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Reunión Familiar

En una calle desolada, melancólica, insonora y casi olvidada, había una mugrosa casa de dos pisos que encendía y apagaba tenues luces LED blancas cada vez que caía la noche. Allí la gente se quedaba absorta, admirando los decoradas del seco jardín principal cuyas flores sobrevivían, a pesar de la sequía en la zona.

Quien pasaba por esos rumbos siempre podía ver cintas policiacas amarillas caerse de la nada. No importaba cuánto se esmerara uno en recolocarla, al final del día aparecía como residuo encima del verdoso y obscuro pasto.

Los cuervos eran las únicas aves que se atrevían a posarse en el césped, pues encontraban belleza entre tanta escala de grises de la sólida construcción abandonada desde hacía más de cuarenta años, o eso era lo que se decía.

«Bello cuervo que decide posarse en nuestro jardín por enésima ocasión, ¿cuándo podremos jugar juntos sin ser interrumpidos por envidiosos?», reflexionó un niño de doce años, quien admiraba a su amigo a través de la empolvada ventana que daba hacia la calle.

Él se sentó en el duro, incómodo, desgastado y asqueroso sofá de la sala, preguntándose si sus padres lo visitarían. Mientras tanto, una adolescente de cabello oscuro se acercó hasta él para abrazarlo porque sabía que su deseo no se cumpliría.

—Siempre es bueno tener esperanza —comentó el niño, empezando a soltar una cascada proveniente de una de sus azuladas orbes.

—Mejor ve a jugar con Tommy —sugirió ella. Inmediatamente, el chico corrió despavorido hasta el jardín para reunirse con el cuervo, gozando de la rapidez de sus latidos.

—Maya —dijo un joven de dieciséis años, quien utilizaba un uniforme escolar—, encontré las fotografías de Alex, así que las pondré en la meseta del comedor. ¿Te parece?

Maya, la joven que usaba un vestido rosa, estaba atónita ante la escena que se orquestaba en la calle. Afuera, Alex perseguía al ave, ignorando que su pijama estaba sucia y olorosa. 

En ese momento, una mujer mayor pasó en la acera. Ella estaba impactada porque algo se le hacía extraño en el pequeño.

«Entra ya, entra ya», rezongó Maya tras observar que la señora había visto a su hermanito. Fue entonces que Alex permitió que el cuervo revoloteara, pasmándose ante la presencia de una desconocida.

Él se irguió, permaneciendo callado hasta que decidió reírse, enseñando que de sus ojos chorreaba un líquido escarlata oscuro. 

—Madre de Dios —chilló la señora, huyendo del sitio. Ella no comprendía nada acerca de lo que había visto.

Alex entró cansado a casa, limpiándose la sangre. Él examinó su ropa, la cual tenía polvo, aceite y sangre seca. Las finas líneas rojizas lo emocionaban más que el resto de las decoraciones de su pijama.

Una niña de ocho años, cabellera castaña, cuencas oculares vacías y pijama, apareció en compañía de su oso de peluche para preguntar a sus mayores si sabían cuándo aparecerían papá y mamá.

—Eva, llegarán el fin de semana —espetó Maya, mascándose un pellejo de su mano derecha—. No te desesperes. Ellos jamás nos abandonarán.

Eva trotó hasta su hermana mayor para que ella la cargara, incitando a que su familia se uniera en un cálido abrazo que jamás dejaría de sentirse frío.

La pequeña tarareó la canción de cuna que su madre le recitaba para dormir, y al llegar a la melodía final, se quedó dormida. La adolescente cruzó el comedor y subió la ruidosa escalera de madera para ingresar al cuarto de Eva.

Estando allí, acostó a la niña encima de la insípida cama, cubriéndola con la manta de unicornios que estaba disponibles. Después, volvió a la entrada para encontrarse con que Alex yacía recostado en el gélido piso de madera.

—Connor, ¿hoy también jugaremos a las escondidas? —llamó Alex a su hermano mayor.

—Claro que sí, bastardo —respondió el joven uniformado y con laceraciones alrededor de su cuerpo—. Pero en esta ocasión, debemos conseguir que haya intrusos. Quien lo consiga, no deberá formar parte de la decoración de la casa.

—Acepto —resopló Alex, durmiéndose.



El tiempo comenzó a correr como si tuviera prisa de saber quién ganaría la apuesta, pero al caer la noche, los cuatro habitantes de la casa prestaron atención a un automóvil rojo que parqueaba frente al jardín.

La apuesta fue olvidada, así que Connor y Alex tan solo jugaban con los apagadores para ver si los atrevidos se alejaban de su hogar.

Maya sospechaba de aquellos sujetos ya que ellos emitían una vibra particular, era como si ella los conociera.

—Basta, solo es un matrimonio de adultos mayores —avisó Maya.

Sus hermanos dejaron de mover la iluminación.

Connor salió de la casa, predispuesto a conversar con los señores. Él deseaba convencerlos de que se alejaran pues no querían asustarlos, mas, se sintió confundido cuando el señor encendió una linterna y su esposa dejó flores encima del jardín.

El hombre alzó la luz hasta unas formaciones de concreto con inscripciones. 

—Connor, Maya, Alex, Eva —leyó la mujer. Ella no apartaba la vista de las lápidas.

La piel de Connor se erizó porque creyó oír su nombre. ¿Acaso él alucinaba?

Minutos más tarde, sus hermanos lo acompañaron en el jardín. 

Los niños saltaron felices mientras que los adolescentes estaban confundidos porque no comprendían quiénes eran esos señores que depositaban flores en el césped.

—Connor, Maya, Alex, Eva —repitió la señora, al mismo tiempo que su marido posaba la luz artificial hacia donde estaban los cuatro jóvenes.

Gracias a ello, los ancianos compartieron miradas con los habitantes de la casa mal cuidada, estancados en una red de inseguridad, vergüenza y tristeza que culminó cuando Eva pronunció «¡Mamá, papá!» con mucha efusión.

Solo así, Maya y Connor lloraron. Ellos estaban contentos porque sus padres cumplieron su promesa un año más.

Poco después, los seis se abrazaron porque si bien no podían tocarse, el estar conscientes de la existencia de todos haría que sus vidas fueran cada vez más hermosas.

Hacía cuarenta años que los hijos de aquella pareja de adultos fueron asesinados en casa —lejos de donde ahora residía la descendencia—, y descansaban en la mansión 295 de la calle Lapislázuli. Tras enterarse de aquella noticia, los señores hicieron hasta la imposible para ver a sus descendientes.

Los esposos jamás le revelaron a nadie tan siquiera una migaja con respecto a sus sacrificios pero, la ciudad suponía que se trataba de brujería. Ellos eran fanáticos de la religión, así que investigaron en varios libros cómo comunicarse con espíritus y reanimar muertos.

Los señores González siempre tomaban sus medicamentos pero, ¿cuándo dejaron de surtir efecto? ¿Cuándo sí funcionaron?

«Gracias», agradeció Connor a un ente que los vigilaba a escasos metros, «gracias, extraño. Por tu bondad, nuestros padres estarán con nosotros para la siguiente visita de Tommy». Al instante de su último análisis, él sonrió.

Cuando la sombra salió de su radar, propuso a sus padres que entraran a la casa con ellos. Él guardaba un secreto que no le diría a sus hermanos hasta que sucediera, mas, lo único certero era que algún día, la familia conviviría sin interrupciones de la policía y el hospital psiquiátrico.

«Las piezas están orden debido a ti, Connor», dio las gracias Maya, «aunque, admito que me hubiera gustado tener la oportunidad de agradecerle a la entidad».  

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