Sáquenme del sur.
Cuando de pie en el puente me pongo a observar
—bajo cielos grisáceos y gotas de agua—
a los vehículos que pasan como hormigas apuradas
por el vasto panorama de esta ciudad tan apocada,
tan aburrida, tan monótona y sin vida,
me es imposible no imaginar, ni recordar,
a las líneas esfumadas de la urbe que habitaba
en los días de mi juventud —ya olvidada.
Se engaña, aquel que piensa
que he superado el caótico escenario de la urbe Santiaguina.
Que el sur me ha calmado el alma,
que este clima frío ha sido un bálsamo para mis heridas.
Que estos pastos verdes,
repetitivos e interminables,
a los que suelo a diario recorrer,
me traen algún placer.
Que mirar al mar azul,
me serena todo el ser
y me relaja todo el espíritu.
Porque no lo negaré, ¡yo nunca yo lo haré!
Pese a sus mil y un problemas,
a la capital quiero volver.
No tan solo por mis amigos, sino por todos los lugares
que amaba recorrer, y que amaba visitar,
y por todos los rincones que convertí en mis hogares,
por todas las calles, edificios, restaurantes y bares,
por todas las esquinas y encrucijadas,
que convertí en mi reposo, que convertí en mi morada.
Yo amaba a la ciudad, con todos sus desastres.
Con su horrible suciedad, con sus robos, vicios y males.
Yo amaba ese espacio, porque me era familiar.
Y prefería la gran urbe, a este terrible lugar.
Estoy rodeada de árboles, de troncos caídos,
de largos y perennes pastizales.
De autopistas, de vacas,
de caballos, de líneas interminables
de vehículos que se extienden hasta el horizonte,
y que solo Dios sabe exactamente dónde irán a parar.
No quiero estar aquí, tan alejada de todo, tan distante.
Pero no tengo opción.
Estoy atascada en Concepción.
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