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Segunda nota

En mitad del recibidor, John prorrumpía en acalorados gritos frente a los invitados, que habían abandonado el confort de la sala de juegos y contemplaban impresionados el estado de alteración del segundo y ahora único varón Woodgate.

—¿Qué está sucediendo aquí?

El inspector se plantó en el vestíbulo sin prestar atención al odio que derrochaba el monólogo de John Woodgate.

—Usted... Maldita policía incompetente. ¡Nos tiene a todos encerrados como animales y no es capaz de hacer su trabajo! —Brincó a escasos centímetros de Richard, señalándolo con el índice.

—Baje ese dedo —avisó sin inmutarse.

—No tiene poder para obligarme a hacer lo que se le antoje. ¿Nos ha tomado por idiotas? Su única labor es descubrir al asesino de mi padre, y todavía no tiene nada. Qué se supone que ha estado haciendo, ¿echándose una cabezadita o dándole a la botella? —Giró hacia los invitados; algunos asentían con énfasis, desestimando los esfuerzos del inspector; otros permanecieron callados—. No entiendo cómo a mi padre se le ocurrió la brillante idea de invitarles. A usted y al fantoche de su hijo. No son nadie —escupió la última palabra y rio a carcajadas—. ¡Si ni siquiera teníamos conocimiento alguno de su existencia! Están aquí por mera sustitución, no por reconocimiento.

Los cuchicheos se apoderaron del vestíbulo.

—Voy a interponer una queja a su comisaría donde informaré de la incompetencia de su... Cómo lo llamaron, ¿mejor inspector? ¡Lamentable!

Preservando la entereza de su padre, Ellery se instaló a la altura de John.

—Me parece que debería calmarse.

—¿Quién se cree que es? —John se apartó un mechón de cabello de la mejilla. En sus ojos refulgía la aversión hacia la figura del escritor—. Un muerto de hambre que busca hacerse un nombre gracias al apellido de mi familia.

—Nunca he requerido de la ayuda de nadie para que se me conozca. La de su padre, si es que esa era su intención, me resultaría aborrecible. Aceptar el trato de un hombre como él sería una mancha en mi expediente.

Mantuvo las manos en los bolsillos con aire desenfadado.

—Cálmese de una vez o tendremos que obligarle a ello —añadió.

—¿Están escuchando? —John se volvió hacia su público alzando los brazos al aire—. ¿Obligarme? No es más que una asquerosa rata, y su padre... su padre va a quedarse sin trabajo en unas horas. Mendigará en cada comisaría de Nueva York después de esto, porque lo repudiarán como a una sucia cucaracha. —Su mandíbula se tensó. Unas chispas de saliva saltaron de entre sus labios—. Ahora, quiero ver a mi padre.

—El cuerpo está a resguardo a la espera de los forenses, señorito Woodgate —replicó pacientemente el inspector—. Una vez dispuesto en la morgue, podrá ejercer su derecho a verlo.

—¡Es mi casa y puedo hacer lo que me venga en gana! —La negativa quitó el freno a los impulsos del joven Woodgate. De una zancada, se plantó frente al inspector—. Escuche, sucia cucaracha, es mi casa, ¡mi casa! ¡Y ordeno ver a mi padre ya!

John levantó los puños en una postura intimidatoria que provocó el retroceso sorpresivo de Richard Queen.

En un movimiento veloz del que nadie fue consciente, Ellery asió la muñeca del joven Woodgate y la dobló hacia la espalda, retorciéndola con fuerza. Inmediatamente, John cayó de rodillas, aullando de dolor.

—Ponga fin a tanta palabrería barata y cálmese —repitió con una mueca triunfal. Continuó sujetándolo, ligeramente agachado para ejercer mayor presión.

Los invitados gritaron escandalizados.

—¡Suélteme! —John lo miró con ojos atestados de lágrimas furiosas.

—Solo si promete comportarse.

—¡Vale, vale! ¡Suélteme, me va a romper el brazo!

Con una sutil reverencia, liberó su muñeca. El joven Woodgate se agarró la mano y masajeó la zona lastimada, incapaz de mirar al escritor a los ojos.

