podía percibirlo, pues el Inframundo estaba plagado de claroscuros y de sombras burlonas. Hasgard notó que ese montículo de tierra crecía hasta convertirse en un titán, quizá más grande y serpentear.

¡Serpentear!

El miedo se fundió con su ser y se convirtió en su martirio. La presencia de esa mujer se esfumó con esta nueva manifestación de un ser más poderoso y aterrador.

¿Esto acaso era un nuevo sufrimiento que Hades ideó para él? ¿Es que le mandaba al Kraken para devorarlo y...?

Los temblores se detuvieron dándole un momento de alivio, que se convirtió en angustia al instante siguiente: el grueso ofidio se hundió más profundo ante su ojo. De cualquier forma, era innecesario el sentido de la vista, pues Hasgard percibía en las entrañas de la tierra las vibraciones de este proceder.

Preparándose para un nuevo suplicio, una explosión de cosmoenergía le arrebató la cordura. Hasgard se espantó sin proponérselo y al instante siguiente, sintió que la cosmoenergía lo alcanzaba, arrebatándole un grito de pánico que salió entrecortado por lo herida de su garganta.

Creyó que moría de nuevo, pero en cambio...

En cambio...

¿Qué era esto?

Un manto de dulzura, de vida misma recorrió sus fríos y apretados miembros. Recobró un vigor que creyó abandonado en el antaño, desterrando la sensación de ahogo en la que esa mujer le había hundido. Logró aspirar aire y al tiempo que sus pulmones muertos se llenaron, del olor de las flores y la vegetación más noble, indómita y vigorizante le reconfortó.

El sismo resquebrajó las cadenas, los grilletes perdieron consistencia, se convirtieron en polvo y Hasgard fue...

¡Libre!

Se encontró moviéndose, desenterrándose con la piel regenerada, con el alma llena de un sentimiento esperanzador, con la alegría de saberse rodeado de esa cosmoenergía que de un momento a otro, sintió bajo sus piernas y se encontró volando sobre una enorme serpiente con una cabeza terminada en pico de ave y de plumas tan coloridas como vibrantes, contrastando con los grises y negros del Inframundo.

Una serpiente que le brindó generosamente confort, abrigo y... calor.

¡Calor!

Hasgard sintió las lágrimas resbalar por sus mejillas mientras se recargaba contra el plumaje de aquella serpiente que instantes previos temiera y ahora, reverenciaba por su buena acción calentando sus ateridos miembros en esta hermosa sensación.

¡Cómo añoraba el calor de otro ser!

Esa serpiente atravesó el Inframundo y a las puertas de éste, le cerró el paso un enorme perro de tres cabezas dotado de un manto de sombras por piel y terrones de brasas por ojos. La salvaje presencia del cánido era opacada por la imponente aura del ser que lo montaba.

Era Hades, el dios del Inframundo en persona, quien ponía un alto a la serpiente emplumada.

—¿Quién eres tú que entras a mis dominios como un ladrón? Ya te advierto que no te lo llevarás, ni a él, ni a los otros que esa mujer recoge entre gritos, fingiendo que son sus hijos—sentenció Hades, el carcelero que tenía el alma de Hasgard en sus manos.

El antiguo caballero de Tauro tensó los músculos aterrorizado por la expectativa de ser devuelto a esa inhumana prisión, odiaba la idea de volver a la soledad habiendo probado unos instantes de alegría.

Él no era un cobarde, ni un pusilánime, pero admitía que Hades se ensañaba con él y no dudaba que con el resto de sus compañeros fuera igual, ahora que pertenecían a las almas que seguirían confinadas en el Inframundo hasta el fin de los tiempos.

A merced de este sujeto que carecía de piedad, que los hacía pagar por su fracaso, Hasgard sentía una ira llenar su corazón.

¿Por qué aquél que en el mito fuera el dios más justo, se convertía en un desgraciado? ¿Cuál era el afán por socavar su integridad? ¿Para qué lo hacía?

Notoca [1] Quetzalcóatl, teutl [2] de vida y de luz —se escuchó una voz poderosa y siseante proviniendo de su salvador, de todo él, pues no emanaba de su boca, sino de su propia cosmoenergía—, ellos ya no te pertenecen.

—Son míos, son parte de mi panteón —manifestó Hades tajante—. Deben pagar por sus delitos.

—Panteón es aquél donde los muertos reposan y el Inframundo debe ser el sitio donde ellos llegan para recorrer sus tierras en pos de la liberación de sus almas y el descanso eterno en el Mictlán, no este lugar donde sufren eternamente un castigo egoísta —refutó magnánimo y omnipresente.

