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II

Seguido por la escuálida muchacha que atendía abajo las mesas metí a Martín en una de las habitaciones superiores de la posada. Le tendí en la cama con cuidado y le descalcé. Seguía inconsciente.

Mandé a la chica en busca de una jofaina con agua y unos paños y tomé asiento junto a su cama, sin dejar de observar aquella ruina en que se había convertido Martín.

Su rostro, ahora algo menos crispado, parecía con todo una carátula mortuoria, y noté que su pecho apenas se inflaba. Sufría enormemente. Tomé uno de sus brazos —duros, flacos y marmóreos — y busqué su pulso: ¡apenas noté nada! Dejé su brazo con preocupación junto al costado y le desabroché la camisa, a fin de que respirara mejor. La piel de su pecho, antes curtido por las cicatrices propias de la marinería, se mostraba ahora lisa, fría y tensa como la tripa de un tambor, a punto de quebrarse. Comenzó a dormitar al parecer, pues su respiración se tornó más tranquila y regular.

Entonces levanté de nuevo la vista a su rostro, y comprobé que ahora y de repente había abandonado por completo aquella insana crispación que advirtiera toda la concurrencia abajo, en la sala. ¡Ahora que dormitaba me pareció el de Martín el rostro bello, estático y de un aspecto casi virginal de un busto de Afrodita!

—Dios Santo... —musité—. Martín, Martín, ¿qué te han hecho, amigo mío?

Entonces Martín pareció como si reconociese mi voz, y aún sin abrir los ojos y sin casi aliento me susurró:

—¿Capitán? Creía que el sonido de esa bandurria había sido tan solo un sueño... Me alegro de volver a veros antes del fin, capitán, pero maldita sea mi suerte, porque veo que ahora que nos hemos vuelto a encontrar no me puedo quedar a acompañaros...

—No habléis, Martín —le respondí—. Descansad. Mandaré venir un médico, y...

En ese punto regresó la muchacha con la jofaina y las compresas. De un salto se las arrebaté de las manos y la despedí, cerrando a cal y canto la puerta tras ella. Regresé con Martín.

Al punto empapé uno de los paños y lo puse sobre su frente, pero me maldije al instante. ¡No tenía fiebre, pues estaba frío, helado! ¿A santo de qué valdrían los paños? Tomé asiento de nuevo apretando los puños y sin saber qué hacer para ayudar a mi pobre amigo.

Entonces observé que Martín volvía a dormitar, si bien de pronto pareció como si transitara por un mal sueño o una pesadilla. ¡Ahora sí! ¡De pronto le subieron las fiebres! ¡Parecía humano de nuevo otra vez, con el rostro arrebolado, y me alegré a pesar de los sudores que comenzaron a aquejarle! Le coloqué una compresa empapada en la frente, y mojé sus labios con agua.

—Dormid, Martín. Yo velaré por vos —le dije, y él me contestó esto, en una especie de duermevela:

—Buen doctor, buen doctor... —se quejó, delirando, aunque una oscura y extraña aprensión me oprimió el pecho—. No quiero dormir más, buen doctor; no hurguéis en mi cabeza más, os lo ruego... ¡Os lo ruego! —exclamó, y noté que ahora lloraba con el desconsuelo y la inocencia de un niño, y no con la de un hombre curtido por el mar y la dureza de los viajes.

Así prosiguió un buen rato más, y cuando a punto estaba de no poder soportarlo más y salir a trompicones en busca de un galeno que curase su aflicción o pusiese fin a su sufrimiento vi que su respiración, antes casi inexistente, ahora se agitaba y que el pobre Martín jadeaba entrecortadamente. Tomé de nuevo su pulso y esta vez tardé aún más en encontrarlo, de tan débil que resultaba.

—Mas, ¿qué es esta extraña maldición? —exclamé, impotente.

Me alarmé y entonces sí salí por la puerta y a la carrera en busca de alguna mano que pudiera socorrer a mi amigo. Y fue así la última vez que vi con vida a Martín, pues cuando regresé al cabo acompañado por un médico el pobre ya había muerto.

