✯DÍA DOS✯
✯DÍA DOS✯
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Todo salió como lo planeé.
O al menos casi todo.
La sonrisa de idiota enamorado con la que mi jefe llegó ayer, después de su almuerzo con la bruja, no formaba parte de mi plan, pero tampoco es como si me hubiese esperado un resultado diferente.
Estoy segura de que la señorita De la Vega puso su mejor y más falsa cara de santa frente a su prometido mientras masticaba los espaguetis con boloñesa, aunque por dentro se estuviese muriendo por ir a vomitar.
Demasiadas calorías para sus caderas, me parece escucharla decir.
Una parte de mí se siente estúpida por haberle dado un motivo más al jefe para estar loco y perdidamente enamorado de su futura mujer, la otra se siente complacida por haber arruinado los planes de la bruja.
—¿A qué le debemos esa sonrisa de malévola, Les? —Doy un respingo sobre mi silla al escuchar esa voz ronca y divertida susurrándome al oído.
—Por Dios, que susto —exclamo con voz ahogada, tocándome el pecho como si con eso pudiera detener los latidos acelerados de mi corazón—. Eres idiota, Benjamin.
—Lo siento, bonita. No pude evitarlo. —Apoya su durito trasero contra mi escritorio mientras se ríe como si no acabara de causarme un pre infarto—. ¿Entonces?
Sus ojos me miran.
—¿Entonces qué? —replico con más brusquedad de la que me gustaría.
Debo aprender a disimular mucho mejor si no quiero poner en evidencia todo lo que sé.
—¿No vas a decirme qué te estaba haciendo sonreír así?
—No estaba sonriendo —pronuncio poniendo mi mejor cara de póker.
—Sí sabes que llevaba como medio minuto observándote, ¿no?
—Pues a mí me parece que le hacen falta unos buenos anteojos, señor Jones.
Benjamin pone los ojos en blanco. Se inclina un poco para estar más cerca de mí, y luego con voz pícara me dice:
—Ya te he dicho que con el jefe de recursos humanos no necesitas hacer gala de tato respeto. Es más, no tengo intenciones de levantar ninguna queja si me lo faltas. —Me es imposible no soltar un bufido frente a su guiño—. Además, a quien le hacen falta los anteojos aquí es a ti. No me digas que se te cayeron de nuevo en la trituradora, doña desastre. —Sus dedos me aprietan la nariz y yo me lo sacudo con un manotazo.
—Está visto que el respeto aquí está de más cuando director de RRHH no es capaz de seguir las normativas de la empresa, empezando por la invasión del espacio personal —lo acuso—. Y para tu información, hoy traigo lentes de contacto.
Él levanta las cejas en un gesto de sorpresa. Y no lo culpo. Nunca, durante los cuatro años que llevo trabajando en esta empresa, me había presentado sin gafas.
—¿Y eso? —inquiere, sin apartar sus ojos de mi cara.
—¿Y eso qué? —le devuelvo, incómoda.
—¿A qué se debe el cambio? —Resoplo.
Me siento ridícula por creer que con un cambio progresivo de imagen iba a ser capaz de captar un mínimo de atención en mi jefe. Hoy comencé por las gafas. Mañana quizás me haría algo diferente en el pelo. Así hasta que la transformación no pareciera tan evidente y exagerada. Una sorpresa cada día. Tal vez también un cumplido a mi favor.
Ilusa de mí por creer que algo así me sucedería.
Alessandro ni se giró a mirarme cuanto llegó esta mañana. Apenas estiró una mano para entregarme su saco. Se sentó frente a su escritorio y tras darme un par de órdenes sin despegar sus ojos del celular, me pidió que cerrara la puerta y no le pasara ni visitas ni llamadas durante el resto de la mañana.
La cara de payasa que se me quedó hubiera sido digna de retratar. Pero ya estoy acostumbrada a que, pese a la gran amabilidad de la que Alessandro Damasco es portador, mi presencia frente a él tenga menos peso que el de una mosca.
Se me escapa un suspiro sin poder evitarlo. Bajo la mirada hacia los papeles que están esparcidos sobre mi mesa de trabajo y en voz baja pronuncio:
—Todo en esta vida exige de un cambio, ¿no crees?
Ben no me contesta de inmediato y su silencio me pone tan nerviosa que para distraerme me pongo a remover unos documentos en busca de nada en específico.
