8. Contra el cristal
Cuando Abigail abrió los ojos, se dio cuenta de que se había quedado dormida en sus brazos y le supo mal por lo incómodo que debía sentirse. Se apartó a un lado y observó la pequeña ventana; en lontananza, la luz del amanecer iluminaba la ciudad. Tenía dolor de cabeza, llevaba demasiado tiempo sin beber. «Jodida resaca». Scott carraspeó.
—Lo siento —le dijo—. ¿Has podido dormir?
Scott le dijo que un poco, pero que la vio tan relajada que temió moverse.
—¿Qué hora es? —le preguntó después.
Abigail se acercó a su mesita de noche, tomó el reloj y le dijo que eran sólo las seis. Se volvió a tumbar y se apoyó en su pecho cuando Scott pasó el brazo detrás de su cuello.
—¿Pasarás la navidad con tu familia? —le preguntó él.
—No, pasaré por el hospital, hoy viene Santa Claus y quiero ver la reacción de los chicos. ¿Y tú?
—Nosotros no celebramos la navidad. Además, ya he pasado dos noches seguidas con ellos, ¿quieres que me vuelva loco?
—Entonces, ¿no tienes planes para hoy?
Scott negó con la cabeza y ella le propuso pasar el día juntos.
—Me encantaría.
—Oh, es genial. Por cierto, tengo un regalo para ti, pero lo tengo en el coche.
Abigail rescató la caja de recuerdos de la casa de sus padres, escondida debajo de la cama, entre el polvo y los monstruos imaginarios. Su contenido, se lo llevó a todas partes desde los dieciséis, incluso al apartamento de su ex, sin decirle la verdad de lo que contenía. «Sólo son cosas de mi infancia»; Cuando decidió unirse a Médicos sin fronteras tuvo que dejar la caja en Sleek Valley.
—Yo también tengo algo para ti —le dijo Scott—. ¿Qué te parece si vamos al hospital y después a mi apartamento?
Abigail aceptó. Pese a la resaca, se sentía mucho mejor, después de saber que Scott estaba dispuesto a dar una segunda oportunidad a su relación. «Ahora sí», pensó mientras preparaba café en la cocina. Scott se sentó en el taburete y hablaron entre susurros para no despertar a Malcom:
—Aunque creo que duerme con tapones. Y antifaz —dijo Abigail.
—Menudo personaje, ¿eh? Será divertido.
—Bueno, la verdad es que sí. ¿Alguna vez has compartido piso? Yo llevo haciéndolo desde hace años y tengo cada anécdota...
—Sí, en la universidad viví en una residencia. Uno de mis compañeros, Bart, no tenía ningún reparo en llevar a chicas pese a que yo estaba durmiendo. Ni te imaginas las veces que me despertaba cuando follaba. Era un cabrón.
Abigail le preguntó a qué universidad había estudiado y el qué:
—Arte en la Universidad de Nueva York. Mi padre se volvió loco cuando les dije que quería ser fotógrafo. Se montó bien gorda.
Abigail dejó dos tazas de café y se acodó en la encimera:
—Vaya, debió ser una mierda que no te apoyaran.
—Lo fue, pero mis abuelos sí. Ellos pagaron la universidad.
Abigail sonrió y tomó un sorbo de café mientras pensaba en lo mucho que le gustaría conocerlos. Pero no lo dijo. No quería que Scott entrara en pánico, al fin y al cabo, seguía siendo un hombre.
—¿Cómo puede ser que no recuerdes dónde aparcaste? —le preguntó Scott.
No era la primera vez que le pasaba. En esa ciudad, encontrar aparcamiento era casi una odisea, y de tantas vueltas, al final se despistaba.
—Es por culpa de esta maldita ciudad. Creo que de noche las calles cambian de orden.
—Es Manhattan, no el laberinto de Alicia en el país de las maravillas.
—Oh, ¡ahí está!
