Cuando amaneció, Pepe seguía en la cama. Era el Día de Todos los Santos, y por primera vez desde la muerte de su esposa, no tenía preparado un ramo de flores para colocar junto a la urna de mármol blanca que descansaba sobre la mesita de su habitación.
Había pasado la noche dando vueltas sobre el colchón, con el frío calándole los huesos, pero sin ganas de encender la estufa. ¿Para qué? ¿Para quién?
Entonces, escuchó algo inesperado: un canto.
Al principio fue torpe, inseguro. Pero poco a poco, la melodía se hizo más clara: «Vivir sin aire».
Nota del escritor: Recomiendo dar al "play" del vídeo para seguir leyendo mientras suena la melodía.
https://youtu.be/FC1GKg1OsGE
Pepe sintió un nudo en la garganta. El aire de la habitación se volvió más pesado, como si los años se comprimieran en ese instante. Agarró las sabanas y se cubrió la cara. Después, cerró los ojos y, de golpe, la vio. Carmen.
Bailando en la cocina con una cuchara de madera en la mano, tarareando la canción mientras él la miraba desde la mesa.
—Vamos, Pepe —le decía entre risas—. Que algún día me vas a dejar de piedra y te vas a poner a cantar conmigo.
Pero él nunca lo hizo. Solo la veía. Solo la escuchaba.
La última vez que la vio moverse así, aún tenía fuerzas. Aún reía. Luego, la enfermedad se la llevó. El silencio llegó con ella.
Ahora, ese silencio se rompía con un trino.
Pepe se incorporó lentamente, cubriéndose el rostro con las manos. No podía detener las lágrimas. No quería. Con esfuerzo, se levantó de la cama y caminó hasta la pajarera. Allí, sobre su percha, el pequeño canario lo observaba con su cabeza ladeada, como si supiera lo que acababa de hacer.
—Pero qué bicho más listo eres... —susurró Pepe con la voz rota.
La reencarnación de Ricardo siguió cantando, sin saber por qué, pero sintiendo que había hecho algo importante.
—Me alegra volver a verte sonreír, compañero... —dijo el pájaro para sus adentros—. Te añoraba.
Ese mismo día, por primera vez en meses, Pepe sintió que debía hacer algo. Se puso su chaqueta, aunque hacía frío. Abrió las ventanas, dejando que la brisa helada entrara en la casa por primera vez en semanas.
Sacó un trapo y limpió el polvo de los muebles. Lavó los platos acumulados en la cocina. Incluso se atrevió a mover la mesa para barrer debajo. Cada rincón que despejaba, cada superficie que tocaba, era un pequeño paso de vuelta a la vida.
Cuando terminó, se acercó a la pajarera y observó al canario en silencio. Pepe cerró las ventanas con cuidado y, con una sonrisa leve, abrió la puerta de la jaula de Bogart.
—Te lo has ganado —le dijo con voz cálida.
Luego, sin prisa, extendió la mano y lo tomó entre sus dedos.
Esperó a que entrara, pero el canario no se movió. Se quedó en su mano, mirándolo fijamente con sus pequeños ojos oscuros. Pepe hizo un leve gesto con los dedos, animándolo a posarse dentro, pero Ricardo no reaccionó.
—Vamos, chico —susurró con paciencia—. Es tu nuevo hogar.
El canario no quería entrar. Había pasado toda su vida entre barrotes y, ahora que sentía el aire libre en sus plumas, algo dentro de él se resistía a volver a la jaula.
Pepe frunció el ceño con curiosidad.
—¿No quieres...?
Antes de que pudiera terminar la frase, el canario agitó las alas con fuerza y saltó de su mano, alzando el vuelo con un batir torpe pero decidido.
Pepe lo siguió con la mirada, sorprendido, mientras el pequeño cuerpo amarillo recorría la sala. Voló hasta la lámpara, y luego, hasta el respaldo del sillón.
El anciano dejó escapar una carcajada, sacudiendo la cabeza con incredulidad.
—Vaya... Se ve que te gusta más la casa que la jaula, ¿eh?
De pronto, el canario regresó y se posó en su hombro.
—Sabes... creo que ya es hora de darte un nombre.
El animal ladeó la cabeza con curiosidad, sin entender, pero disfrutando del tono cálido de su voz.
—Te llamarás Fher —dijo finalmente, con una sonrisa nostálgica—. Como ese cantante que tanto escuchaba Carmen.
Pepe acarició su plumaje con el dedo, sintiendo por primera vez en mucho tiempo que no estaba del todo solo.
Después, se quedó mirando el rincón donde, durante años, había reposado la urna de Carmen.
—No puede ser que esté aquí, olvidada en la esquina... —murmuró—. Todavía no puedo llevarte a la playa, pero a partir de ahora, nos acompañarás a Fher y a mí.
Con un suspiro, tomó la urna con ambas manos, la llevó al salón, y la colocó junto a la jaula vacía de Bogart, donde ahora a partir de ahora reposaría Fher.
—Aquí estarás mejor —susurró, con un nudo en la garganta.
Más tarde, antes de que anocheciera, Pepe bajó a la calle y compró un ramo de flores.
Los días transcurrieron en una paz inusual para Pepe. Con Fher a su lado, su vida había recuperado un ritmo que creía perdido. Cada mañana, su nuevo compañero lo despertaba con su canto, tarareando aquella melodía que se había convertido en un puente con su pasado.
