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Capítulo 39 (Granito de arena)

Fher había dormido poco. Los recuerdos de Pepe seguían ahí, tan vivos como si aún estuviera en aquella casa, en su hombro, hablándole con su voz cálida.

La mañana llegó con un cielo despejado. El sol se filtraba por la ventana, bañando la casa con un resplandor tenue y dorado. Ramón, tras desayunar, se acercó a la jaula y la tomó con suavidad.

—Hoy hace buen día, compañero —murmuró con una leve sonrisa—. Vamos a darte un poco de aire.

Con pasos tranquilos, salió al balcón y colocó la jaula sobre una mesita junto a la barandilla. Fher sintió el cambio al instante.

El fresco le agitó las plumas. Por primera vez en su vida, estaba al aire libre. Su pequeño pecho se hinchó con una mezcla de emoción y temor.

Era un primer piso. Veía la plaza, los árboles, cuyas hojas se mecían con la brisa, y más arriba, el cielo despejado, donde varias aves volaban con total libertad. Eran gorriones, palomas... algunos se posaban cerca, en los cables eléctricos, pero ninguno le dirigía la palabra.

Estaba nervioso, inquieto, pero en la plaza de enfrente, algo llamó su atención. Una puerta mecánica se abría y cerraba constantemente, dejando pasar a ancianos con paso lento, algunos acompañados, otros con la mirada perdida en el suelo.

Fher los reconoció al instante, eran como Pepe. Su pequeño corazón se aceleró.

Se aferró a los barrotes de la jaula, inclinándose todo lo que podía para ver mejor. Buscó entre los rostros arrugados, entre los bastones y los andadores... pero su compañero no estaba.

Se removió en la jaula, ansioso, sin apartar la vista de la entrada de la residencia. Pero, en lugar de Pepe, lo que llegó fue el sonido de un teléfono.

Desde la cocina, Ramón se sacó el móvil del bolsillo y lo llevó a su oído.

—¿Diga?

La voz del otro lado de la línea sonaba risueña y alegre.

—¡Ramón! ¡Feliz Navidad! Llamamos de la fundación para felicitarte las fiestas.

El barrendero sonrió con nostalgia.

—Vaya, muchas gracias. ¿Cómo va todo por allí?

—Bien, bien. Este año hemos podido ayudar a muchas familias, y eso es gracias a personas como vosotros. Nunca olvidaremos vuestra generosidad.

Ramón se quedó en silencio unos segundos. Su mirada se perdió en algún punto del horizonte.

—Hicimos lo que teníamos que hacer —respondió finalmente.

—Y gracias a eso, muchos niños tienen una oportunidad que antes no tenían. De verdad, Ramón... os estamos muy agradecidos.

El hombre suspiró y asintió, aunque la otra persona no podía verlo.

—Felices fiestas.

Colgó y se quedó quieto, mirando el teléfono en su mano.

Fher no entendía del todo la conversación, pero algo en la voz de Ramón había cambiado.

—¿Te han llamado de la fundación? —preguntó su esposa.

El hombre asintió y dejó el móvil sobre la mesa.

—Sí, para felicitarnos la Navidad.

Ella se acercó con pasos suaves y le acarició el brazo con ternura.

—Sigues preguntándote si hicimos lo correcto, ¿verdad?

Ramón apretó los labios, sin responder de inmediato.

—A veces... me lo pregunto —admitió finalmente, con la voz cargada de emoción—. ¿Habrá servido de algo?

Guardó el teléfono en su bolsillo. Miró sus manos, ásperas por el trabajo, y luego su uniforme de barrendero. Podría haber aceptado el dinero que los herederos de Lecheras Jiménez le ofrecieron por el cierre. Pero... ¿de qué habría servido?

Él y su mujer tomaron una decisión el día que su hijo murió: el dinero no les devolvería lo que habían perdido. Por ese motivo, vendieron la casa de verano que tenían en Conil de la Frontera. Querían ayudar a que otros padres no tuvieran que pasar por el mismo dolor que ellos pasaron, y eso les impulso a donar sus ahorros a una fundación dedicada al tratamiento del cáncer infantil.

Su esposa no dijo nada al principio. Solo tomó su mano entre las suyas y la apretó con cariño.

—Hemos hecho todo lo que está en nuestras manos —susurró—. No podemos hacer nada más, nosotros ya hemos aportado nuestro granito de arena.

Pepe golpeó la mesa con el puño, haciendo temblar la taza de café.

—¡No tiene sentido! —exclamó con furia—. ¡El ser humano ha sido capaz de mandar a gente a la luna! ¡A la luna, joder! ¡Sabemos qué hay en la superficie de Marte, pero no podemos encontrar la maldita cura para una enfermedad!

Fher notó la tensión desde la jaula.

—¡Sabemos cómo eran los dinosaurios que vivieron hace millones de años! —continuó, gesticulando con las manos—. ¡Podemos decir su altura, su peso, cómo caminaban, qué demonios comían y hasta cómo sonaban sus rugidos! ¡Pero no podemos evitar que un niño enfermo muera en la cama de un hospital!

Se dejó caer en la silla, con la mirada perdida.

—No es justo... —murmuró—. No es justo que avancemos tanto y sigamos sin poder salvar a los que más queremos.

—Estoy segura de que tarde o temprano encontrarán la cura... O una vacuna... —añadió su mujer, tras abrazarle por la espalda—. Tú has hecho todo lo que estaba en tu mano.

El barrendero cerró los ojos un instante.

—Sí... lo sé.

En la jaula, Fher sintió un escalofrío. Algo dentro de él se agitó, como una sombra antigua que no lograba identificar.

Los días siguieron pasando. La vida en su nueva casa era tranquila. El canario estaba a salvo, bien alimentado, en un hogar donde no faltaban los cuidados ni el cariño. Ramón y su esposa se apoyaban mutuamente, con un amor tan genuino y natural que Fher nunca había visto entre humanos. Lo veía desde su jaula, sintiendo un nudo en el pecho. ¿Esa complicidad era lo que Pepe había perdido cuando Carmen se fue?

Cada día esperaba con ansias que hiciera buen tiempo, para que Ramón lo posase en el balcón. Desde allí, el canario veía la residencia. Observaba a los ancianos, caminando con pasos lentos, algunos apoyados en bastones, otros en sillas de ruedas.

Había uno que siempre se sentaba en la misma esquina del patio, mirando al vacío. Los cuidadores le hablaban con impaciencia.

—Señor Manuel, que ya le he dicho que su hijo vendrá la semana que viene.

Pero el hombre seguía preguntando por él, cada día, con la misma ilusión.

Más allá, una mujer de pelo canoso sostenía un viejo bolso en su regazo. Apretaba los dedos contra la tela como si dentro estuviera el mayor tesoro del mundo.

—¿No me habré dejado la llave en casa? —se preguntó en voz alta.

Un enfermero pasó a su lado y resopló con fastidio.

—Señora Amparo, esta es su casa. Ya no tiene llaves.

Fher inclinó la cabeza, con el pecho encogido. Algo en sus miradas le recordaba a Pepe.

Un hombre más joven, probablemente un hijo, estaba de pie junto a un anciano en silla de ruedas. No le miraba, ni respondía a sus preguntas. Estaba más pendiente de su teléfono que de su propio padre. Le hablaba con esfuerzo, intentando captar su atención, pero el joven solo asentía de vez en cuando, sin levantar la vista de la pantalla.

La soledad de aquellos ancianos era palpable. Allí afuera, en aquel patio, había muchas jaulas invisibles.


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