
Curiosidad
Las plumas de mi nuca se erizaron al ponerme en pie con las alas exhuberantes expuestas. Retrocediste un poco al ver mi envergadura. No esperabas que fuera tan grande y fuerte.
Un atisbo de miedo brilló en tus ojos de azul tan intenso como el cielo al cenit del sol. Ante eso me compuse y apegue las alas contra mi cuerpo de felino. Mis garras raspaban la tierra en búsqueda de algo para reconfortarme.
Tenías los hombros desnudos. Mi mirada cayó directamente en como los músculos de esa zona se tensaban. Resguardabas tu cuerpo con tus brazos incomodándote un poco.
Apolo me había advertido tanto de los humanos que me dolía convencerme que eras como ellos. Emanabas una inocencia como de las tórtolas, con una piel besada por el sol de un tono tan dorado como mi plumaje.
—¿Por qué estás aquí? —no podía despistarme. Mi instinto guardián hacía una barrera entre mis sentimientos y mi mente fría y educada.
—Solo era mera curiosidad. Nada más —dijiste en un hilillo de voz que se confundía con el viento—. Quería averiguar si era cierto que aquí había una criatura magnífica. Parece que los del pueblo tenían razón.
Erguí las orejas. Había pasado tantos años allí en ese sitio que no me había fijado en la presencia humana en los alrededores. No era tampoco tan cercano a mi cueva pero no podía bajar la guardia.
De repente tus mejillas se tornaron rojizas. No sabía que los humanos tenían la habilidad de cambiar de color el tono de su piel.
—¿Es cierto que tocar las plumas de un grifo trae buena suerte? —preguntaste.
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