Pepe le hablaba mientras preparaba su desayuno, compartiéndole historias sobre Carmen, sobre su juventud, sobre los días en los que su hogar estaba lleno de vida.
—¿Sabes, pequeño? —dijo, mirando a Fher mientras el canario picoteaba una semilla en la mesa—. Cuando Carmen y yo nos conocimos, vivíamos junto al mar.
Fher ladeó la cabeza, como si intentara entenderle.
—En Isla Cristina —Pepe esbozó una sonrisa melancólica—. Un pueblo pesquero, en Huelva. Allí crecimos los dos.
Se quedó en silencio un momento, revolviendo el café en su taza, sin prisa, como si en él pudiese ver reflejado el pasado.
—El aire siempre olía a sal y a redes mojadas. Los barcos volvían al amanecer, y las gaviotas volaban en círculos sobre ellos, esperando su parte del botín. Yo no era pescador, no me gustaba el mar para trabajar, pero Carmen... —sonrió con nostalgia—. Carmen decía que el sonido de las olas y el canto de los pájaros era la mejor música que podía existir.
Fher trinó suavemente, y Pepe suspiró.
—Los canarios siempre estuvieron en su vida, ¿sabes? —continuó—. La familia de Carmen era de allí, pero su bisabuelo vino de Canarias. Y con él, trajo jaulas llenas de pajaritos como tú. Decía que vuestro canto traía buena suerte.
Pepe dejó la cucharilla sobre la mesa y miró a Fher con una expresión más seria.
—Desde que nos casamos, siempre tuvimos canarios en casa. Decía que el silencio era lo peor que podía haber en un hogar. Y cuando murió... —hizo una pausa, sintiendo un nudo en la garganta—. El silencio se quedó. Solo Bogart continuó cantando.
Fher no dijo nada. Solo se quedó quieto, observándole con sus ojos oscuros y redondos. Aunque con limitaciones, la reencarnación de Ricardo comenzaba a comprender los sentimientos de su compañero.
Pepe se pasó una mano por la cara, como si tratara de ahuyentar los recuerdos que le dolían.
—Siempre me pidió lo mismo —dijo finalmente, con la voz más ronca—. Que cuando yo muriera, alguien esparciera nuestras cenizas juntos en la playa. En Isla Cristina. Allí donde crecimos, donde nos enamoramos... donde prometimos que estaríamos juntos para siempre.
El anciano tragó saliva, bajando la mirada.
—Pero ahora... ¿quién lo hará?
El eco de su pregunta quedó suspendido en el aire.
—No tengo a nadie.
Sabía que su hijo no cumpliría su voluntad. Carmen confiaba en él para que sus cenizas descansaran juntas, bajo el mismo cielo donde los canarios volaban en libertad. Pero si él desaparecía, su última promesa se rompería. Esa idea le pesaba en el pecho más que la propia muerte.
Pepe sonrió con tristeza y extendió la mano, acariciando con la yema de los dedos la cabeza del canario.
—Carmen te habría adorado, ¿sabes?
Dejó escapar un suspiro y se levantó a mirar por la ventana.
Esa tarde, como de costumbre, Pepe encendió la televisión mientras se acomodaba en el sillón. Fher, como ya era habitual, se posó en su hombro, acurrucándose con confianza.
Los colores vibrantes y las voces enérgicas de un programa de entretenimiento llenaron la sala. Pepe no prestaba demasiada atención, dejándose llevar por el murmullo de fondo.
—¡La banda del momento sigue arrasando en toda España! —anunció el presentador con entusiasmo—. «Héroes» se ha convertido en un fenómeno musical y su tema «El camino del héroe» no para de sonar en las listas de éxitos.
Fher ladeó la cabeza. Algo en esas palabras lo hizo fijarse más en el sonido.
—Hoy tenemos un reportaje especial sobre los tres jóvenes que están revolucionando la música actual —continuó el presentador—. Vamos a conocer más sobre ellos.
En la pantalla apareció la primera imagen.
—Dalil, el marroquí del grupo, aporta el ritmo con su talento en el derbake, un instrumento que ha convertido en el alma de sus conciertos. Hijo de inmigrantes, creció en Madrid luchando por su sitio en la música.
El canario parpadeó.
—Miguel, el boliviano, es el corazón melódico del grupo. Su destreza con la guitarra ha llevado a «Héroes» a otro nivel, combinando influencias de su país con el sonido urbano madrileño.
Fher se movió inquieto sobre el hombro de Pepe. Una sensación extraña recorrió su pecho, como si estuviera al borde de recordar algo importante.
—¿Qué me pasa? —se preguntó para sí mismo—. ¿Por qué el corazón me late tan deprisa?
La televisión estaba a punto de mostrar el rostro del último miembro del grupo.
—Y por último... el líder de la banda. Un joven madrileño que ha demostrado que seguir los sueños es posible, a pesar de todas las adversidades. Su talento y su voz han sido claves para el éxito de «Héroes». Con ustedes, él es...
Un clic seco resonó en la sala. Pepe apagó la televisión.
—Bah... basura —murmuró con desdén, dejando caer el mando en su regazo.
—¡No, Pepe! —exclamó entre piares—. ¡Enciende la tele!
Fher dejó escapar un pequeño trino de incomodidad. Su instinto le decía que había algo más en aquella noticia, algo que debía ver y escuchar...
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