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Un espectáculo digno de Halloween

La fiesta se reanudó después del latoso monólogo del señor Williams. A lo ancho del jardín, los invitados gozaban de la noche, un festín de pulsiones salvajes y primitivas donde saciar las fantasías que los disfraces dejaban en libertad.

Ellery, apoyado contra el tronco de un robusto árbol, tanteaba entretenido a los asistentes mientras finalizaba el tercer cigarrillo de la noche. Elizabeth bailaba con uno de los amigos de su hermano, Charlie Miller, que sostenía en una mano una petaca y hacía dar vueltas a la joven rubia. En una de las esquinas de la mesa de cóctel, el empresario Alan Wilson vigilaba a la pareja. Sus emociones lo delataban. Sospechaba que aquel hombre anhelaba de la menor de los Woodgate una intimidad que le había sido prohibida. En la otra punta del jardín, Susan lucía su juventud danzando entre dos hombres disfrazados de médicos.

La mujer ojos grises, muy a su pesar, no había hecho acto de presencia. John Woodgate conversaba con el padre de Susan, lo que eliminaba un segundo altercado entre ambos. A diferencia del tenista, que por su semblante parecía estar pidiendo a gritos que alguien lo salvara, John parecía sumamente entusiasmado.

—Está empezando a refrescar. —Richard se acercó con su botecito de rapé en la mano. Tomó una pulgarada.

—Creo que somos los únicos que apreciamos el cambio de temperatura. Únete a ellos y verás que rápido entras en calor.

—Ni en sueños.

—Seguro que la mujer que te regaló la marca en la mejilla estará buscándote —bromeó. Se quitó el cigarro y dejó que el humo hondeara de sus labios.

—Calla, he estado toda la noche rehuyéndola. Cada vez que la veo no sé dónde meterme.

Ellery rio a carcajadas.

—Aún tienes tu encanto, viejo. Aprovéchalo.

El inspector soltó un bufido. Una diminuta gota de agua helada cayó sobre su hombro. Alzó la cabeza hacia las densas y tupidas nubes que camuflaban el firmamento a una velocidad imparable. Las esferas de luz que iluminaban la noche de Halloween perdían fulgor.

—Me parece que la fiesta va a durar muy poco aquí fuera —conjeturó.

Ellery elevó la vista y asintió sin inmutarse. Richard, conocedor del funcionamiento de la mente de su hijo, lo miró con curiosidad.

—¿Qué está elucubrando tu cerebro ahora?

—Nada, no tiene importancia.

—Por favor, hijo, cuéntame algo que me mantenga ocupado a mí también o acabaré en una de las habitaciones de la casa encerrado hasta el amanecer.

—Es solo que me pareció particular el comportamiento de Woodgate en el escenario, cuando se marchó.

—¿Raro? ¿Por qué? ¿Qué has visto?

—Presencié una conversación un tanto impetuosa con uno de sus socios, Dexter Brown. Los dos entraron poco después en la casa, y todavía no han regresado. Ninguno. Ha pasado una hora y sigue sin vérseles el pelo.

—Pueden estar tratando asuntos de negocios. No es de extrañar cuando la mitad de sus asistentes son sus empleados.

Un estruendoso ruido en el cielo provocó una reacción de sobresaltos en cadena. El cenit se iluminó a causa de una sucesión fantasmagórica de relámpagos. Al instante, las frías gotas de lluvia aumentaron de grosor. El retumbar de un trueno inauguró los primeros indicios de una descomunal tormenta que arremetía contra los adornos del exterior. Se escucharon chillidos y lamentos, y, segundos después, los correteos de decenas de zapatos en busca del resguardo de un techo.

*

El interior de la sala de celebraciones contenía una versión mejorada del decadente espectáculo de disfrazados. La mayoría de los invitados se encontraban empapados y se quejaban del fiasco de noche; otros tiritaban junto a la chimenea mientras entraban en calor. 

—¡Puf! —exclamó el inspector, sacudiendo los brazos—. Sabía yo que esta noche no saldría bien.

