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Dos Woodgate por el precio de uno

La parálisis del camarero brindó la oportunidad a Ellery de zafarse de su agarre. Con un enérgico retroceso, alzó las manos al aire y comenzó a aplaudir.

El desconcierto reinaba en todos cuanto los rodeaban. 

—¡Qué...! —exclamó confuso el camarero.

—Ni un fallo de guion —dijo Ellery—. Humphrey, ya puedes incorporarte.

El joven atormentado cuyos lloriqueos habían constituido el telón de fondo de los acontecimientos dejó de abrazarse convulsivamente las piernas y se levantó con gran agilidad.

—¿Le ha gustado? 

—Tu don innato para la actuación es innegable. Por tus venas corre la pasión por el teatro —lo premió con una palmada en la espalda.

—¿Có-cómo? —El camarero alternó la mirada entre Ellery y Humphrey—. No entiendo...

—¡Oh, perdona! —Ellery se llevó la mano teatralmente a la frente—. Verá, este es Humphrey Wilcox... De profesión, actor —presentó al joven de cabellos dorados, que hizo una reverencia para su público.

—¿Actor?

—Sí, y con grandes dotes. Ha representado su papel con tanta dedicación que hasta yo me lo he creído. —Tornó hacia Wilcox sonriente—. Afortunadamente, esta camisa no me pertenece o me deberías una. —Señaló el rasguño sin botones que mostraba su piel desnuda.

—Perdone, la emoción del momento.

—Pero... —el camarero titubeó. Sus ojos relampagueaban de un recodo a otro a la par que sus pensamientos.

—Entiendo su confusión, ¡quién no se siente como usted en esta sala! —Ellery contempló de perfil a los invitados—. Debo pedirles disculpas por este montaje.

—¿Montaje? —John Woodgate habló desde el rincón donde protegía a su madre.

—Siento la dramática escena que han tenido que vivenciar. Pero ¿cómo si no lograríamos que el asesino de Henry Woodgate saliera a la luz? —preguntó al aire—. Teníamos pruebas que confirmaban su edad y sexo; no obstante, ¿cómo descubrir quién era el autor del crimen una vez eliminados los demás sospechosos de la lista? La única manera posible era que el propio asesino se delatara.

—No, no, no, no, no...

El camarero sacudió la cabeza. En sus ojos se leía el conflicto interno que batallaba por asimilar. El escritor había colocado una enorme trampa para osos en mitad de la sala de juegos y él, como un necio, había saltado encima llevado por la intensa sed de justicia a la que aquel hombre había dado de comer sin reservas.

—Señoras y señores, les presento a Christopher Woodgate, hijo ilegítimo de Henry Woodgate.

Un círculo de acusaciones silenciosas aterrizó sobre la figura del joven. Las murmuraciones teñidas de rabia ponían de manifiesto una honda aversión.

Con un movimiento abrupto, el camarero empuñó la segunda espada de la pared y la agitó frente a los invitados.

—¡Aléjense!

Ellery se retiró en el acto arrastrando consigo al joven actor.

—¡Apártense o correrán la misma suerte que Henry!

—¡Suelte eso, Christopher! —El inspector se situó delante del grupo.

—¡Papá! —Ellery lo agarró del brazo—. No estás armado, ¡es una locura!

—¡Quítense de mi camino! —insistió el camarero, blandiendo la espada hacia la puerta.

—No hay otra opción... —murmuró—. ¡Échense a un lado!

Un correteo se esparció entre la mesa de billar y los estantes de la habitación. La familia Woodgate permaneció resguardada tras los sillones.

Chris Woodgate transitó hacia la salida en concordancia a la retirada de los Queen a una esquina de la estancia. Una vez sus pies pisaban el pasillo, cerró de un portazo.

—¡Tras él! —comunicó el inspector a Ellery.

Padre e hijo se lanzaron en persecución del camarero, alcanzando el paseo frontal de la mansión. El inmenso enrejado de hierro seguía custodiado por dos guardaespaldas.

—¿Qué sucede? —reaccionaron a su llegada.

—¡No hay tiempo! ¡Se escapa! —exclamó Richard deteniéndose una milésima de segundo, y reanudó la carrera detrás de la figura de su hijo, que le sobrepasaba unos metros más allá de la cancela. 

*

Ellery corría ignorando la ardiente quemazón de sus piernas. Tanteaba el camino de tierra de soslayo, a punto de precipitarse contra el suelo a causa de alguna piedra suelta del sendero. A diferencia que al inicio de la noche cuando recorría esa misma distancia, ahora se le antojaba eterno.

La senda desembocó en la playa. A lo lejos pudo atisbar el pequeño muelle de madera. La silueta de Christopher se acercaba al barco amarrado a uno de los pilones sobresalientes. Pero algo lo inquietó. El camarero frenó en seco. De repente, blandió la espada y se arrojó contra las figuras que bajaban la escalerilla.

Un disparo rasgó la tranquilidad del oleaje. Christopher se derrumbó de rodillas, torcido sobre sí, con la cabeza aún elevada al oscuro firmamento. Después de unos segundos que a Ellery le parecieron interminables, se desplomó sobre las tejas de madera.

Del barco se precipitaron cuatro hombres apuntando al cuerpo inmóvil del camarero. Uno de ellos se agachó en busca de algún débil latido. Giró la cabeza hacia sus compañeros. Negó.

Christopher Woodgate había fallecido. 

*

La espada yacía a un costado del cadáver. Una sensación inusual se aferraba al pecho del escritor al contemplar el cuerpo. Le dio la impresión de haberse teletransportado a una escena sacada de un libro de fantasía. La espada fulgurando junto al villano caído. El cielo abriéndose en señal de la victoria del héroe. El bien superponiéndose una vez más al mal.

