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Capítulo 59 (¡Hasta siempre!)

Casi una hora después, Ricardo terminó de escribir los tres papeles. Sus manos temblaban por el esfuerzo, pero en su interior había una sensación de alivio.

Carlos los leyó uno por uno, con una expectación que crecía con cada palabra. Nada en esos papeles coincidía con lo que había imaginado. Cada frase, cada línea, lo sorprendía más, como si la decisión de Ricardo estuviera mucho más allá de lo que había anticipado.

Cuando terminó el último, levantó la mirada hacia Ricardo. Este, con los ojos cansados pero resueltos, asintió sin vacilar. No había duda en él. Sabía exactamente lo que estaba pidiendo, lo que acababa de sellar.

Carlos lo miró a los ojos durante unos segundos, tenía que cerciorarse de que todo esto no era solo un capricho repentino, sino una verdadera decisión.

—¿Estás seguro? —preguntó.

Ricardo asintió de nuevo, esta vez con más fuerza, y Carlos, tras un breve silencio, sonrió levemente.

—Está bien, Ricardo —dijo con voz calmada—. Voy a firmar los papeles.

Quitó el tapón de la pluma dorada que sostenía en su mano derecha y, con un gesto decidido, estampó su sello. Segundos después de que la punta tocara los folios, algo extraño ocurrió: la tinta del escrito comenzó a brillar con una intensidad suave pero inconfundible.

Esos papeles no solo sellaban el destino de Ricardo, sino también el de todas las personas que se habían cruzado en su camino. Cada palabra escrita en ellos parecía expandirse, tocando vidas pasadas, presentes y futuras, como si todo lo que había ocurrido hasta ese momento estuviera, de alguna forma, entrelazado por un hilo invisible. El brillo se desvaneció lentamente, pero la sensación de que algo trascendental había sucedido permaneció en el aire.

Carlos entregó los tres papeles firmados a Ricardo, quien los recibió entre sollozos.

Con las lágrimas cayendo de sus ojos y resbalando por sus mejillas, Ricardo comenzó a desaparecer. De forma lenta y casi imperceptible, su cuerpo, que había estado tan presente hasta ese instante, empezó a desintegrarse, como si la misma esencia de su ser se desvaneciera en el aire.

Primero, sus dedos, aún sujetando los folios, se desmoronaron en partículas de luz, luego su torso, sus piernas... todo comenzó a disolverse en un polvo brillante que flotaba en el aire.

Antes de que su figura desapareciera por completo, un último suspiro escapó de sus labios, y con una sonrisa débil pero sincera, Ricardo entendió que ya no necesitaba más respuestas. Había hecho lo que podía. Había cambiado, había aprendido. Y en su corazón, por fin, había algo que se parecía a la paz.

—Gracias... —murmuró—. Muchas gracias por todo.

—Gracias a ti, Ricardo —respondió Carlos, con la garganta encogida—. Ve con ellos, te están esperando...

Las palabras flotaron en el aire, llenas de una verdad indescriptible.

—¿Mamá y papá? —preguntó, con el rostro iluminado por la emoción, como si las palabras que había estado esperando toda su vida finalmente pudieran ser pronunciadas.

Carlos, con los ojos brillantes y una sonrisa llena de ternura, asintió con la cabeza.

Y así, con un suspiro tranquilo, Ricardo desapareció por completo, dejando atrás no solo la pena, sino también un legado de redención y amor, mientras se dirigía hacia el abrazo eterno que tanto había anhelado.



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