Mis manos se detienen cuando siento el roce de sus dedos sujetándome por la barbilla. Contengo el impulso de alejarlo con brusquedad. Sus acciones me hacen sentirme molesta e indignada en partes iguales, pero no puedo culparlo de todo a él.
Claro que no.
Con un movimiento suave gira mi rostro y me obliga a levantar la mirada. Sus ojos verdes me observan con un brillo que me hace estremecer.
—Tú no necesitas cambiar absolutamente nada de ti, Les —dice. Y su tono de voz es tan suave y dulce que por un momento me pregunto...
—¿A cuántas —«más»— ha conseguido enredar con esa frase, señor Jones?
Él me sonríe con socarronería.
—¿Tan mal concepto tiene de mí, señorita Di Laurentis? —inquiere, sacudiendo la cabeza.
—Hazte fama y échate a dormir, ¿o no es eso lo que dicen?
Benjamin se muerde el labio inferior, divertido. Y debo decir que, aunque me considere inmune a sus encantos, ese gesto resulta condenadamente sexy en un hombre como él. Lo peor es que lo sabe, él sabe el efecto que tiene sobre las mujeres y no duda ni por un segundo en utilizar todo su arsenal cuando la ocasión lo requiere.
El problema es que conmigo no es necesario que saque a pasear toda su artillería. No existen motivos, y, aun así, parece que hacerlo le divierte hasta el punto de hacerme rabiar.
Un placer culposo, me ha dicho en varias oportunidades mientras me despeina el cabello cual niña pequeña.
Yo no soy el tipo de mujer —exuberante, sensual y atractiva— que le gustan a Benjamin Jones y está claro que, ni en un millón de años él podría ser el tipo de hombre que consigue llamar mi atención..., más allá de lo que está a la vista, claro está.
Su cabello oscuro y alborotado y esos ojos aceitunados, siempre llenos con un brillo pícaro y socarrón, son su marca personal. Eso y también su voz, tan ronca y sensual que parece tener un efecto hipnótico del que las mujeres —y quizás también algunos hombres— se les hace difícil escapar.
Tal como se me está complicando a mí ahora mismo, mientras él se acerca de nuevo a mi rostro y con la voz muy bajita repite:
—Con que hazte fama y échate a dormir, ¿eh? Quizás mi problema sea que con la única mujer con la que quiero dormir es contigo, Les.
Mis labios se curvan en una sonrisa, negándome a dejarlo ganar.
—Y estoy segura que eso es porque soy la única mujer de esta oficina entre los veinte y los treinta y cinco años, de no más de sesenta kilogramos de peso, soltera y sin hijos que aún no te has llevado a la cama, ¿no es así?
Los ojos de Benjamin se entrecierran sobre los míos, acusadores, para un par de segundos después soltar un suspiro.
—A veces detesto que me conozcas tan bien.
—Quizás no tanto como yo creía —murmuro entre dientes.
—¿Qué dices?
—Que eres demasiado predecible, Ben.
Él se echa de nuevo hacia atrás y se cruza de brazos.
—Y tú demasiado orgullosa para aceptar que esta vez te equivocas en algo.
Imito su postura, apoyando completamente mi espalda contra el respaldo de la silla y enarcando una ceja.
—A ver, señor Jones, ilumíneme, ¿en qué estoy equivocada?
—En qué no te dije que no necesitas cambiar nada de ti porque quisiera enrollarte —dice, y antes de que pueda replicar, agrega—: Lo dije porque es la verdad. Eres perfecta tanto con gafas como sin ellas, Leslie.
Mis labios se separan, pero ninguna palabra consigue salir de mi garganta antes de que la puerta presidencial se abra y la voz de mi jefe nos haga girar a los dos.
—Les, por favor, solicítale el señor Jones que... —Alessandro corta la frase cuando sus ojos reparan en nosotros—: Benjamin, estaba a punto de hacerte llamar.
Su amigo sonríe.
—Pues ya ves, estamos tan conectados que no ha sido necesario que molestaras a la señorita Di Laurentis para tan ardua tarea. —Ben guiña un ojo en mi dirección y ese gesto parece conseguir que, por primera vez en el día, mi jefe se fije en mi existencia.