Abigail aceleró el paso hasta llegar a su destartalado Fiat que golpeó igual que uno golpea a un viejo amigo por la espalda.
—Aquí estabas.
Cuando Scott llegó, ella abrió la puerta de atrás y se estiró hasta llegar a la caja. Le alegró que Scott la reconociera:
—La caja de los pecados. ¿Aún la tienes?
—Sí, claro.
La removió hasta que dio con lo que buscaba: una cinta de cassette pirata de Busy contra Kool Moe Dee, una batalla de rap clandestina. Abigail supo que Scott la quería cuando estuvieron en Nueva York y visitaron una tienda de discos. Pero costaba cincuenta dólares, dinero que Scott no tenía.
—Siento que no esté envuelta. Y que llegue quince años más tarde.
Scott dejó los cascos de moto sobre el techo nevado del coche y tomó la cinta.
—Llamé a ese tipo de la tienda de discos y se la compré. Me hizo incluso una rebaja. Regatear se me da genial.
—¿Lo has guardado todos estos años?
Abigail se sintió un poco idiota entonces, pero sólo se encogió de hombros:
—En realidad creía haberla tirado, pero la encontré por casualidad —mintió.
Abigail dejó la caja en el mismo sitio, ocultando algunos recuerdos más de Scott. Después cerró la puerta, demasiado fuerte, porque Scott le preguntó si estaba bien.
—Sigues siendo un capullo recibiendo regalos —le dijo ella.
Scott resopló:
—No, yo... sí, siempre quise esta cinta, debe costar una pasta hoy en día.
—Oh, ¿estás pensando en venderla? —Se cruzó de brazos y ladeó la cabeza.
—No, claro que no, no la vendería por nada del mundo. Y sí, se me da fatal recibir regalos, lo siento. Me encanta, muchas gracias. De mi parte y del Scott adolescente.
Abigail, trató de ocultar la sonrisa y se dio la vuelta para cerrar el coche con llave. Scott la abrazó por la espalda, besó su mejilla y le susurró:
—Yo también he conservado tus recuerdos, Abby.
—Ho! Ho! Ho! ¡Felices fiestas! —dijo Santa Claus mostrando su saco rojo—. ¡Tengo regalos para todos!
Algunos niños, los más afortunados, arrastraron los goteros para recibir sus regalos, pero otros debían esperar desde sus camas. Scott se apoyó en la pared de la sala del ala de oncología del hospital Langone; Abigail, en cambio, iba hablando con todos los niños y niñas, padres y madres, dejando a su paso una alegría intangible. Scott no podía dejar de mirarla, como si estuviera hipnotizado y ella fuera el reloj de bolsillo. También lamentaba en silencio lo idiota que era a veces, lo mucho que le costaba ser empático. Suspiró.
—Eh, ¿tú qué haces aquí?
Scott se giró en dirección a la voz y se encontró con un adolescente en una silla de ruedas. Enseguida vio que le faltaba una pierna.
—¿Y tú?
El chico entornó los ojos y señaló, primero su cabeza calva, y después el muñón de la pierna derecha.
—Si te parece estoy haciendo turismo, no te jode. Pues que vivo prácticamente aquí. Ahora en serio, ¿eres un pervertido o algo así?
—¿Qué? ¡No!
—¿No es eso lo que diría un pervertido? —le respondió el chico mientras elevaba la silla unos centímetros del suelo.
Scott rodó los ojos y volvió a parar atención en Abigail que ayudaba a Santa a repartir regalos.
—Oh, la nueva. La doctora Baxter. Dicen que es como un ángel, pero, ¿sabes? A mí los doctores así, no me caen bien, cuando salen de aquí se olvidan completamente de nuestra existencia.
—Eso es porque no la conoces —dijo Scott que paró de nuevo su atención en él—. Es una tía alucinante.
—Ah, vale, vale, que es tu novia.
