Ella posó suavemente su mano en mi mejilla, trazando los surcos de unas cicatrices antiguas en mi rostro, gracias a las filosas garras de Hades en nuestro brutal enfrentamiento. Quizá aquellas cicatrices desaparezcan en un centenar de años. No estaba lo bastante seguro para dar una cifra exacta.

—Berus —murmuró ella siguiendo el controno de mi mentón hasta llegar a mi cuello. Su cuerpo delicado y frágil se deslizó sobre el mío y sentí su reconfortante calor sobre mi piel ataviada de unos grisáceos ropajes que Perséfone me había otorgado para cubrir mi desnudez humana. La mirada de Esther estaba incrustada en la mía y pude notar como sus pupilas se dilataban considerablemente en medio del mar de sus ojos. Mi boca se entreabrió en un leve suspiro incapaz de soltar ninguna palabra y mis manos se deslizan sin pensarlo trazando la línea de su columna hasta cubrir ambas escápulas.

Era algo idiota, pero sentía que aquellos ojos mortales me dominaban por completo y el olor de su pelo a flores silvestres era algo a abrumador.

Era la segunda vez que el perro del infierno caía hipnotizado ante el engaño del olor de las flores.

Ella se inclinó sobre mi cuerpo mientras su aliento se hacía uno con el mío. Eran solo unos escasos milímetros los que nos separaban...