Trato de mostrarme serena ante su porte, belleza y altura, pero se me hace una tarea casi imposible. Puedo tratar de negarle al mundo lo perdida y enamorada que estoy de Alessandro Damasco, pero hacerlo conmigo misma resulta un gasto innecesario de tiempo y energías.
Energías que voy a necesitar ahora que me he puesto como meta seducirlo.
—Leslie —dice con voz suave, frunciendo apenas el ceño—. Hoy estás... diferente. ¿Te hiciste algo?
Ben alterna la mirada entre ambos un par de veces, como si no pudiera dar crédito al poco interés que pone el director de la compañía en la apariencia de su secretaria.
—No puedo creer que no seas capaz de notarlo —le dice finalmente Ben en tono acusador—. ¿Dónde mierda tienes los ojos, amigo?
—Yo... la estoy mirando, pero... —articula Alessandro, aturdido—. Es solo que...
—Son las gafas —le digo, sintiéndome ridícula por tener que aclararlo—. He decidido probar con lentes de contacto por hoy. Pero no se preocupe, señor, dudo que se repita. Para mañana no habrá nada diferente en mi aspecto habitual.
—Leslie..., yo no..., quiero decir..., tus gafas están bien para mí. Lo mismo con las lentillas. Estás bien. Te ves bien. Digo, a mí me...
—Da igual. Lo sé —completo por él, forzándome a sonreír—. Pero esto no tiene nada que ver con nadie más que conmigo. He descubierto que estoy mejor con mis gafas y usted no debería estar perdiendo su tiempo discutiendo conmigo sobre ese hecho.
Alessandro parpadea un par de veces, pero termina asintiendo despacio.
Si no fuera porque salta a la vista que se encuentra agobiado con el trabajo —los primeros botones de su camisa desabrochados y su corbata floja son la prueba—, me acercaría a él, lo tomaría por los hombros y los sacudiría hasta hacerlo notar mi existencia, aunque solo fuera para que me dirigiera una simple frase de cortesía como, ¡no lo sé!: «Tienes unos ojos muy bonitos, Les. No deberías esconderlos tras esas exageradas y ridículas gafas de pasta».
Por amor a Dios. Ni siquiera soy tan exigente. Con un «Te ves bien sin las gafas, Les» me habría conformado como primera impresión.
Pero un «Hoy estás diferente» no sirve de nada cuando no ha sido capaz ni de notar a qué se debía tal diferencia.
Es humillante.
Y yo soy idiota por sentirme aún peor cuando sus ojos marrones viajan de los míos a los de su amigo, como si huyeran de mi irrelevante existencia.
—Señor Jones, ¿me acompaña dentro?
—Solo si prometes no manosearme el culo esta vez. —Las mejillas de Alessandro enrojecen y la carcajada que suelta Ben en respuesta posiblemente está siendo escuchada por todo el personal de la oficina.
Que por suerte es poco aquí arriba.
—No es momento para bromitas pesadas, señor Jones, y mucho menos delante de una dama.
Benjamin pone los ojos en blanco y comienza a imitarlo con voz aguda e infantil.
—Sabes... —dice, separándose de mi escritorio y comenzando a caminar hacia la oficina de su amigo—, cada vez que hablas así, toma fuerza mi teoría de que veintisiete años atrás un bucle temporal se abrió en la ciudad y tú llegaste impulsado directamente desde el siglo XVIII. ¡Que caballerito estás hecho, jefazo!
Mi jefe, olvidándose momentáneamente de los modales que Benjamin acaba de alabar, le pega una colleja con la que termina de meterlo en la oficina.
—¡Cabrón! —se queja el pelinegro entre risas.
—Lo siento por eso, Les —pronuncia Alessandro en mi dirección, sosteniendo la puerta con una mano y apoyando la otra contra el marco.
—No tengo que disculparlo por nada, señor. ¿Necesita ayuda con algo?
Él comienza a negar con la cabeza, pero parece pensárselo y se detiene.
—La verdad es que sí. ¿Podrías encargar comida tailandesa para dos? ¿Recuerdas que fue lo que me pediste el otro día?
—Un Kai Pad Med Mamuang.
—Exacto. —Me dedica una sonrisa de agradecimiento—. Encarga un par de esos acompañados con unas gaseosas.
—La mía que sea light, señorita Di Laurentis, seguro que nadie en todo D&A querrían que esta figura se arruinara —grita Ben desde el interior.