No pudo evitar que la aflicción lo anegara un instante. En el semblante de Christopher permanecía la huella de la furia, aquella chispa dormida que había terminado por germinar en él un sentimiento de venganza tan profundo que ni la voz de la razón habría logrado apaciguar.

Aquel final por el que debía sentirse orgulloso le provocaba náuseas. Suspiró. Cuidadosamente, puso los dedos en los párpados del muerto y los cerró.

Concedió una mirada de despedida al cadáver y se incorporó. 

—Buen trabajo. —El inspector conversaba con los hombres del barco, entre ellos el sargento Velie, que sostenía la llave hallada entre los bolsillos del muerto, perteneciente al despacho del señor Woodgate.

Recayó en la camisa rota de Ellery y la señaló como pregunta.

—Consecuencias de interpretar muy bien un papel —dijo simplemente.

Este asintió, habitual en él la ausencia de un discurso con más de dos palabras.

—Hemos tenido suerte de que el tiempo escampara. Si no, toda maniobra hubiera sido imposible.

—Christopher tampoco habría tenido oportunidad de escapar de la isla —contestó Ellery.

Con aire meditabundo, contempló la lejanía del horizonte, donde la claridad de los edificios de la ciudad emulaba los haces de luz de los faros de alta mar. El esplendente cielo estrellado emergía de entre las sombras oscuras de Halloween, dando la sensación de que nada de lo sucedido aquella noche hubiera sido real.

—¿Cómo se encuentran los invitados? —preguntó Velie.

—Impactados, pero se repondrán. Ahora podrán alardear de haber celebrado una fiesta de Halloween con asesinato incluido —bromeó el inspector.

*

De vuelta a la mansión, los policías, siguiendo instrucciones del sargento, se encargaron de trasladar al finado Henry Woodgate y la primera de las espadas empleadas como arma al barco para su incautación.

El inspector Queen explicó brevemente lo acontecido a los invitados. La mayoría irrumpió en elogios por el fin de la pesadilla en la que se habían visto envueltos, festejando sin ninguna pizca de pudor la muerte del joven camarero.

En contraste a la comparsa que se había formado en la sala de juego, la señora Woodgate no se movió del sillón. Sus ojos caían en el asiento contiguo, donde su marido había perdido la vida. No revelaban inquietud o terror, sino un insondable dolor que buscaba ser indulgente.

Ellery, apoyado en el marco de la puerta, deliberaba sobre los pensamientos que surcaban la mente de Sophie Woodgate cuando la mirada de esta se posó en él. Parpadeó levemente y esbozó una tenue sonrisa de invitación.

—Me siento en el deber de disculparme, señora Woodgate.

—No tiene motivos —replicó—. Era consciente de que ese joven no tenía muchas opciones. Solo eligió una de ellas, muy a mi pesar.

—Usted no podía hacer nada.

—Eso no lo sabe —objetó con dureza—. Las cosas podrían haber sido muy diferentes si... —Calló, intentando dar con la expresión más educada. De sus labios escapó un corto suspiro—. Si mi difunto marido no hubiese sido tan cruel. Ese joven no tenía la culpa de que Henry engatusara a su madre. Habría tenido un hueco en esta familia, se lo aseguro, Ellery. Yo le habría abierto las puertas de mi hogar.

—Estoy convencido de ello.

El procurador Shampson se adentró en el salón e interrumpió las conversaciones con un carraspeo.

—Disculpen, pero el barco está a punto de atracar en el muelle. Si son tan amables de seguirme ordenadamente.

La alegre muchedumbre se unió a Shampson en el exterior.

—¿Viene con nosotros?

—No todavía —contestó Sophie—. Su padre ha consentido retrasar mi testimonio unas horas. De esa manera, tendré tiempo para recoger algunas pertenencias que he de llevar conmigo a la ciudad.

—Entonces, me despido. Ha sido un honor conocerla, señora Woodgate. Si en alguna ocasión se le presenta un misterio a resolver, no dude en avisarme —dijo con una sonrisa de medio lado.

—Lo tendré en cuenta. —Correspondió su ofrecimiento—. Un momento, Ellery —levantó la mano, deteniéndolo—, ¿puedo hacerle una pregunta?

Asintió.

—Lo que dijo de ese pobre muchacho... ¿De verdad piensa así de él?

Percibió gravedad en la actitud de la señora Woodgate.

—Ni lo más mínimo. Actué de ese modo porque sabía que Christopher no soportaría que hablaran con desprecio de la única persona que lo amaba tal y como era.

La viuda entrecerró los ojos en un gesto de conformidad.

*

—¿Nos vamos, hijo?

—Ya nada nos retiene aquí —contestó, y se acomodó al lado del inspector mientras tomaban el sendero apaciblemente.

—Ha sido una noche larga y agotadora... —rezongó masajeándose la espalda—. Me duele todo el cuerpo.

—¡La edad no perdona! Necesitas hábitos saludables, ¡ya sabes! Ejercicio físico todos los días y adiós al tabaco —arremetió Ellery.

—¿Más ejercicio? Nunca falto a mi rutina diaria de todas las mañanas. Flexiones y abdominales, más no es necesario. ¡Ha sido el maldito tiempo este, que le pone a uno los huesos tontos!

—El tiempo, ya...

—Y el tabaco ni lo nombres... ¡Déjame al menos un vicio! Además, no eres el más idóneo para juzgar mis hábitos.

—Yo no he sacado el tema —concluyó encogiendo los hombros. 

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