—Ustedes dos —el inspector señaló a los secuaces de John—, llévenselo a su habitación o lo haré yo. Y le aseguro —desvió la mirada hacia el susodicho— que no le va a gustar.

Sin mediar palabra, subieron escaleras arriba. 

—Disculpen el espectáculo. Si alguno de ustedes también desea expresar su opinión acerca de cómo se está enfocando la situación, que aproveche ahora. No tengo tiempo para infantilidades —declaró el inspector, observando a cada uno de los asistentes—. Está bien. Continuemos. —Les dio la espalda, directo al salón—. Velie te enseñó bien, ¿eh? —le susurró a su hijo.

El escritor se encogió de hombros.

—Las clases en el gimnasio Stillman han dado sus frutos. Tengo que informarle de mis avances.

*

Dos horas después, la mayoría de los invitados había sobrevivido al interrogatorio de los Queen. Entre vacilaciones y algún que otro astuto intento de evasión, los testimonios daban fe de la vena cruel que poseía el decapitado anfitrión. Padre e hijo habían tomado conciencia de que Henry Woodgate ostentaba el puesto de legítimo dueño de un rebaño de ovejas que debía acatar sus órdenes si no quería sufrir las consecuencias de negarse a su voluntad. Como meros siervos cuya libertad les había sido denegada, acababan sucumbiendo a sus, según algunos declarantes, nada agradables peticiones.

La brillantez de una mente sociopática como la de Henry Woodgate despertaba profunda fascinación en Ellery. Aquel hombre de aspecto intachable tenía talento. Conservaba una larga lista de seguidores sin apenas esforzarse en agradar. Proveyéndoles con una recompensa tan escasa como fútil, postergaba un círculo vicioso de maltrato y degradación al que sus víctimas no hallaban salida.

—Maldito chantajista —profirió el inspector cuando el último de los interrogados dejó la habitación.

—Tenía el don de cavar hondo en los secretos de sus empleados —convino Ellery—. Y un cerebro privilegiado.

—Entiendo que le hayan cortado la cabeza. Yo la pondría en el salón como trofeo.

—¿Tanta aversión te crea Woodgate que desearías tener sus ojos clavados en tu nuca como castigo por no actuar según tus principios?

—Ya sabes a qué me refiero, El.

—Tranquilo, comparto tu opinión. —Rio—. Habría dado lo que fuera por ver cómo alguien movía ficha en su contra.

—Tal vez lo hubiera hecho desaparecer. No me extrañaría...

—Sinceramente, no me parece una locura. La voz de la conciencia estaba muy poco desarrollada en el señor Woodgate.

—No sé cómo no lo han intentado matar antes.

—Has dado en un punto clave —señaló Ellery de repente. Frenó su marcha en el salón.

—¿Cómo dices?

—¿Por qué no lo han intentado antes? En Nueva York o en otra de sus fiestas. ¿Por qué ahora?

—Tienes razón. —El inspector lo contempló con ánimo renovado—. Hay algo en esta fiesta que no estaba presente en las anteriores.

—O alguien...

La cabeza de Shampson asomó a través de la abertura de la puerta.

—Los invitados se están poniendo nerviosos. Llevamos horas encerrados. ¿Qué vamos a hacer?

La tez del procurador desplegaba un tono blanquecino que contrastaba con las bolsas negruzcas bajo sus ojos.

—Hasta que la tormenta no amaine no podremos establecer comunicación con la comisaría. Que se aguanten, como estamos todos —sentenció el inspector—. Que los camareros les sirvan lo que quieran.

—Espera, papá. —Ellery alzó la mano, recibiendo la atención de ambos hombres—. Díganos, Shampson, ¿cuántos camareros hay contratados?

—Cinco en total.

—¿Puede preguntarles quién fue el que estuvo atendiendo a Dexter Brown?

Quedaron en silencio, a la espera, cada uno absorto en sus pensamientos. Poco después, se presentó un joven rubio de semblante alegre.

—¿Me buscaban? ¿Quieren que les sirva algún refrigerio?