Se quitó el sombrero y lo estrujó en una esquina de la habitación, desprendiéndolo del agua que había absorbido. Ellery se quitó la chaqueta y la colocó en el respaldo de una de las sillas. Se abrió unos cuantos botones de la camisa, cogió una servilleta de tela y se la pasó por cuello y pecho, eliminando parte del agua que lo atería. Imitando a su padre, escurrió el sombrero y lo situó en el lateral de la mesa.

—Era de esperar. El tiempo anunciaba lluvias para este fin de semana. Al menos ahora no somos los más patéticos de la fiesta —comentó Ellery con una sonrisa.

El inspector se giró hacia los invitados. Los disfraces habían perdido todo su encanto y el maquillaje emborronado en unos rostros que ostentaban decepción los hacía aún más ridículos. El procurador Shampson, que se había deshecho del sombrero vaquero y del pañuelo rojo del cuello, se apresuró hacia ellos.

—Qué pena no tener una cámara de fotos —murmuró el inspector a su hijo, compartiendo unas risas.

—¡Qué desastre! —profirió—. ¡Esto era imprevisible!

—¿Es que no ve las noticias, Shampson? —se mofó Ellery con desfachatez.

—¡Las noticias...! Eso son paparruchas. ¡Si hacía un tiempo magnífico!

—Lo que usted diga...

Dejó de prestarle atención.

—El señor Woodgate estará colérico... Seguro que tiene un plan b para este tipo de contratiempos. La casa es enorme. Si la celebración no continúa aquí, nos llevará a otro lugar.

—Por cierto, ¿lo ha vuelto a ver? —quiso saber el inspector.

—No, no. Desde que se marchó en mitad del discurso, para ser exactos. Aunque tampoco es que haya estado muy pendiente de él.

—Sí, en eso ya nos habíamos fijado. —Shampson aniquiló a Richard con la mirada. Sus mofletes se habían coloreado.

—Cre-cre creo que le están buscando. Mirad allí —cambió de conversación señalando a Elizabeth, que se movía a través de la sala preguntando a cada invitado.

Al entrever al único grupo de hombres que no protestaba y lamentaba el desperdicio de noche, transitó hacia ellos. Se había soltado la coleta y recogido el cabello húmedo en un moño. A diferencia del resto, había hecho desaparecer todo rastro de maquillaje difuminado. Su belleza al natural era igual de espléndida.

—Disculpen, ¿han visto a mi padre?

—No, querida. Lo sentimos —contestó el procurador. Elizabeth asintió con aire contrariado.

—Supongo que habrá ido a cambiarse de ropa. No querrá que sus invitados lo vean... Bueno, como estamos todos ahora mismo. Supongo... En fin —les sonrió—, gracias. Si lo ven, por favor, avísenme.

La siguieron con la mirada hasta que abandonó la sala. Ellery, que había olvidado la servilleta en la mano, la depuso en la mesa y se remangó la camisa hasta los codos. Se peinó con los dedos unos mechones rebeldes que caían pesadamente sobre su frente y resopló.

—Si pudiéramos quitarnos esa manada de encima y acercarnos a la chimenea... —se quejó el inspector, tirando de sus ropas húmedas.

—Podemos hacer uso del salón de juego de Henry... —propuso Shampson—. No creo que nuestra presencia le altere demasiado.

—La única idea buena que ha tenido, Shampson —le reconoció el escritor, fulminado al momento por el procurador.

En el vestíbulo se encontraron nuevamente con Elizabeth, que dirigía el eco de sus tacones hacia el mismo lugar.

—No se preocupen —les aseguró—, pasen conmigo.

*

La figura de un hombre invadía una de las mullidas butacas de la esquina de la sala de juegos. Por el traje que vestía, reconocieron al momento a Henry Woodgate. Las miradas de confusión se replicaron entre los cuatro. El anfitrión mantenía el rostro oculto bajo un yelmo de acero procedente de un antiguo disfraz. Sus brazos parecían descansar livianamente sobre el regazo del sillón. Daba la impresión de estar observándolos expectante, a la espera de culminar la noche de Halloween con un taquicárdico susto al primero que lo descubriera.

Con la plaga de rayos y truenos que expulsaba la tormenta y la sobria luz rojiza de la habitación, era como estar inmerso en una película de terror.

Elizabeth espiró aliviada.

—Papá, ¿qué haces aquí? Todos te están buscando —dijo acercándose al sillón. Pero no obtuvo respuesta—. Si es otra broma de mal gusto de las tuyas, no tiene gracia.