     »Además, estos hombres son guerreros. Son la casta más noble de toda la sociedad, pues pelean por ideales, por la libertad, por la bondad, por la justicia, por los que no pueden defenderse y en último lugar, por nosotros los teteo [3]. Su destino no debiera ser la agonía perpetua, sino el sagrado descanso ante Huitzilopochtli [4]. ¿Por qué torturarlos, por qué hacerlos sufrir si ellos son sagrados, no ruines?

     »Es contradictorio tu argumento Hades. Lo que tú llamas delito, en mi pueblo lo llamamos vocación y fidelidad a los ideales que los teteo les instruimos. ¿Acaso Athena impuso castigos sobre tus guerreros cuando perdieron? ¿Por qué tanta saña contra los Santos de tu rival cuando has perdido la batalla? ¡Eso es indigno!

—Eso es lo que demandan los dioses —aclaró Hades inflexible—. Debo castigar a quienes levantan los puños en su contra.

—¿Y eso no es perverso? Tus teteo exigen que haya guerreros que peleen por ellos y después, les castigan por alzar sus puños en contra de sus enemigos. ¡Eso es un insulto a la casta guerrera! ¡Es un insulto a todo teutl que se digne de serlo!

—Así se hacen las cosas entre los olímpicos —acotó con el mismo tono neutral.

—Entiendo —serpenteó en el aire una vez más—, sin embargo no lo comparto y mucho menos lo acato —su cosmoenergía fluctuó bondadosa y cálida—. La gran Tonantzin me ha llamado y suplicado que le ayude a llevarse a estos guerreros al Tonatiuh Ilhuícac, la tierra del sol donde reposan nuestros guerreros, pues una madre sólo puede pedir piedad para sus hijos y yo, no tengo corazón para negarle lo que me ha implorado con las benditas lágrimas de sus ojos.

—Dije que no permitiré que te los lleves —insistió sin alzar la voz—, éste es su destino.

—Y yo, te digo a ti, Hades, que no soy yo a quien dirigirás tus palabras, será a Tonantzin, nuestra madre, pero ya te advierto que deberás tener cuidado, teutl del Inframundo, pues oponerte a ella, significaría el fin de esta costumbre suya de despreciar a los guerreros.

—¿Acaso me estás amenazando? —cuestionó taciturno.

—Si amenaza es aconsejarte que los dejes ir para que descanses en paz y tranquilidad, que así sea.

—Ni tú, ni esa madre impedirán que se cumpla con lo que ha sido demandado por los dioses desde el inicio de las guerras santas —aleccionó con suavidad.

—Entonces tus teteo se encontrarán con la otra faceta de Tonantzin —aclaró pragmático y cuidadoso—, pues ante esta vergonzosa conducta de tus teteo, ella se transformará en la Cihuacóatl, la teutl dadora de vida y muerte, creadora y destructora. Aconséjales que no la hagan lamentarse, no convoquen a la Llorona porque significará el presagio trágico del fin de este reinado de tus teteo sobre todos los guerreros. Pues Cihuacóatl, es el oráculo de eventos desafortunados y su lamento es la señal inequívoca de que la destrucción se avecina.

—Mi deber es evitar que te los lleves —manifestó melancólico.

—Y yo entiendo que sigues un deber impuesto por tus teteo, no una convicción propia, teutl del Inframundo; y por ello, te libero de la carga de ser el escudo. Hablaré con nuestra madre, le diré que tu corazón es noble y que también eres víctima de los designios de aquellos que son egoístas y perversos, para que se apiade de ti.

—No necesito piedad, Quetzalcóatl.

—No, pero sé que la mereces porque eres un teutl justo, no uno perverso. Con tu permiso, me retiraré con los guerreros que ama Kardia y por los que pidió también clemencia. Mah cualli ohtli o en tu idioma: buen camino.

—Buen camino para ti y los tuyos, Quetzalcóatl —sorprendentemente, esas fueron las últimas palabras de Hades.

La serpiente emplumada inclinó la cabeza con deferencia a aquél que tan noble corazón poseía y continuó hacia la salida del Inframundo, volando por encima del gran río Aqueronte.

Hasgard seguía silencioso, sintiéndose indigno de ser rescatado por un dios de otro panteón. Ahora podía recordar que Quetzalcóatl era el dios de los aztecas, pero también era Kukulcán para los mayas. El dios más importante de Mesoamérica, señor de vida y luz.

—Perdone que le pregunte, señor Quetzalcóatl, pero no puedo entender todavía: ¿me liberó por Kardia?

—Por él y por Athena —le respondió con dulzura—. ¿Sabías que ellos nos ayudaron cuando mi gemelo Tezcatlipoca quiso volver a la tierra e instaurar el reinado del caos?

—Sí, algo había escuchado. Sé que gracias a eso, la señorita Sasha tomó la decisión de tomar su lugar como nuestra señora Athena y salvar a la humanidad.