—No, por supuesto que no —respondió el inspector, negando con la mano—. Tome asiento.

El joven se arrimó a los Queen con decisión. La incomodidad de hallarse frente a los hombres que podían destrozar su carrera no alteró su sonrisa.

—¿Cómo se llama?

—Humphrey Wilcox. Llámenme Humphrey —contestó jovial.

—De acuerdo, Humphrey. Cuéntenos, ¿estuvo sirviendo a Dexter Brown durante el tiempo que duró la fiesta en el jardín?

—¡Oh! Sí, señor. Lo vi entrar con una botella y ocupar unos de los sofás. Por si necesitaba algo, me pasé cada quince minutos a preguntar. No se movió en todo momento, aunque tampoco creo que hubiera podido... Llevaba una buena encima.

El camarero expuso la situación haciendo alarde de una mímica desmedida. Las emociones alternaban por su rostro a un ritmo que sacó de quicio al inspector y entretuvo a Ellery.

—¿Vio usted al señor Woodgate mientras se prestaba servicio al señor Brown?

—Sí, lo vi entrar en la sala de juegos. Y contestando a su siguiente pregunta, no, estaba acompañado.

—Señor Humphrey, ¿desde cuándo trabaja para los Woodgate?

—Pues esta es la primera vez que asisto a una de sus fiestas como camarero. Soy actor —confesó con un resplandor en los ojos. Ambos Queen asintieron, comprendiendo la extravagancia de su comportamiento—. Pero últimamente escasean los trabajos y... necesito comer, ya saben. Uno no vive del aire. —El camarero rompió a reír—. Así que me presenté al puesto cuando escuché que buscaban servicio para la fiesta.

—¿El señor Woodgate lo contrató?

—¡Qué va! Fue su secretaria, la señora Bathilda Hamstrong. Ella nos entrevistó a cada uno de los aspirantes. No nos presentaron al señor Woodgate hasta el día de la fiesta, cuando la secretaria llevó a cabo una segunda inspección de nuestros atuendos y el código de conducta. Un tanto excesivo, si se me permite opinar...

—Entonces, no tuvo trato con el señor Woodgate previamente —resumió Ellery.

—¡No! Buscaba un trabajo, eso es todo. Después de mi interpretación de Macbeth en el pequeño teatro de la Quinta Avenida, pensé que me lloverían las ofertas para Broadway... —su voz tornó melancólica.

—Claro... —El inspector se aclaró la garganta—. Está bien, llame a otro de los camareros, al que usted le caiga peor.

—Un placer serles de ayuda.

Se marchó con un baile animado de piernas y una sonrisa.

—Voy a hacer una segunda inspección en el despacho de Henry, a ver si es cierto que Dexter le dio los sesenta mil —anunció Ellery.

—No te hagas de rogar.

*

Como Shampson había comentado, la cabeza ya no estaba entre los accesorios del escritorio. La superficie conservaba un pequeño redondel de calor, regalo de la carne quemada, junto al olor que todavía envolvía la atmósfera.

Posicionado en medio de la estancia, Ellery analizó los alrededores. ¿Dónde guardaría Henry Woodgate una caja fuerte? Había rebuscado sin éxito detrás de los cuadros que se sucedían por las paredes, los cajones falsos de la mesa, bajo la alfombra central y en los tablones del suelo, a los que había ido pisando con el objetivo de escuchar un crujido fuera de lo habitual.

Frente a las estanterías que cercaban el despacho, fue paseando la mirada a lo largo de los títulos que incluía la colección privada del señor Woodgate. Desde enormes enciclopedias de biología hasta densos tomos de economía de hacía más de cincuenta años reposaban en un orden concienzudamente diseñado. En otras hileras, antiguos tratados de filosofía compartían espacio con escritos bélicos de la guerra civil americana.

Deslizó la yema de los dedos por los lomos de los libros, percibiendo el grosor de la cubierta de los distintos tomos. La capa de polvo que los cubría quedó adherida a su piel. Daba la impresión de que las obras estuvieran enclaustradas en una especie de cárcel a la espera de nuevos prisioneros con los que morir en la más profunda ignorancia.

