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Capítulo 28 (Fantasmas del pasado)

Durante semanas, Tres repitió el mismo ritual. Cada noche, la comida y el agua seguían en su lugar, como una promesa silenciosa de que alguien se preocupaba por él. Poco a poco comenzó a entender que, al menos, esa esquina del mundo no le traería peligro.

El invierno había llegado a Madrid con toda su crudeza. El frío se filtraba por los callejones, convirtiendo las noches en un desafío para la supervivencia. La nieve, rara en el centro de la ciudad, comenzó a caer cubriendo el asfalto de una capa blanca y resbaladiza.

Una noche extremadamente fría, cuando llegó a la puerta trasera del local, descubrió que, además de la comida, algo más lo esperaba. La silueta del dueño apareció en la penumbra, sosteniendo una llave entre los dedos. Tres se tensó, listo para huir, pero el hombre no hizo ningún movimiento brusco. Con calma, abrió la puerta trasera y, sin decir nada, dejó que el calor del interior se filtrara hacia fuera.

El viento gélido soplaba fuerte, y Tres temblaba con las patas entumecidas. Su instinto le decía que no debía confiar en los humanos. ¿Cuántas veces habían demostrado ser crueles? ¿Cuántas puertas se habían cerrado ante él sin una pizca de compasión? Pero esta vez era diferente. El hombre no intentaba atraparlo ni asustarlo, solo permanecía ahí, con la puerta abierta y el calor filtrándose en la noche helada. Tres retrocedió un paso. Luego otro. Sus músculos se tensaban, listos para correr... pero el frío mordía demasiado. La necesidad pesaba más que el miedo. Y entonces, cruzó el umbral.

El hombre cerró la puerta con suavidad y se sentó cerca del mostrador. Encendió un pequeño calefactor y lo acercó a sus propias manos, frotándolas para entrar en calor. Luego, con voz pausada y un acento marroquí marcado, comenzó a hablar:

—En mi tierra, gatos negros no ser mala suerte. En Marruecos, traer buena energía —Hizo una pausa y miró a Tres, que permanecía agazapado en una esquina—. Yo también vivir en calle, hace años. Pasar mucho frío, mucha hambre. No bonito, no fácil.

Tres no se movió, pero sus orejas estaban atentas.

—No ser mucho tiempo, tres, cuatro meses... pero suficiente. Hombre malo echar de trabajo, no poder pagar casa —dijo con voz resignada—. Mi hijo no sufrir. Por suerte, un joven bueno acogerlo en su casa, darle comida, cuidado.

Su semblante triste desapareció al recordar a su misterioso salvador.

—Ese chico ayudarme después. Él abrirme negocio —La emoción que sentía al hablar provocó que su pulso temblara—. Yo deberle todo a ese chico.

Tres lo observaba con ojos entrecerrados. Las palabras del hombre no eran amenazas ni órdenes, solo recuerdos flotando en el aire cálido del local. Poco a poco, movido por algo que ni él mismo comprendía, se acercó unos pasos. La calidez que le ofrecía aquel sujeto era tentadora. De alguna manera, no lo veía solo como un simple animal callejero.

Finalmente, con un leve suspiro, Tres se acurrucó junto al calefactor, sintiendo el calor colarse entre su piel y sus huesos helados.

El hombre lo observó con una ligera sonrisa y, tras un silencio, murmuró:

—Tú ser gato listo... igual que yo, hace años —Levantó la mirada hacia Tres, como si hablara con alguien que pudiera entenderlo—. Orgullo no dar de comer, amigo. Cuando tener hambre, cuando tener sed, cuando frío entrar en hueso... orgullo no servir. No ser tiempo de levantar cabeza cuando estómago estar vacío. Tú deber recordar esto.

Su voz era cada vez más baja, casi un susurro.

—Vida dar muchas vueltas... pero siempre haber alguien que ayudar. A mí, chico bueno. Ahora, yo ayudar a ti.

Hizo una breve pausa, pensativo.