—Desde entonces, la cosmoenergía de Kardia y Athena fue captada por la gran Tonantzin y el sufrimiento que ese guerrero padeció en esa prisión perversa, la mortificó y entristeció. Es por ella realmente que te ayudo, porque no hay pesar que ella no pueda aliviar. Mira a tu izquierda, ahí está ella, sólo recuerda no verle la cara cuando la escuches lamentándose por sus hijos, pues está escrito que aquél que la mire, vagará por la eternidad perdido y desolado.

Hasgard obedeció desviando el rostro hacia la dirección indicada, mientras ellos atravesaban las aguas tumultuosas del gran Aqueronte en pleno vuelo, una mujer de ropajes aztecas de blanco inmaculado y portando en la cabeza un penacho de plumas muy parecidas a las que adornaban a Quetzalcóatl, caminaba sobre el río llevando de la mano a Kardia y tras él, como una cadena humana entrelazada por las manos, iban el resto de los Santos caídos durante la batalla contra Hades, incluido Sage, el Patriarca; todos protegidos por una tremenda cosmoenergía emanada de la dama.

Lo que atrapó su atención, fue que sus compañeros y él usaban las típicas mortajas para los caballeros muertos en el desempeño de su deber: largas túnicas blancas que les cubrían de forma elegante y solemne, en cuyo tórax llevaban el sello distintivo de la casa que custodiaban en vida.

—La sagrada Tonantzin —musitó Hasgard con reverencia, tragando saliva con dificultad—- ¿Ella es a la que escuché lamentándose?

—Así es, era ella en su faceta de oráculo, la Cihuacóatl. Lo que escuchaste era la advertencia a Hades y a los otros teteo. En caso de que los teteo del Olimpo tengan el atrevimiento de oponerse a Tonantzin, no será la única a la que combatan, pues ella es mi madre y también de Huitzilopochtli, nuestro teutl de la guerra y sin duda, tras nuestros pasos se unirán mis demás compañeros.

—¿Se desatará otra guerra santa? —se asustó ante el tremendo panorama.

—Sí, pero esta vez, obligaremos a tus teteo a no utilizar a sus guerreros para pelear. Ellos no tienen la culpa de que sus teteo sean tan faltos de decoro y Huitzilopochtli no perderá la oportunidad de ir al enfrentamiento directo. En ese escenario, yo seguiré su ejemplo. Sé que la causa es justa, Tonantzin besó cada lágrima derramada por el dolor de Kardia, de todos ustedes y lo ha hecho suyo. Para nuestra madre, ustedes se convirtieron en sus hijos y por ende, yo los respeto como mi pueblo y los protegeré de los que quieran hacerles daño.

—Y yo le agradezco, señor Quetzalcóatl, a usted y a la sagrada Tonantzin —musitó lleno de algarabía, pero en mitad de ese sentimiento, se detuvo un instante—. ¿Dice... dice que me llevará a la tierra del sol, pero...? —titubeó avergonzado por pedir tanto—. Antes de... llegar, ¿podemos... puedo ir a despedirme de los míos?

—Tú eres brasileño, ¿sabes qué se celebra el dos de noviembre en mi pueblo?

Hizo memoria, intentaba jalar todos los recuerdos que tenía, aquellos más orientados a su niñez, pues no se interesó en los aztecas una vez se instaló en el Santuario.

—¿El... día de los muertos? —indagó con timidez y titubeo.

—Así es, por eso nuestra madre decidió ir por ustedes hoy.

—¿Hoy es dos de noviembre?

—Eres un hombre inteligente —celebró encantado y satisfecho—. Durante cuatro años, las almas de los muertos van al Inframundo donde recorren las múltiples pruebas hasta lograr la liberación de sus almas. En ese lapso, el teutl de la muerte Mictlantecuhtli les concede el permiso de volver a la tierra de los vivos y convivir con su familia por todo un día.

—Mi familia son mis pupilos, mis compañeros del Santuario, el Patriarca y Athena.

—Y con ellos irás, con cada uno que te recuerde para estar con ellos.

—¿Y me verán, podrán escucharme? —la pregunta fue hecha con el corazón en la mano, ardiendo desesperado por lograr su máximo anhelo: despedirse.

—¿Eso quieres?

—Con cada partícula de mi cosmoenergía...

—Hablaré con Mictlantecuhtli para conceder un permiso y supongo que lo haré extensivo para los demás que nos acompañan. Por este día, pero no más.

Con eso era suficiente para Hasgard, en un día le sobrarían las horas para despedirse como deseaba.

—Gracias, señor Quetzalcóatl por tanto que me brinda.

—Gracias a ti, por derramar tu sangre bendita en esta guerra y proteger a la pequeña Athena.

—Mi sangre no es bendita.

—Lo fue cuando te sacrificaste por otros, pues ¿qué es bendito, sino una palabra que exalta a alguien o bien, que invoca o ruega por la protección de un ser divino? En esa tesitura, los Santos de Athena son aquellos consagrados a la teutl Athena y protectores de los hombres.

