Ella volvió hecha un atado de risa y vida al lecho de muerte. Traía una curiosa flor atada en sus bellas cascadas rizadas. Perséfone abrazó a su pareja con dulzura para luego retirarse a los lugares más recónditos del Averno a expresar su amor mutuo dejando a Esther y a mí juntos.

Su menuda figura era en contraste con la mía, diminuta y frágil. Su aire infantil era algo tan dulce para mí que me arrancaba una leve sonrisa de mis labios mientras desenredaba aquella pequeña flor rosácea de sus cabellos.

—La traje para tí. Es una peonía. Es bastante raro encontrar una entre los prados y pues, es de buena suerte. Además, tiene un aroma muy agradable —dijo ella tendiéndome la flor frente a mi rostro.

En sí, la flor era bellísima, con sus detalles en los pétalos rosáceos y sus pistilos dándome cosquillas en las narinas. Lo que Esther mencionó sobre el aroma también era cierto, era delicioso.

Ella la dejó caer sobre mis manos y sostuve el tallo entre mis dedos por unos segundo cuando de repente una fina capa de una especie de pólvora negra comenzó a recubrir la florecilla hasta dejarla como una estatuilla negra que, posteriormente se transformó en una pila de ceniza y polvo.

—Debí haberlo imaginado. Nada de lo que viene de fuera del Averno puede sobrevivir aquí... —dije mirando con preocupación a los ojos de la bella Esther.

Ella de todos modos tenía que marcharse. O tendría el mismo destino que Adela. Igual que la flor cortada.