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Capítulo 1 (El coto de caza)

—No puedo hacerlo papá.

—Solo tienes que apretar el gatillo —susurró Ricardo, nervioso—. Vamos, dispara.

El joven guiñó un ojo mientras intentaba apuntarcon el otro a una hembra de jabalí. La respiración entrecortada y el sudor quele resbalaba por la frente comenzaron a nublarle la vista. Finalmente, incapazde soportar más la tensión, bajó el rifle.

—Lo siento.

El rostro de su padre se endureció de inmediato y la furia se reflejó en su mirada, desencajada y amenazante.

—Maldito inútil... —murmuró, arrebatándole el arma—. Te guste o no, vas a convertirte en un hombre.

Sin titubear, Ricardo apuntó al mamífero que amamantaba a sus crías y disparó. El eco del tiro resonó en el bosque, ahuyentando a los pájaros cercanos.

Misael sintió un nudo en el pecho, como si algo dentro de él se hubiese roto.

—¡Vamos, espabila! —gritó su padre al llegar al animal—. Ayúdame a atarle las patas.

Con manos sudorosas, Misael comenzó a rodear sus pezuñas con una cuerda. Pero, al ver al jabalí agonizando, rodeado por la angustiosa mirada de sus crías, no pudo contenerse y rompió a plañir.

—¿Yo te he criado para que seas un llorón? —Ricardo le propinó una bofetada que sonó tanto como el disparo anterior—. ¡Levántate ahora mismo y ata las patas de este cerdo asqueroso!

Misael, con la mejilla ardiente, intentó recomponerse. Pero Ricardo, furioso ante la impasividad de su hijo, agarró a uno de los jabatos y le atravesó el estómago con su cuchillo.

—¡No, por favor! ¡No los mates! —gritó desesperado.

—¡Obedece o te juro que los destripo a todos!

El joven tragó saliva y volvió a atar las pezuñas del animal, con las lágrimas empañándole la vista y las manos manchadas de sangre.

—Tienes que acostumbrarte a esto —dijo su padre, más relajado—. ¿Cómo te crees que sobrevivían los hombres de antaño? ¡Tenían que cazar!

Le dio una palmada en la espalda antes de ensartar el cuchillo en el cuello de la presa, acabando con su sufrimiento.

—¿Así está mejor? ¿Prefieres que no sufra?

Misael asintió, incapaz de articular palabra, y una vez terminaron de anudarle las patas, comenzaron a arrastrarlo mientras las crías les seguían, gimoteando.

—Pesa más de lo que pensaba —se quejó Ricardo, fatigado—. Espérame aquí, voy a por el coche.

Cuando su padre se alejó en busca del todoterreno, el joven permaneció junto al jabalí y los jabatos, que seguían rodeando el cuerpo inmóvil de su madre.

—Lo siento mucho —murmuró, acariciando al que frotaba su cabeza contra sus piernas—. Perdonadme.

Se sentó en el suelo y se tapó los oídos para no escuchar el lamento de los animales.

Poco después, el ruido del motor del coche le devolvió a la realidad.

—¡Ya estoy aquí! —anunció Ricardo, descendiendo de su Mercedes con un cigarro entre los labios—. Vamos, ayúdame a subir el trofeo.

Tiró la colilla al suelo y propinó una patada a las crías, que seguían aferradas al cuerpo de su madre.

—¿Quieres que las mate? —preguntó una vez metieron el jabalí en el todoterreno—. De todos modos, van a morir.

Él negó con la cabeza y apagó con disimulo el pitillo que su padre había dejado encendido.

Una vez en el interior del coche, Misael no pudo evitar mirar por el retrovisor. Los jabatos seguían allí, indefensos y confusos, observándoles mientras se alejaban.

—Siento haberte dado una bofetada —dijo Ricardo tras un largo silencio—. Ya sabes que a veces pierdo los estribos.

Encendió otro cigarro y puso la radio.

Lamentamos comunicarles que el joven herido en el Carnaval del Toro de Salamanca ha fallecido. Las cornadas sufridas le provocaron heridas mortales, y, a pesar de esfuerzos médicos...

Ricardo cambió de canal.

—Pobre familia —murmuró entre dientes—. Los animales son monstruos sin escrúpulos.

Misael no respondió, permaneció mirando por la ventana, con la mente en otro lugar. Odiaba esas batidas y todo lo que representaban. Cada vez que pensaba en la Sierra de Ayllón, un escalofrío le recorría el cuerpo.

Tras más de una hora de viaje, llegaron por fin al exclusivo barrio de la Moraleja, situado a las afueras de Alcobendas, un conocido pueblo de Madrid.

Ricardo dobló una esquina y se detuvo frente a una elegante mansión de fachada blanca.

—Pararemos primero en casa de Luis —dijo—. Quiero que vea lo que hemos cazado. Di que disparaste tú, ¿de acuerdo?

Misael asintió con desgana mientras su padre vociferaba desde el coche, golpeando la bocina.

—¡Luis, sal aquí! ¡Tienes que ver esto!

Un hombre corpulento, con un impecable traje casual, abrió la puerta de la casa.

—¿Qué quieres, Ricardo? Me pillas en un mal momento...

—Mira —respondió orgulloso, tras salir y abrir el maletero—. ¿Qué te parece? ¡Lo ha cazado de mi hijo!

Luis se acercó al coche con una ceja levantada.

—Vaya... —murmuró—. Felicidades, Misael, Rafael deberá ponerse las pilas si no quiere quedarse atrás.

En ese momento,el hijo de Luis, salió al jardín. Tenía la misma edad que Misael, pero su actitud era mucho más arrogante.

—¡Papá! ¡Es el pesado del abuelo! —exclamó, con el teléfono móvil en la mano—. Quiere que te pongas.

Nada más entregarle el dispositivo a su padre, giró la cabeza y vio el jabalí.

—¡Pedazo de cerdo! —gritó, boquiabierto.

Misael evitó el contacto visual, sintiéndose incómodo.

—Papá, ¿podemos irnos ya? —preguntó.

Ricardo le lanzó una mirada dura antes de disculparse con Luis.

—Es un poco tímido, ya sabes cómo son los chicos a esta edad.

Luis asintió con una sonrisa fingida mientras sostenía el teléfono y conversaba con el hombre al otro lado de la línea.

—Papá, no puedo ayudarte, lo siento —resopló, resignado, dándose la vuelta para darle la espalda a Ricardo—. Si mamá se encuentra mal, llama a una ambulancia, pero no me molestes más con eso, estoy muy ocupado.

Ricardo regresó al coche y, con gesto molesto, arrancó el motor.







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