—¿Siempre es usted tan benévolo?

—Soy el teutl de la creación, sería irónico si fuera perverso.

—Usted se llevaría muy bien con mi señora Athena, ella también da respuestas muy inteligentes.

—¿Te dije que en mi pueblo me reconocen por mi sabiduría y astucia? —manifestó divertido.

—¡Y con toda la razón! —celebró Hasgard emocionado.

Las risas terminaron pronto, Quetzalcóatl abandonó el territorio de Hades y le llevó a Rodorio, donde los pobladores dormían el sueño de los justos, disfrutando la libertad que los Santos de Athena les dieron a costa de sus vidas.

Esta noche, el viento soplaba anunciando la llegada del invierno, agitando los cabellos de los muertos, refrescando los semblantes, llevándose lejos los malestares. Así los saludaba Eolo, dándoles un aliciente en tanto esperaban la llegada de Helios que sin duda alguna, lograría calentarlos y darles una brillante bienvenida.

Hasgard bajó de la serpiente emplumada una vez que tocó tierra e inclinó la cabeza al ver que Tonantzin se acercaba recordando no verla al rostro, pues temía que ella se lamentara sin previo aviso.

Para él, era contrastante la faceta de Tonantzin y esa advertencia sobre su rostro, pues el andar de la diosa era humilde, amable y etéreo. La rodeaba un aura de bondad que calentó los miembros del brasileño con el simple hecho de compartir el mismo espacio. Por eso no entendía cómo esta diosa era capaz de destruir a través de la curiosidad, de una mirada sobre su faz.

Se recordó que la serpiente emplumada había advertido que era la diosa de la vida y la destrucción. Alguien con un aura tan noble tenía la facultad de corromper y aniquilar a su antojo. Y sin embargo, rememoró que a diferencia de otros panteones, los aztecas pugnaban por la dignidad humana.

Por la supremacía de los valores dignos de alabanza en demérito de las vejaciones. Ese era la epítome de los objetivos de Athena: que los dioses entendieran que antes de sus caprichos, primaba el bienestar de los desprotegidos.

Comprendió entonces por qué Athena y Quetzalcóatl eran parecidos, pero sobre todo, por qué había venido la diosa azteca por ellos: porque el mundo debía mejorar, no empeorar.

Con la diosa azteca, Kardia y los demás terminaron de arribar. Hasgard intentó contener el impulso por deferencia a los dos dioses, pero eran tantas las emociones que lo embargaban que pronto se vio superado. Se abalanzó contra el Santo de Escorpio y lo estrechó con fuerza, con gruesas lágrimas recorriendo sus mejillas entre risas agridulces, de felicidad y que purgaban su congoja por lo experimentado injustamente en el Inframundo.

—¡Gracias, Kardia!

—Yo no hice nada —fue la respuesta escueta del otro que le correspondió el gesto.

Pronto, eran un tumulto. Cada caballero había cedido a sus deseos y formaban una apretada piña, entre lágrimas de felicidad y esperanza, intercambiando frases que reconfortaban al otro, palmadas fraternales en la espalda, compartiendo esta nueva faceta, en la que podrían descansar en paz, sin dolor o el miedo a seguir sufriendo eternamente.

Poco a poco, recobraron el aplomo y la compostura. Separándose, miraron hacia el piso, esperaron a que Tonantzin hablara y cuando lo hizo, su voz era musical y dulce, tan cariñosa como la de una madre.

—En estos momentos inicia el Día de Muertos, la fiesta sagrada y santificada por los teteo. Ustedes tendrán veinticuatro horas para convivir con sus seres queridos, comer y disfrutar con ellos —acarició suavemente la mejilla de Kardia brindándole una dulce sonrisa que ninguno percibió de vista, pero sentían.

Lo sentían en la cosmoenergía de esa diosa: ese amor indescriptible que sentía no sólo por el Santo de Escorpio, sino por cada uno de ellos y los reconfortaba después de tantas penurias.

     »Les serán brindados los mismos derechos que a nuestros guerreros, podrán venir durante los siguientes cuatro años en esta noche, siempre y cuando sus seres queridos marquen el camino como lo hago ahora.

Bajo los pies de los guerreros, sobre la piedra caliza que creaba el camino hacia las Doce Casas y más allá, apareció un nutrido conglomerado de estilizados pétalos de una flor naranja para algunos vulgar y corriente, pero por hoy, por esta simple noche, diáfanos y brillantes como el propio sol.

Eran tan bellos, que parecían sagrados.

Quizá lo fueran para los aztecas.

Una vez los Santos Dorados tocaron con las plantas de los pies las esquirlas de flor, cada uno percibió una sensación cálida proveniente de cada pequeña mota naranja que brillaba en la oscuridad absoluta de la medianoche.