Scott hizo un gesto que decía que sí, y después le cedió la mano:
—Soy Scott Schwartz, por cierto.
—Aaron Bright, un placer.
A Scott le hizo gracia que lo saludara igual que haría su padre al reunirse con algún cliente, con tanta formalidad. Después se quedaron en silencio: Scott apoyado en la pared y cruzado de brazos, Aaron, mientras, no paraba de elevar la silla y girar sobre sí mismo con una habilidad admirable. Abigail, minutos después, se acercó a ellos.
—Aaron, ¿pasas de Santa Claus?
—Bah, es una tontería. Soy mayor para eso.
—Ya, ¿mayor para recibir una Game Gear?
El chaval se encogió de hombros y le dijo que los videojuegos eran cosas de críos. Scott y Abigail se miraron y se pusieron a reír.
—¿Qué? Un momento, ¿he oído bien? ¿Qué los videojuegos son de críos? Lo dices en broma —dijo Abigail.
Aaron se encogió de hombros.
—Doom —dijo Scott—. Ese videojuego te hacía cagar de miedo.
—¡Es verdad! —dijo Abigail—. Lo probé en la universidad y te aseguro que ningún crío debería jugar a eso. Es más, creo que no tienes la edad recomendada. ¿Qué tienes? ¿Dieciséis?
—Tengo quince. ¿Y qué sabrás tú? A las chicas no les gustan los videojuegos.
Abigail enarcó una ceja y resguardó sus manos en los bolsillos de su verdoso vestido sin mangas.
—Oh, veo que conoces muy bien a las chicas. Imagino que debes ligar a todas horas.
Aaron elevó una ceja y miró a Scott de reojo:
—Si un tipo como este puede ligarse a alguien como tú, lo tendré fácil. Y con una pierna menos.
Abigail sonrió y dijo:
—Pues mira, dudo mucho que ese sea el problema, muy simpático no eres, chaval.
—Ni este tampoco.
A Scott le cayó bien. Tenía razón. Al final Aaron fue a buscar a Santa Claus, después de que la pareja hablara sobre videojuegos, sobre lo genial que sería tener una Game Gear para sus viajes. No lo hicieron para convencerle, es que era lo que pensaban realmente.
Abigail le propuso marcharse cuando dieron las once y —por fin— terminó de despedirse de todos. En el pasillo, Scott le preguntó por Aaron.
—Cáncer en la tibia. Si todo va bien, sólo le quedan cuatro sesiones de quimio y podrá irse a casa. Es un buen chico, aunque es un tocapelotas según me han dicho.
Al salir del hospital, regresaron a la moto de Scott y fueron a su apartamento. En el ascensor se toparon con el vecino de abajo, el viejo señor Anthony Constanza, de cabello y bigote platino, que los escudriñó tras unas gafas gruesas y con los cristales amarillentos. Scott detestaba encontrarse con él porque siempre hablaba de sus maquetas de trenes sin que nadie le preguntara.
—Buenos días —dijeron Scott y Abigail al unísono.
El señor Constanza respondió con un sonido gutural y miró a Abigail de arriba a abajo, indiscreto. Scott creía que hacerse viejo consistía en eso, en hacer y decir lo que a uno le viene en gana. Los tres subieron, Scott marcó la quinta planta para el viejo señor Constanza y después tomó la mano de Abigail, tuvo que apretar para sentir el contacto porque los dos llevaban guantes.
—Es de mala educación llevar sombrero en interiores —dijo su vecino de repente.
Lo decía por Abigail que llevaba un gorro de lana gris.
—Oh, disculpe, creía que esto era un ascensor, no una máquina del tiempo.
—¿Disculpe? —preguntó el viejo.
—Nada, buen señor, como buena damisela el sombrero me quitaré.