El doctor apenas pudo hacer otra cosa que certificar su defunción, y poniendo sus brazos sobre el pecho lo ungió de aceites balsámicos y cubrió su inmaculado pecho con una sábana blanca. Entonces el galeno se volvió y pasó junto a mi asiento, al lado de la cama. Aún llevaba su antifaz, si bien al cuello. Puso una mano sobre mi hombro y me dijo tratando de consolarme:

—Nada se puede hacer ya, salvo velar su encuentro con la Diosa. Ánimo, hombre. Al alba mandaré venir por su cuerpo. ¿Dispone su familia de un sepulcro?

—Lo ignoro —susurré, demudada la color—. Ignoro si Martín tenía ahora familia, si vivía en Crise o si tan solo se hallaba de paso...

—Bueno, hombre, bueno... —contestó entonces el galeno—. No será entonces de aquí; Misse, la hija del posadero, me ha dicho abajo que nunca le había visto por aquí. Le llevarán a una fosa común entonces, junto al templo.

Tomé entonces la mano del practicante.

—¿Vos tampoco lo conocíais de algún otro sitio? —El médico negó—. Juzgué que acaso por ventura podríais haberle visto en alguno de los sanatorios de la ciudad. Llamó a alguien, dijo algo sobre un «buen doctor». ¡Sufría mucho! ¡Su enfermedad no puede ser fruto de una sola noche! ¡Debía estar internado en algún sanatorio o en alguna Casa de Curación!

El doctor volvió a negar.

—No. Nunca había visto antes a su amigo, lo siento —respondió con aplomo, y se zafó de mi mano. Ya desde el dintel de la puerta, antes de marcharse, añadió—. Al alba vendrán por él. Trate de descansar algo: tampoco usted tiene buen aspecto.

Y se fue, dejándome a solas con el cadáver de Martín.

Pasaron las horas muy lentamente. A pesar de mi desdicha el cansancio de los días pasados en el camino y aquellas últimas impresiones acabaron haciendo mella en mí, y creo que al cabo cabeceé en la silla mientras velaba el cuerpo de mi amigo, y mientras, entre sueño y sueño, rememoraba el buen servicio prestado por Martín en mi perdido navío. De mi borrachera no quedaba ni rastro.

Conocí a Martín cuando él no era más que un niño en una taberna de Palos y yo poco más que un muchacho, justo antes de que izara velas y pusiera rumbo al Oriente con encargo del Condestable de Castilla. Era Martín natural de Jaén, y había dejado su tierra y se había trasladado al sur con una banda de cuatreros al quedar huérfano de padre, huyendo del cuidado del Real Asilo de Huérfanos de Mineros. En una taberna digo que me lo encontré, y en vez de dejarle robar mis doblas se las cedí a cambio de algunos recados, pues el muchacho pronto se me apareció vivaz. Me confesó al cabo de unos días después que había reñido con su camarilla, y que le habían echado a patadas y que no tenía hospicio al que volver. Yo le contesté si le gustaría tener el mar como residencia y aprender un oficio con el que ganarse la vida, y no dudó en responderme que sí, y eso fue todo.

Ningún favor le hice yo a ese muchacho; más bien fue al contrario. Como digo me encontraba yo al principio de mis viajes, y bien pronto pasó de grumetillo a ocupar otros puestos en mi barco de mayor relevancia. ¡De cocinero no, que de las cocinas le quité bien pronto, en cuanto me echó a perder un buen barril de vino al querer conservarlo él con salmuera, como a los pollos y terneras!

En mi barco en fin se hizo un hombre, y partió junto a mí a Oriente como digo, cuando lo del Condestable y los piratas del Iapam que asediaban costas de San Lázaro. Conmigo pasó cautivo cinco largos años en la corte de Tay Fusa, y aunque nos trataron bien y no me desencuadernaron La Deseada aproveché aquel tiempo ocioso en que no había nada mejor que hacer que admirar gheisas en enseñarle a leer y escribir, a seguir cartas de navegación y a usar con honor y buen provecho el sable. Le enseñé el oficio del marino y a servir a su patria en fin, y él me pagó con creces con camaradería y lealtad. Yo gané como veis en el negocio, y fin.

Y después la vida y una cruel tormenta nos trajeron a estas costas, pero ya conocéis la historia, y aquí hallamos imperativo de separarnos.

Y ahora en esta sombría habitación nos hallábamos el pobre Martín y yo, a la luz de una vela sobre la mesilla; yo, descompuesto, y él tocado con una sábana, a modo de indigna mortaja.