Su piel muerta se calentaba porque en los pequeños trozos de flor, podían sentir el amor de sus seres queridos y un llamado a reunirse que sonaba con la fuerza de un abrumador cuerno en sus muertos corazones.

Y tras una eterna oscuridad, de frío y soledad absoluta que se adhirió a su epidermis cual pegamento; por el calvario sufrido en aquella prisión atroz, diseñada escrupulosamente para cada uno de ellos; era agradable y cuando más, esperanzador, sentirse por un instante vivo, olvidarse del calvario y regocijarse en el amor de aquellos que todavía los recordaban.

Esa amargura que los atormentó, haciéndoles recordar que partieron al Inframundo sin poder despedirse de nadie, sin escuchar por última vez a las personas que más amaban, sin sentir los brazos cálidos de alguien y sobre todo para Hasgard, sin ver el rostro de aquél que le robó el corazón y lo enamoró aunque su contacto fuera efímero, se desvanecía en el aroma de estas flores.

Porque Hasgard comprendió que cuando estuvo en el Otro Lado, sufriendo la agonía eterna, lo que más extrañó, es lo que más amaba.

Ese deseo insatisfecho por revivir lo perdido, le trajo una sonrisa plena.

Ese anhelo por volver a ver, por volver a escuchar, por volver a sentir.

Por recuperar sólo por un momento, un segundo, un instante, lo que perdió

Volver a tener.

Volver a vivir.

¡Volver a casa!

Los Santos de Athena asintieron y simultáneamente, como si alguien les hubiera mandado una orden a la cabeza, hundieron la rodilla en tierra como signo de la humildad y nobleza que llevaban en lo más profundo de sus seres.

—Gracias, Tonantzin por los regalos ofrendados para quienes no éramos más que sombras —pronunció solemne Kardia.

Era un sentimiento compartido por los presentes, pues no había otra forma de demostrar cuánto bien les habían entregado a manos llenas y sin pedir nada a cambio.

—Acepto la gratitud y te recuerdo, pequeño niño, que fuiste tú y la teutl Athena quienes mantuvieron el equilibrio. Detuvieron a mi hijo Tezcatlipoca y salvaron a Quetzalcóatl, esto es una pequeña muestra de mi gratitud. Ahora vayan, sigan a la cempasúchil, la flor de veinte pétalos, la que ilumina el camino de los muertos y no se separen de él, pues sus almas se perderían y me pondría triste volverlos a extraviar. ¡Vayan y no miren atrás! Volveré por ustedes al anochecer, disfruten todos juntos.

Sin embargo, uno de ellos tomó la voz. Era el pequeño Regulus, quien derramaba sentidas lágrimas de tristeza.

—Por favor, por favor, sé que no tengo derecho de pedir nada después de que nos dio tan grandes regalos, pero... pero usted dijo que disfrutemos todos juntos y no es así.

El pequeño apretaba los puños con fuerza, de estar vivo, la sangre correría libre por sus palmas manchando los sagrados pétalos.

     »No puedo ser feliz si Manigoldo no está aquí, con nosotros, conmigo...

—¿Quién es Manigoldo? —se interesó la diosa paseando la mirada por ellos.

—Es el Santo de Cáncer —le informó Regulus—. Él... su alma desapareció en el Camino de los Dioses tras combatir a Hypnos y Thanatos. Hizo un último esfuerzo al final, para liberar a Alone de Hades, pero después de eso, desapareció para siempre.

—¿Su alma... se destruyó? —repitió Hasgard con el cuerpo tembloroso. De estar vivo, seguro tendría el estómago revuelto ante semejante descubrimiento.

Ya era malo ser un espíritu y padecer un castigo divino, sin visitar el mundo de los vivos ni despedirte, pero ¿pelear y que tu alma desapareciera en el proceso?

¡Tu alma!

Era... aterrador.

—Y tú le amas... —susurró la diosa comprensiva.

—¿Cómo no hacerlo? —enfatizó el pequeño apretando más sus manos—. Él fue un guerrero valeroso y aguerrido, un compañero generoso y un hombre... —se atragantó con el llanto—. ¡El mejor hombre que pude conocer en mi vida! —reconoció entre lágrimas desesperadas—. No puedo ser feliz si él no existe, no quiero la felicidad sin él. Si usted quiere, yo le entregaré todo de mí, pero deseo que Manigoldo vuelva, que mi Mani vuelva, por favor...

Hasgard se estremeció de pies a cabeza con el sufrimiento desconsolado del Santo de Leo, se mordió la lengua queriendo contener el llanto, pero fue inútil. Al ser uno de los primeros en morir, desconocía el destino de sus compañeros y tragó saliva con fuerza.

—Si hay algo que pueda hacer para que Manigoldo esté con nosotros, también daré todo de mí, incluso mi propia alma para que regrese.