Mi jefe pone los ojos en blanco, aunque sonríe.
—Eso sería todo, Les. Te marco si necesito algo más. —Le dedico un asentimiento y él hace ademán de cerrar la puerta, pero a ultimo segundo se detiene para agregar—: Por cierto, me disculpo por haber sido tan poco observador esta mañana, no sé dónde tengo la cabeza.
—No tengo nada que disculparle, señor.
Él me sonríe con educación, intenta cerrar de nuevo, pero vuelve a detenerse.
—Sabes, tienes unos ojos muy bonitos, Les, jamás había visto un par tan azules como los tuyos. Si deseas regresar a las gafas es tu decisión, aunque opino que estaría bien si pudieras evitarlas.
Vuelvo a asentir, incapaz de articular palabra. Él parece notar mi aturdimiento, porque tras una última sonrisa cortés cierra la puerta y me deja sola con mi acelerado corazón.
Sin saber qué otra cosa hacer, levanto la bocina del teléfono fijo y con dedos temblorosos marco el número de la extensión de Sas. Necesito desahogarme con alguien.
Para mi sorpresa, cuando me contestan del otro lado, no es la voz de mi amiga la que se oye.
—Si no es una emergencia no quiero saberlo —pronuncia la voz de mi jefe en tono cansado. Me toma un par de segundos comprender que me he equivocado al marcar. La extensión de su oficina termina en cuatro y la de Sas en cinco. Malditos dedos epilépticos—. Les, ¿pasa algo?
—N-no —me obligo a pronunciar con la voz temblorosa—. Lo siento, señor, me disponía a llamar al restaurante tailandés y he pulsado remarcar por error. Su número era el último en la marcación rápida, pero no se preocupe, tengo claro que no desea ser molestado. De nuevo, lo siento.
Escucho su suspiro viajar a través del auricular.
—No pasa nada, Les. Avísame cuando la comida haya llegado.
—Por supuesto, señor.
Estoy a punto de colgar para marcarle a Sas, pero me freno al escuchar algo más al otro lado de la línea.
—¿Qué le ocurría? —Es la voz de Ben.
Se escucha lejana pero muy clara, como si Alessandro no hubiera cortado debidamente la llamada.
—Nada, solo se equivocó al marcar —le responde mi jefe—. No sé cuál de los dos está más distraído el día de hoy.
—Sin ninguna duda lo estás tú.
—Y no tengo que recordarte por qué.
Silencio.
—Te dije que ya lo estoy investigando. No tienes que preocuparte por nada.
—No quiero más escándalos relacionados con la empresa, Benjamin. Ya me basta con que uno de nuestros principales tiburones se encuentre tras las rejas por intento de homicidio.
—Y no habrá más escándalos —repone Ben como una promesa—. Sé muy bien cómo controlar este tipo de situaciones.
¿Este tipo de situaciones? ¿De qué demonios me estoy perdiendo?
—Nadie más debe saberlo, ¿está claro? —le advierte mi jefe—. Si una sola palabra sale de esta oficina todo terminará por irse a la mierda, y no estoy dispuesto a arriesgar el futuro de ninguno de mis empleados. Todos dependemos de esta fusión.
—Créeme, lo sé. —Otro largo silencio y luego—: Oye, hablando de empleados, mi secretaria me dio esto para ti.
—¿Para mí? ¿Qué es? —Un silencio en el que me imagino a Ben encogiéndose de hombros—. ¿Una tarjeta de felicitaciones? —pronuncia Alessandro un segundo después, dubitativo—. ¿Acaso estoy de cumpleaños y con toda esta mierda lo había olvidado?
—Seguro que lo habría olvidado yo, pero dudo que todo el edificio lo haya hecho. ¿Qué pone la tarjeta?
—Pitufino y yo queremos felicitarlo por ser el jefe más dulce, atento y servicial que alguna vez hayamos tenido (aunque debo decir que es usted el primero), sin embargo, es de suma importancia recordarle que lo apreciamos mucho y agradecemos el hecho de que trabajar para usted nos sirva de sustento para mantenernos sanos y fuertes. Gatarina para Pitufino y ricos canoles rellenos para mí. Los de la cafetería de la esquina son una delicia, y sirven un cappuccino espumocito también. PD: Adjunto en esta carta un cupón de regalo para que asista a disfrutar de un par sin costo. Si gusta, puedo servirle de compañía. XOXO. Atentamente: Amy Williams.
