Pena
—Cerbero, vuelve a tu cueva —profirió la diosa Atenea golpeando el extremo de su bastón al suelo. Las serpientes bufaron en respuesta.
Yo gruñí en respuesta. No iba a pelear con ella. Era bastante traicionera y mala perdedora. Sabía que de una forma u otra, si le ganaba la lucha ella soltaría otro de sus grotescos trucos sobre mi cabeza. Lo más prudente era obedecerla.
Agaché mis orejas en sumisión sin dejar de gruñir y quejarme. Las serpientes desplegaban sus colmillos una y otra vez, irguiendo sus cabezas listas para atacar. Atenea sonreía tras ellas con sorna.
Regresé mis pasos y volteé, no sin antes regresar la mirada por donde alguna vez cruzaron aquella pareja de jóvenes tomados de las manos...
Lágrimas descendían de mis ojos. Ya no había remedio. Era mi destino como criatura del infierno el vivir solo cuidando a los difuntos del Averno.
De todas formas, tampoco era justo tratar de que una vívida flor de amapola viviera en las muertas tierras del Averno. Tarde o temprano, ella se sofocaría ante las sombras y perecería.
Hades como siempre, tuvo la razón.
Agradezco a Perséfone también por intentar recobrar mi felicidad...
Todo eso cruzó por mi cabeza hasta la entrada del Inframundo.
Pero algo me sorprendió al llegar allí...
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