—Más sacrificios no —sentenció tajante la diosa—, entiendo su congoja y la angustia de perder a alguien que amas con tantas fuerzas —acarició con dulzura los cabellos del pequeño Regulus y lo recogió entre sus brazos—. Y después de todo, ¿kuix amo nikan nika nimonantzin?*

La diosa dirigió su mirada hacia Quetzalcóatl quien a su vez, volvió el rostro hacia el Santuario. Asintió con la cabeza y serpenteó.

—Puedo percibir un retazo de su cosmoenergía, nonantzin —manifestó con beneplácito—. Con la venia de Mictlantecuhtli podría hacerse, a finales de cuentas, ya murió y no alteraría el balance.

—Házlo entonces, ¿qué necesitas para lograrlo?

—Que lo amases como el maíz, nonantzin [6].

—Así sea, tráelo a mí, hijo mío y lo amasaré hasta que vuelva a ser lo que fue, para que descanse en el Tonatiuh Ilhuícac.

Quetzalcóatl serpenteó alzándose en el aire, su cosmoenergía se elevó atravesando el tiempo y el espacio, recogiendo las ínfimas partículas de lo que fuera Manigoldo hasta hacer con ellas una enorme esfera que Tonantzin recogió entre sus manos y le fue dando forma con mucho amor y cuidado hasta recrear la apariencia del que fuera Manigoldo.

Al terminar, Quetzalcóatl le sopló con su boca de ave y el aire le trajo la existencia. El Santo de Cáncer abrió los ojos sorprendido de encontrarse en ese lugar y antes de que su boca emitiera sonido alguno, un pequeño león le cayó encima entre lágrimas y gritos de felicidad.

—¡Mani, Mani! —repetía incesante, restregando la carita contra el pecho del mayor—. ¡No vuelvas a irte, no vuelvas a dejarme! —exigió sacudiendo la túnica que envolvía el cuerpo del otro con impetuosidad—. ¿Entendiste? ¡Tienes prohibido dejarme atrás!

Mi pequeño rey [7]susurró el otro atesorando ese momento—. No volveré a partir sin ti, te lo prometo siempre y cuando entiendas que una batalla es una batalla, tenemos obligaciones qué cumplir —selló ese juramento con un casto beso en la frente del menor.

—¡Nada de batallas! Ya no más batallas, ya no tenemos que pelear ¿no es así, nonantzin? —indagó Regulus con ímpetu.

—Ya no más batallas —afirmó la diosa contenta de ser reconocida por el más pequeño de los santos—. Ustedes son parte de nuestros guerreros y disfrutarán del descanso bajo el atento cuidado de mi hijo Huitzilopochtli.

—¿Y ella es...?

Lo interrumpió Regulus al taparle los ojos con la palma de la mano.

—Tonantzin, pero no debes verla al rostro o te perderás para siempre.

—Tonan... ¿Tonantzin? —boqueó Manigoldo—. La madre de los dioses aztecas. ¿Y... qué están haciendo con ella?

—Ella nos salvó y nos llevará a la tierra del sol para que descansemos sin ser torturados.

—¿Y por qué nos llevará? —ladeó la cabeza sin comprender—. Eso significa que... debemos guardarle fidelidad a los dioses aztecas? ¿Debemos traicionar al Santuario? ¿A Athena?

Los caballeros se miraron entre sí, Hasgard mismo se sorprendió ante la sugestiva pregunta que formó un desbarajuste en su mente y corazón.

¿Traicionar a Athena a cambio de la felicidad eterna? ¿Eso estaban haciendo todos ellos al elegir a Quetzalcóatl y a Tonantzin?

Hasgard no se había opuesto a que los dioses aztecas se enfrentaran a Hades, que se llevaran su alma como ayuda a Athena, pero... era cierto.

¿Athena lo vería igual? ¿Lo pensaría igual? ¿Querría que sus caballeros se fueran a otro Inframundo al cual ella no tenía acceso?

Si deseara eso, ella misma habría ido con estos dioses, los hubiera acompañado o se habría manifestado a favor. Sin embargo, al percibir la tristeza e impotencia en las cosmoenergías de los aztecas, los guerreros de Athena lo comprendieron muy bien: su señora no había deseado esto, quizá tras su muerte encerrando a Hades, ni siquiera estuviera enterada.

Las cabezas de los Santos bajaron como piezas de dominó cayendo una tras otra, los ánimos festivos se evaporaron cual agua al sol incandescente y una capa espesa de pesimismo se les adhirió como segunda piel.

Comprendieron sus limitaciones y que su cuento no tendría un final feliz.

Su destino era sufrir para mantener sus promesas, pero a finales de cuentas: ¿qué era el sufrimiento eterno, si no una pequeña dosis de amargura comparada a la felicidad y satisfacción de ser fieles a Athena?