La carcajada que deja escapar Benjamin esta vez es tan alta y sonora que no tengo que aguzar el oído para escucharla. Sin embargo, ni siquiera eso consigue que salga de mi estupor. ¿Qué mierda ha sido eso? ¿Amy... mi inocente y dulce Amy, acaba de insinuársele al jefe a través de una carta de felicitaciones?
No sé si reír o llorar con el hecho de que hasta ella parezca tener más cojones que yo.
—Dime que esto es una broma tuya —la voz de Alessandro a través del auricular atrae nuevamente mi atención.
—¡No, dios, por supuesto que no! —Más risas por parte de Ben—. No tengo idea que le ha dado a esa niña por enviarte eso, pero te juro que la pienso reprender.
—¿Y por qué exactamente la piensas reprender? —«Sí, ¿por qué?» Quiero saber yo también—. ¿Por invitarme a comer con ella un canole? ¿En nuestro reglamento se considera eso como acoso laboral?
—Pff, claro que no —suelta Ben en tono jocoso—. La reprenderé por considerarte a ti el jefe más dulce, atento y servicial que haya tenido. ¡¿Dónde carajos quedo yo?!
—En el poso de los idiotas, está claro —le gruñe en respuesta su amigo—. Te estoy hablando en serio, Ben. ¿Qué debería hacer con esto? No me parece que solo pueda ignorarlo y ya.
—Claro que puedes hacerlo —le contradice Ben—. Pero la pobre Amy no es merecedora de un desaire tan ruin, ¿o sí?
—No intentes hacerme sentir mal, joder.
—¡Yo no estoy intentando nada!
—Claro que no —masculla mi jefe con ironía. Luego se queda en silencio durante un rato en el que supongo se lo está pensando—. Muy bien. Dame el número de la extensión de tu secretaria.
—¿Qué piensas hacer? —inquiere Ben con diversión.
—¿Qué más puedo hacer? Llamarla para presentar mis agradecimientos por el obsequio y... además, indicarle que es bienvenida a encontrarse conmigo mañana temprano en la cafetería para tomar ese canole con cappuccino.
—¿No estarás hablando en serio?
—Por supuesto que hablo en serio. ¿Por quién me tomas? La imagen que doy a mis empleados es de suma importancia para mí.
—¿No tendrá nada que ver el hecho de que Amy forme parte del «Club de las feas» y temes que corra la voz por todo el edificio de que eres un malagradecido de mierda?
—Claro que no —contesta él, aunque su tono parece dubitativo—. Conozco a tu secretaria y no aparenta ser como las demás.
—¿Y cómo son las demás? —«Sí, ¿cómo?»
—Tú lo sabes —dice bajito.
—¿Indecorosas?
—Atrevidas.
—Yo solo conozco a un par que lo son —dice Ben en tono sugerente.
—No me interesa saber de quienes estás hablando.
—Yo creo que sí.
—No. Porque de quien estoy hablando yo es de Amy y de su gesto dulce y...
—¿Un tanto infantil? —lo corta Ben sin malicia.
—Como sea. Ha sido muy dulce y no me cuesta nada corresponderle. Así que no se hable más, y dame el jodido número.
Ben bromea con que es todo un caballero de armadura dorada, pero cuando procede a dictarle los dígitos de la extensión yo me veo obligada a cortar una llamada que me ha dejado tres cosas muy claras:
1. Tendré que inventar una excusa para justificar el retraso de la comida tailandesa.
2. Existe un secreto de los gordos en D&A del que aún no estoy enterada.
3. Apenas es el segundo día de esta estúpida apuesta y ya Amy tiene agendada una cita para desayunar con el amor de mi vida.
Joder. Yo solita no puedo con tanto. Levanto el auricular del teléfono una vez más y después del tercer tono...
—Habla con la asistente de la señorita De la Vega, ¿en qué le puedo ayudar?
—Por todos los abdominales de Stephen James, Sasha, no vas a creerme lo que te voy a contar...
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Hola, pecadoras.
Aquí tenemos un día más en esta loca historia.
¿Que tal les han caído Ben y el jefazo?
¿Y qué dicen de la tarjetita de Amy?
Las leo.
Besitos ❤️
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