Recité por fin una oración por su alma, pero no a la Cálida Diosa, en cuyos altares había perdido yo a Briseida, sino al Dios de los viejos cristianos de mi patria y al Cristo Redentor, que había muerto y sido cubierto con una sábana como aquella.

Cuando terminé de rezar el aire pareció quedarse inmóvil en la habitación, y fuera, al otro lado de la ventana del cuarto, la ciudad pareció aquietarse también. Parpadeé. Al punto debía estar presto a amanecer, y la ciudad, achacosa por los excesos, debía estar despertando en aquellos instantes pasmosos previos al alba.

Tañó en efecto de nuevo la campana del templo sobre los tejados, y la luna se paseó por fin frente a nuestra ventana, presurosa a desaparecer por el horizonte, sumiendo en el ínterin la habitación con un fulgor plateado y soñoliento.

Entonces la sábana que cubría el cuerpo de Martín se movió. Yo lo vi, en la parte en que descansaba su mano muerta. No fue imaginación ni locura, y eso lo supe desde aquel primer momento: la mano de Martín se movió, y desde lo más profundo de mi alma sufriente supe también que no debía alegrarme en absoluto por ello.

Es extraño. Aún me sorprende que viviese aquella experiencia sin sorpresa. No, creedme, que no la sentí, ni tampoco cuando el torso de Martín se irguió sentándose sobre la cama. La sábana se escurrió desde su coronilla hasta sus muslos, mostrándome su tronco al desnudo. Virginales me parecieron antes sus rasgos, durante su fulminante enfermedad: ahora Martín me parecía la delicada obra de maestros escultores italianos, solo que animada.

No pude menos que admirarlo, mudo y ajeno a lo inverosímil de todo aquello: su piel parecía lisa y suave; su costado duro y pétreo; sus miembros torneados, sin mácula; pero su rostro... ¡Su rostro había quedado otra vez contraído en otra mueca imposible, y resultaba de pesadilla, pues sus labios mostraban hileras de terribles dientes aserrados y puntiagudos, como los de un escualo, y sus ojos, borrosos, me parecían también como los de un tiburón, abiertos a un vacío tan abismal como aquel vislumbrado durante mi visión en el faro de Mastia!

Se incorporó entonces de manera inconcebible, poniendo los pies en el suelo y sin dejar de sonreír, pero, ¿sonreía? Yo permanecía inmóvil, perdido en aquellos pozos que no pestañeaban...

Tampoco habló, ¿pero podría acaso también hacerlo? Aquella abominación, aquel ser que una vez participó de mi pan y de mi vino se acercó a mí, distante solo a dos pasos.

No sé qué me empujó a levantarme al fin y en el último momento, tirando la silla, a retroceder y a echar mano a mi espada, pero con un enloquecido gemido recuerdo que desenvainé y que el filo de mi espada otra vez relumbraba con luz propia, como aquella vez en el faro de Mastia.

Martín siseó al contemplarla, tal como aquel demonio de la torre. Y le ataqué pero aún no sé ni cómo, y que la Cálida Diosa me perdone, porque para mí entonces él aún era Martín, mi Martín, y no un demonio resucitado, y de un tajo le abrí el pecho inmaculado, de parte a parte y con una herida mortal.

Pero Martín no sangró ni cayó, aunque sí se detuvo. Se encogió, y con un dedo hurgó y recorrió con curiosidad el mortal tajo abierto en su carne. Tras hacerlo retrocedió hasta la ventana sin dejar de mirarme y sin dejar de sonreír con aquella horrible mueca.

Se sentó sobre el alféizar de la ventana y se apoyó en su marco. Entonces se dejó caer hacia atrás, y mientras la noche lo engullía me dijo con una voz quebrada, como formada por los chasquidos de las piedras contra las piedras:

Pronto estaréis conmigo en la Nada, capitán.

Corrí hasta la ventana con mi espada en la mano y atisbé abajo el empedrado de la calle, y más allá, el canal: ¡nada, no, nada! ¡Ni nadie!

Me alejé dejando escapar un alarido aterrorizado y me apoyé en la pared opuesta del cuarto. Allí me dejé escurrir, sin fuerza en las piernas, hasta quedar sentado en el suelo.

¡Yo no podía dejar de gritar!

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