Se lo quitó con una sola mano, dejando su cabello rubio un poco alborotado. Scott y Abigail se miraron de reojo y empezaron a reírse. Entonces, el vecino se giró hacía ellos, enfurecido:
—¿Fuisteis vosotros? ¡Los que armasteis tanto escándalo la otra noche!
Eso fue demasiado. Scott se calmó y carraspeó, justo cuando el ascensor paró. Abigail se tapó la boca para no volver a reírse cuando Scott dijo:
—Disculpe, ¿de qué caspitas habla?
El viejo señor Constanza negó con la cabeza y salió del ascensor con los brazos cruzados por la espalda. Justo antes de que se cerrara la puerta, Abigail añadió:
—¡Lo sentimos! ¡Trataremos de hacer menos ruido al follar!
La puerta se cerró.
—¿Estás loca? —le dijo Scott entre risas después de pulsar la siguiente planta.
—Ya, debería de haber dicho fornicar en vez de follar, ¿no?
Scott negó con la cabeza, la tomó de la cintura y se aproximó a ella para besarla. Le hubiera gustado hacer el amor con ella la otra noche, pero Abigail tardó dos segundos en dormirse en sus brazos. Scott tenía dolor de cervicales, pero no se quejó ni una vez. Abigail, antes, solía quedarse dormida así, encima de él. Lo hacía tras hacer el amor antes del atardecer, se quedaba acurrucada encima, con el vaivén de su respiración recorriendo su pecho. Por el hecho de besarla así, con pasión desenfrenada, sintió una erección inmediata. Abigail le mordió el labio cuando lo notó.
—Que pena que no vivas en una planta más alta —le susurró Abigail.
Scott se apartó y pulsó el botón de parada. El ascensor se sacudió un momento.
—Solucionado.
Scott le desabrochó el abrigo y se lo quitó. Abigail le preguntó, incrédula, si realmente quería follar allí. Él no respondió, la obligó a darse la vuelta y la puso contra el esmerilado cristal. Apartó su cabello a un lado, para besar la curva de su cuello y morder el lóbulo de su oreja. Scott observó su reflejo, como cerraba los ojos, como suspiraba, como se mordía el labio inferior para silenciarse. Scott se quitó los guantes, levantó la falda de su vestido por detrás, bajó sus medias y bragas más allá de las rodillas y deslizó su mano por su trasero hasta llegar a su coño que rozó con la yema de los dedos. No podía dejar de mirarla a través del reflejo, su expresión llena de placer cada vez que la tocaba le volvía loco. Scott la tomó de las mejillas y le susurró al oído:
—Quiero que me mires.
Abigail lo obedeció de inmediato y Scott sintió el aumento de humedad, su esencia caer por sus muslos, supo que debía beber de él, así que la obligó a girarse y se sentó sobre sus talones para poder darle placer con la boca. Le levantó el vestido e hizo que separara sus muslos ligeramente para hacer movimientos circulares con su pulgar por sus labios vaginales. Abigail murmuró:
—Joder, Scott...
Su polla se endureció tanto que notó la tirantez de sus tejanos, pero no le importó, a Scott le bastaba con que ella disfrutara. Acercó sus labios para lamer, chupar y absorber cada recoveco de su íntima piel. Abigail gemía despacio, mientras trataba de aguantarse de pie. Scott alternaba una y otra vez las manos, su lengua, sus dedos que introducía, sacaba, volvía a centrarse en su clítoris hasta que ella sacudió su cuerpo y soltó un alarido de placer que rebotó en aquellas cuatro paredes. Ese sonido le pareció fantástico. Abigail apoyó su cabeza contra el cristal recobrando el aliento, Scott se levantó, tomó su barbilla y la besó, trasladando el fruto dulce de su placer en ella, que sonreía y respiraba todavía con dificultad. Scott, sin mediar palabra, le subió la ropa, colocó bien su vestido, le dio el abrigo y volvió a pulsar el botón del sexto piso dos veces seguidas, ansioso por llegar a su apartamento y para follarla en el salón.
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