—Aunque tú ser gato, yo saber que tú poder sufrir.

El tendero suspiró hondo y se pasó la mano por la cara. Cuando la bajó, notó la humedad en sus dedos y chasqueó la lengua con resignación.

—Bah... Mira esto. Hombre viejo llorando delante de gato —soltó una risa seca—. Pero... yo no tener vergüenza por eso. Llorar no ser malo. Llorar ser algo que cuerpo hacer cuando demasiado peso dentro.

Se frotó los ojos con el dorso de la mano, pero las lágrimas seguían ahí, tercas, como si hubieran esperado demasiado tiempo para salir. Miró a Tres con una pequeña sonrisa cansada, y con movimientos lentos, extendió la mano. No intentaba atraparlo ni obligarlo a nada; solo ofrecía un contacto cálido, sin exigencias.

Tres, que hasta ese momento había permanecido tenso, olfateó la piel curtida del hombre. No detectó amenaza en su olor, solo cansancio, paciencia... y algo más profundo que no supo nombrar.

Por primera vez en mucho tiempo, no se apartó. Se quedó quieto, y el tendero deslizó sus dedos con suavidad sobre su lomo.

—Mira, cuando bebé nacer, primera cosa que madre y padre esperar... su llanto. Porque si no llorar, no estar vivo.

El hombre dejó que su mano reposara unos segundos más sobre el pelaje de Tres, como si el contacto pudiera aliviar algo en ambos.

Luego, con la mirada fija en un punto lejano, su voz descendió.

—¿Sabes quién no llorar, amigo? —susurró, sin mirar al gato—. Los muertos.

La última frase del marroquí se clavó en el pecho de Tres, como un puñal invisible. Algo en su mente estalló. El calor del calefactor desapareció, y el presente se resquebrajó.

Entonces, una voz rugió desde lo más profundo de su memoria.

—¡Los hombres no lloran!

Las palabras del hombre bondadoso que le acariciaba se deformaron, convirtiéndose en un eco colérico.

—¡Los hombres no lloran, Ricardo! ¡Los débiles lloran! ¡Los fracasados lloran!

El cuerpo de Tres se tensó. Su cola se crispó como un látigo. Su respiración se volvió errática. No entendía por qué, pero esas palabras lo atravesaban.

—Levanta la cabeza. ¡Levanta la cabeza y compórtate como un hombre!

El eco se mezcló con una imagen borrosa: una mano gruesa golpeando una mesa, un niño encogido en una silla, una mirada fría que lo perforaba. Eran Ricardo y su padre.

—Eh... ¿Qué pasa, amigo? —El tendero retiró la mano, alarmado—. Tú no estar bien...

La voz del humano flotó en el aire, pero Tres apenas la percibió. El hombre se inclinó hacia él, con el rostro preocupado.

—Tú respirar mal, amigo...

Tres trató de moverse, pero sus patas temblaban. El suelo se sentía inestable. Algo lo apretaba por dentro, un nudo, un peso insoportable en el pecho. Su garganta ardía. Los ojos de Tres estaban clavados en un punto vacío, dilatados, perdidos.

—Eh, amigo... Escucharme, ¿sí?

El tono pausado de del marroquí empezó a filtrarse en la niebla de su mente.

—Respirar, amigo. Sentir calor, sentir piso bajo patas. Aquí estar seguro.

Tres tembló otra vez, pero su respiración bajó un poco.

—No pasa nada... Solo susto, amigo. Tú fuerte. Solo descansar.

Tres dejó escapar un maullido bajo. Luego, sus patas fallaron y se dejó caer de lado, con un jadeo entrecortado.

—Tú no estar bien... —susurró con el ceño fruncido.

El hombre tomó el calefactor y lo acercó más, asegurándose de que el calor llegara a él. Tres cerró los ojos un instante, pero su cuerpo no dejaba de temblar.

El tendero lo observó en silencio. No entendía qué había visto aquel gato en su mente, pero sabía reconocer el miedo cuando lo veía.

Y Tres acababa de ver un fantasma.


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