Al ser ungidos como santos dorados habían abandonado sus deseos personales y egoístas por la búsqueda de un bien mayor. Éstas eran las consecuencias de su elección: continuar en un Inframundo recibiendo el castigo de los dioses por oponerse a ellos.

Y estaba bien así. El dolor y la pérdida eran sentimientos terribles, podían lastimar y minar la voluntad del ser más fuerte de todos, pero a cambio, sus corazones muertos seguirían firmes en la convicción de elegir el camino correcto.

El primero en dar un paso adelante fue Kardia, quien se dirigió humilde a Tonantzin y firme a Quetzalcóatl.

—Lo lamento, agradezco mucho el tiempo y esfuerzo que se tomaron para rescatarnos. De verdad no tengo palabras que puedan expresar cuánto les agradezco de todo corazón, ese que aún habita en mi muerto pecho, pero Manigoldo dice la verdad: mi señora Athena jamás decidió que nos rescataran. Nosotros dimos la vida por los ideales de ella y no vamos a traicionarla por la felicidad eterna. Perdonen el rechazo de sus valiosos obsequios, pero sin la venia de mi señora, he cometido el mayor de los errores. Espero que ella pueda comprender mi desliz y me siga aceptando como uno de sus caballeros.

Dicho esto, Kardia tomó la mano de Dégel sonriéndole con el rostro pleno del amor que era imposible de ocultar, rodeando la cintura del otro y apoyando la frente contra la de su compañero.

—Te amo, Dégel y lamento no fijarme en algo tan importante como mi juramento para Athena, todo por la emoción de estar de nueva cuenta contigo —susurró con lágrimas recorriendo las mejillas—-. Lo daría todo por estar a tu lado, lo sabes mejor que nadie, pero nunca podría traicionar a nuestra señora, pues gracias a ella nos conocimos.

—Lo sé, Kardia —susurró con voz quebrada por los sentimientos—. Sé que tu fogoso corazón que sólo late por vivir intensamente, es mío y lo acepto. Nunca dudes que te amo, por más que Hades te torture haciéndote dudar de mil y una maneras de esto que siento y que nunca se acabará. Te amo, Kardia, te amo hasta el infinito.

Hasgard les dio privacidad desviando el rostro cuando los santos de Acuario y Escorpio sellaron esas palabras con un beso de amor verdadero y su ojo se fijó en los múltiples peldaños del bien conocido sendero que separaba el Santuario de las Doce Casas.

Tan cerca de sus anhelos más íntimos y tan lejos de completarlos.

Sonrió bajando su párpado, disfrutando de los recuerdos agridulces del tiempo compartido con sus hermanos, con sus pupilos, amigos y más que eso, con la persona que le arrebató la cordura y raptó su corazón. Derramó unas cuantas lágrimas por ellos, con una plena sonrisa de quien sabe que fue bendecido por vivir esos momentos y tomando fuerzas para resistir el regreso a su prisión.

En este momento, a solas mientras sus compañeros reaccionaban de la mejor forma posible según las personalidades de cada uno de ellos, Hasgard intentaba mantener la compostura, ser el pilar que no se rompía acariciando con emociones entremezcladas los pétalos del camino de cempasúchil.

Pues ahí, se encontraban los sentimientos de aquellos que amaba y aunque no pudiera despedirse de ellos frente a frente, se alegraba de compartir estas migajas de amor que le llenaban de alegría y lágrimas.

No muy lejos de él, se encontraba Regulus abrazando desesperado a Manigoldo, queriendo atrapar los pocos instantes en que estaban juntos, antes de la cruel separación para ser devueltos a la tortura.

El Santo de Cáncer se conformó con acariciar la espalda del pequeño castaño y arrullarlo como tantas veces hizo entre los pilares de la casa de Leo, pues su amor por él en esta época no estaba prohibido. A diferencia del futuro, los hombres en el s.XVIII podían casarse incluso más jóvenes de los quince años que poseía Regulus.

De cualquier forma, aunque una relación como la de ellos sería aberrante, ni el señalamiento o el rechazo de una sociedad avanzada, podría arrancar a Regulus del pecho de Manigoldo. El Santo de Cáncer amaba al de Leo con cada partícula de su cosmoenergía y su delicadeza con Regulus se debía a la ternura que le producía.

Entre ellos, las palabras sobraban, se entendían tan bien que sus cosmos sincronizándose eran suficiente fórmula para decirle al otro cuán amado era. Así fue entre ellos desde que se conocieran: las palabras sobraban cuando la parte esencial de su ser lo comunicaba al otro con tal ahínco e intensidad.

—¿Entiendes que deberé agradecer por el favor y volver al universo sin forma?