Elizabeth se situó frente a su padre con las manos en la cintura. Esperaba una reacción que Henry no estaba dispuesto a darle.

Los tres hombres se encaminaron a la chimenea sin intención de involucrarse. No estaban acostumbrados a las excentricidades de aquel empresario millonario.

—Está bien, si quieres que sea por las malas...

La joven se arrimó a su padre y agarró el yelmo con las manos, pero no se lo quitó, aguardando el impacto de un grito que le hiciera estremecer. En contra de sus expectativas, no hubo siquiera un movimiento en Henry. Cansada del espectáculo, tiró del yelmo con fuerza.

Un alarido desgarrador sobresaltó a los tres hombres. Focalizaron los ojos con rapidez en el yelmo que Elizabeth sostenía entre las manos. Su rostro había compuesto una desagradable mueca de pavor. Estaba paralizada, con un ligero temblor que escalaba progresivamente. Perplejos, siguieron la dirección de su mirada. En el sillón, apaciblemente acomodado, reposaba el cuerpo sin cabeza de Henry Woodgate.

Tardaron unos segundos en asimilar lo que estaban viendo. Al unísono, se lanzaron a una carrera hacia el sillón y observaron descompuestos el cuerpo del anfitrión de la fiesta. En lugar de la cabeza, un enrojecido trozo de carne cauterizada conquistaba la cima del cuello. El inicio de las vértebras cervicales sobresalía junto a los músculos chamuscados. En el instante en que concentraron la atención en la zona decapitada, se hicieron conscientes del hedor a carne quemada que envolvía el ambiente. Un olor penetrante y repulsivo.

—P-pa... —la voz emergió de Elizabeth en un débil susurro, pero sus labios estaban tan rígidos como sus ojos, afianzados en la monstruosidad del sillón. El yelmo cayó al suelo. Dio un paso torpe hacia atrás con la mirada perdida en la carne ennegrecida. Su pecho subía y bajaba al ritmo de una respiración acelerada. Entreabrió los labios y, tras el agudo sollozo que salió de su garganta, perdió el conocimiento.

Shampson la atrapó entre sus brazos haciendo alarde de rápidos reflejos.

—¿Qué pasa aquí? —se escuchó una voz en la puerta.

Los tres se giraron estupefactos. John Woodgate se hallaba en la entrada junto a algunos invitados. Contemplaba la situación sin comprender lo que ocurría. No fue hasta que se introdujo en la sala que descubrió la morbosa imagen sin cabeza con el disfraz de su padre. La lucidez arremetió en su cerebro de repente. Sus ojos se agrandaron de terror.

—¡Papá! —gritó, corriendo hacia ellos. El inspector lo detuvo agarrándolo por los hombros.

—No puede tocar el cuerpo. Es una prueba —ordenó con seriedad. El rostro impertérrito del inspector, habitual en su quehacer profesional, resurgía de entre las sombras.

—¡Papá! —John gimoteaba desesperanzado.

Más gritos procedentes de la entrada. En menos de los esperado, la habitación se colmó de una multitud atónita que señalaba y gritaba desbocada por el hallazgo.

—¿¡Qué es esto?! —inquirió Izan Williams, llevándose las manos a la cabeza—. ¡Henry...!

—¡Fuera de aquí todo el mundo! —El inspector impuso la autoridad de su cargo al tiempo que contenía a John—. Ustedes —señaló a los compañeros del muerto—, trasladen a esta gente a la sala de celebraciones y que no salga nadie. Ustedes dos —se dirigió a los amigos de John—, llévenle a un lugar donde pueda descansar.

La grave voz del inspector sirvió de antídoto contra la parálisis del círculo de espectadores. Varios de ellos asintieron y se marcharon tan rectos que parecían a punto de caer desplomados.

—Yo me haré cargo de Elizabeth, disculpen —dispuso Alan. La asió de brazos del procurador y la tomó en volandas con delicadeza. La miró un segundo, deshecho por la situación, y desapareció fuera.

—Vuelvo en breves —avisó Shampson.

En la habitación, Richard y Ellery se enfrentaron en solitario al cuerpo de Henry Woodgate.

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