De pronto un detalle atrajo su atención. Detuvo los dedos en el último libro que había tocado. En el lomo no aparecían ni el autor ni el título, y su tacto era característico, distinto a sus predecesores. No era rugoso, tampoco áspero. Ellery sujetó el libro con los dedos, cerciorándose de la falta de polvo, y trató de sacarlo. Para su sorpresa, el libro solo se deslizó unos centímetros. Al momento, escuchó un suave clic en el lado contrario de la habitación. Captó por el rabillo del ojo el deslizamiento de una sección de la estantería a la que daba la espalda.

Idénticos al anterior, sin nombre y de cubierta pulida, estudió con atención el bloque de libros de textura plastificada que se había desmarcado del resto. Estaban perfectamente colocados de modo que engañaran a la vista.

Ellery examinó aquella especie de portezuela formada por libros y terminó de abrirla. Ante sus ojos se materializó el portón de una caja fuerte de acero. 

—Conque aquí estás —musitó, entusiasmado.

Se adueñó de una de las estilográficas con la que había abierto la boca a la cabeza del señor Woodgate, le quitó la solapa, lo introdujo en la cerradura y rebuscó entre los cajones hasta dar con un clip, que alargó para que imitara la forma de una llave. Localizó los pistones en el bombín y levantó con el alambre el primero de ellos mientras se ayudaba de la solapa de la estilográfica para mantener la posición fija.

Con el tercero de los pistones abiertos, la portezuela emitió un ruido seco.

La caja fuerte estaba abierta.

Un fajo de billetes, unas cuantas cartas y documentos de la empresa aparecieron organizados en columnas. Ellery tanteó en primer lugar el valor del paquete. Los sesenta mil dólares estaban al completo, tal y como Dexter Brown había declarado. Los devolvió al reducido espacio de la cámara e inspeccionó los archivos. Contratos, nóminas y facturas de la empresa y de las residencias que mantenía la familia Woodgate, un historial de datos privados y aburridos de los que rápidamente perdió interés.

Al recolocarlos, un papel de color amarillento escondido al fondo del cajón atrajo su mirada. Se trataba de una escueta carta escrita a lápiz.

Ellery se apoyó en la mesa y leyó la nota, intrigado:


Henry:

No sé cómo debería iniciar esta carta... Estoy feliz de haberte encontrado. Llevo años persiguiendo un espejismo, desde que mi madre me confesó tu verdadera identidad. Y, al fin, te hiciste realidad. Me habría gustado que nuestro primer acercamiento fuera diferente, hablar contigo en persona... Pero no estaba seguro de tu reacción. Tenía miedo, aún lo tengo. Por ello, decidí escribirte.

Henry, yo ya he dado el primer paso, ahora te toca a ti.

Espero impaciente tu respuesta.

Chris


Releyó la carta un par de veces. Por el estado de deterioro en el que se hallaba la hoja y su ocultamiento en la caja fuerte, así como por la oscura personalidad que habían desenmascarado del anfitrión, intuía que el señor Woodgate había rechazado la petición de aquel extraño.

Situó las dos notas sobre la superficie de la mesa, una junto a otra. Dado el nuevo descubrimiento, existía una alta probabilidad de que ambas hubieran sido escritas por la misma persona.

No obstante, aparte de la carta, ¿el joven al que el señor Woodgate había ignorado después de revelar el vínculo biológico que los unía habría tenido el coraje de realizar algún otro acto de acercamiento cordial? ¿Habría desistido? ¿O, dolido por la incomunicación, se habría colado directamente entre el tumulto de disfrazados? Aquella última alternativa tenía sus fallas, meditó Ellery. Para asistir a la fiesta debía ser invitado por el propio Henry, y únicamente una fracción minúscula de Nueva York tenía derecho a pisar el barco que los conducía al islote.

Si el hombre que había escrito la carta era el responsable del asesinato, ¿cómo se las había apañado para hacerse pasar por uno más?

Ellery se guardó las cartas y abandonó el despacho con premura. Tenía que hablar con la única persona que conocía en profundidad el día a día de Henry Woodgate. 

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