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Cuestión urgente

El jardín había sido debidamente preparado con motivo de la festividad. Adornado con cintas colgantes, lucecillas que imitaban esqueletos y murciélagos y mesas de cóctel con cuencos rellenos de un ponche color sangre, no había un solo detalle dejado al azar. Lo único que desentonaba, para aquellos no asiduos a las ceremonias del anfitrión, era el escenario que cubría la zona próxima a la verja.

Henry subió la escalerilla junto a sus hijos, a los que rodeó entre sus brazos, y entalló una atractiva sonrisa frente a sus espectadores.

—Queridos amigos y nuevos integrantes a la familia Woodgate —comenzó—, celebro de corazón que me honréis con vuestra presencia, un año más, en esta noche de Halloween. Sois incondicionales y, por ello, la familia Woodgate os lo agradece. —Los tres exageraron una reverencia ante los invitados, que vitorearon y aplaudieron con exaltación—. Este año me complace anunciarles dos incorporaciones de última hora. Richard Queen, brillante inspector de la policía de Nueva York, y su hijo, Ellery, afamado escritor. Démosles una afectuosa bienvenida —anunció, extendiendo el brazo en dirección a los nombrados.

Padre e hijo no pudieron evitar el rubor que coloreó sus mejillas ante el examen concienzudo de los asistentes. Richard carraspeó, desviando la vista de la mujer que le había grabado su labial rojo en la piel y que le hacía señas desde el extremo opuesto del tumulto.

—En menudo lío nos hemos metido —murmuró.

Ellery continuó contemplando el escenario con un mohín falso.

—El lío es todo tuyo, papá —replicó casi sin mover los labios—. Ni de lejos me verás aquí otra vez.

—No hace falta, ellos vendrán a por ti. Ese Woodgate parece ser una garrapata. Una vez te tiene bien cogido, solo busca su propio beneficio.

—¿Es que no sabes cómo eliminar a los parásitos chupasangre? —Richard arrugó el ceño y Ellery se alzó de hombros—. Pobre de ti; lo vas a tener alimentándose de tu vitalidad por mucho mucho tiempo.

—Estás consiguiendo que se me revuelva el estómago. —El inspector refunfuñó, volviendo la cabeza al frente.

—Por otro parte —prosiguió Henry—, tengo otra noticia que me emociona comunicaros. Mi hijo John —detuvo sus brillantes pupilas en él— pasa a formar parte del equipo directivo de la empresa. Va siendo hora de rejuvenecer el negocio, y qué mejor manera que con sangre de mi sangre. —Estrechó a John entre sus brazos mientras los aplausos colmaban el recinto—. Me gustaría, antes de que continúen con la diversión, decir unas palabras. Como cada año, en esta gran compañía que hemos construido entre todos...

Henry Woodgate silenció su discurso. Sus ojos se habían movido hacia un punto en concreto del jardín. Por unos segundos, su mirada se endureció.

—Discúlpenme... —titubeó. La severidad de sus facciones se evaporó, retornando el tono adulador de su voz—. Debo arreglar un asunto. ¡No se preocupen! El señor Williams, mi mano derecha, hará los honores y los extasiará con un hermoso discurso. En un momento me tienen con ustedes.

El señor Williams, atónito por el inesperado cambio de planes, subió con rapidez al escenario y se instaló frente al atril después de estrechar la mano de Henry, que descendió a través de una escalerilla trasera.

Consciente de la tensión que mantenía el señor Woodgate, incapaz de tragarse la interpretación poco creíble que había representado en el escenario, Ellery no quitó ojo de sus movimientos mientras escuchaba distraídamente el discurso de Izan Williams. Para su asombro, la figura del empresario, con la capa ondeando al viento, tenía como destino una esquina de la mansión.

De entre las sombras surgió una silueta oscurecida que no tardó en reconocer. Dexter Brown, uno de los socios de la empresa, lo aguardaba con impaciencia. Los gestos contenidos que distinguió entre ambos, el escaso pestañeo, el ceño fruncido y los labios crispados convertían una simple conversación entre dos leales compañeros en una disputa violenta. Con actitud amenazante, Henry indicó con el dedo a Dexter el interior de su hogar.

Con la desaparición de los dos hombres, Ellery tornó la cabeza hacia el escenario, donde el señor Williams relataba uno suceso anecdótico ocurrido durante ese año. No obstante, su mente, agradecida porque diera de comer a su necesidad de advertir misterios donde otros no veían nada, desconectó del entorno sin que supusiera para él una gran preocupación. 

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