Ausencia
El suelo se siente más arenoso bajo mis garras desde su partida. Los ojos de mis dueños obscuros se clavaban en mis escápulas, siempre Perséfone con sus facciones contraídas en tristeza.
Todos los días, apenas el crepúsculo del atardecer coloreaba las praderas de rojo, me sentaba en el límite de la oscuridad a contemplar y olfatear la vida que emanaba el mundo de los mortales. Ya ni recuerdo cuanto tiempo llevé en esa posición, tanto que mis patas traseras habían perdido su fuerza y lucían como esqueléticas vigas negras. Una fina capa de polvo y hollín recubría mi espalda y mi pelaje negro había perdido ese sobrenatural brillo quedando cerdoso y áspero.
Recuerdo que una noche, la llanura de afuera se prendió de un leve color amarillento causando mi sobresalto. Era complejo describirlo, pues parecían pequeñas bolitas de fuego besando al césped sin prenderlo en llamas.
Perséfone notó mi emoción y se acercó a mí, mientras acariciaba mi cabeza derecha por entre las orejas. Las otras dos voltearon a verla y bajé las orejas en señal de respeto.
—¿Sabes bien que ella quizá no vuelva? —declaró la joven diosa acomodando su cabellera en su hombro.
—Mi señora, solo puedo quedarme aquí esperando a que regrese. Jamás hice el pacto con ella, no la pude obligar a quedarse.
—¿Y cometer el mismo error que hace algunos años con la madre de esa chica? ¿Acaso eres un idiota?
Solo pude sobresaltarme al oír esa palabra salir de la boca de mi reina.
Me abstuve de responder pues mi voz se apagaba por momentos, pues las fuerzas me faltaban.
—Será mejor que arregles esto. Te estás volviendo un famélico chucho —delató la monarca poniéndose en pie con una mano en su delicada cintura.
—Se lo agradezco, reina mía.
—Eres ridículo... —masculló y proclamó un encantamiento hacia mí.
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