Esa fue la única pregunta que se alzó entre ellos porque Manigoldo era tajante con su destino, seguía una línea y no había espacio para la incertidumbre. Regulus asintió débilmente y lo atrapó más fuerte contra él sabiendo que eran los últimos momentos con su amado, con el Santo irreverente y despiadado que le había mostrado en la intimidad, ser poseedor de un corazón tierno y noble del cual se había enamorado locamente.

—Es hora —anunció Sage como el ex Patriarca que era, guiando a sus caballeros y siendo el pilar que traía la cordura—. Nos llevaré a Yomotsu, ¿están listos?

Una a una, las voces de los caballeros se elevaron porque a esta recta final, todos entraban con la cabeza en alto y la firme convicción de elegir el camino correcto. Por ende, la voz era la forma de manifestar esta determinación tajante y sincera.

     »Hablo como el Patriarca y líder de estos santos dorados cuando digo que agradecemos sus esfuerzos e intenciones, pero sobre todo, su bondad al comprender nuestras reservas y limitantes, señor Quetzalcóatl, señora Tonantzin. Les hacemos partícipes de que es tanto el amor que le prodigamos a nuestra señora Athena, que nos negamos a perder su favor. Por ello, la eterna tortura es un campo de flores comparado a la posibilidad de que ella reniegue de nosotros. Gracias señora Tonantzin, gracias señor Quetzalcóatl, por arriesgarse a una guerra santa por el afán de protegernos. Gracias, pero es hora de partir y regresar a donde pertenecemos. Con su permiso y como usted nos enseñó señor Quetzalcóatl, les deseo buen camino en su lengua: Mah cualli ohtli...

Las cabezas de los caballeros bajaron en un símbolo de respeto y volvieron a alzarse. Varios exhalaron un aire innecesario para los pulmones muertos, como señal de que abandonaban un sueño y perseguían sus convicciones. Otros, relamieron los labios resecos. Algunos como Kardia y Regulus, tomaron las manos del hombre que amaban con todo su ser, abandonando en este acto la esperanza de estar con ellos en un campo soleado.

Y en la oscuridad de la medianoche en Rodorio, la luz blanca del Seki Shiki Meikai Ha de Sage, iluminó el lugar transportando a los caballeros de regreso al Yomotsu, al que ingresaban por su propio pie, convencidos de que éste, era el camino correcto.

Demostrando cuánto amor le manifestaban a Athena, cada uno de ellos avanzó paso a paso, viendo acercarse el borde. Las manos de Kardia y Dégel se apretaron, Sisyphus pasó un brazo por encima de los hombros de su sobrino que había dejado atrás a su amado Manigoldo. Esta vez, no hubo lágrimas en ninguno de los rostros, la serenidad reinaba en sus almas.

Hasgard sabía que la expectativa del castigo era atroz, brutal y salvaje, pero en su pecho muerto, la convicción de seguir amando a Athena y el orgullo de compartir esta era con sus camaradas, superaba cualquier afán por cumplir sus caprichos personales.

Diez figuras se detuvieron en el borde. No por titubeo, sino para alabar a Athena. Diez cosmos se elevaron hasta el infinito saludándola, despidiéndose de ella y en la plenitud de su luz, se hundieron en la oscuridad.

En la Colina de Yomotsu quedó una figura que emitió un desgarrador grito que retumbó en todo el Inframundo:

— ¡Ayyy, mis pobrecitos hijoooos! 




¡Hola! ¿Cómo te va?

Tenía súper abandonado este Songfic, pero Día de Muertos me permitió volver. 

¿Qué te pareció?

Yo quería hacer constar algo que muchos conocen, pero pocos han profundizado: la figura de la Llorona, que en realidad entre los aztecas era Cihuacóatl, la diosa de la creación y la destrucción, como ya leíste.

Esta diosa siempre me pareció bella, que tiene también una historia muy particular. ¿Sabías que la Virgen de Guadalupe en realidad para los aztecas era Tonantzin?

Confío en que te haya gustado y si bien hubiera querido darle un final feliz, ya eran más de 7000 palabras y decidí que ahí terminaba bien.

¿Tú qué piensas? ¿Consideras que merecería una continuación?

Mientras tanto, gracias por leerme y espero no perderme tanto con este Songfic.

¡Hasta pronto!


ACLARACIONES


[1] Notoca Quetzalcóatl — "Mi nombre es Quetzalcóatl" en náhuatl.

[2] Teutl –- Dios en náhuatl.

[3] Teteo — Dioses en náhuatl, en plural.

[4] Huitzilopochtli — el dios de la guerra para los aztecas.

[5] ¿Kuix amo nikan nika nimonantzin? — ¿Qué no estoy yo aquí que soy tu madre? en náhuatl.

[6] Nonantzin — Madrecita o madre mía en náhuatl.

[7] Mi pequeño rey — dedicatoria para @CourSiren, bien sabes que adoré ese apodo aunque después me dijeras que el significado del nombre de Regulus era "pequeño rey".


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