3. No quiero besarte
Fuera, una pertinaz nieve caía sobre las calles grises de Nueva York. Abigail se ajustó el abrigo y se cruzó de brazos mientras observaba como sus amigas, entre risas, trataban de encontrar un taxi. Abigail Baxter no quería irse. Ella quería quedarse con Scott, pero era lo mejor. «¿Verdad?». O por lo menos es lo que pensó en el pasado, cuando tuvo ocasión de llamar a Scott, pero el número de teléfono ya no existía. Tiempo después supo que ya no vivía en Sleek Valley. «Así es mejor», pensó entonces. Pero lo había echado mucho de menos. Lo echó de menos las dos semanas en que estuvo en casa de su abuela, lo echó de menos los días que pasó en aquel internado, lo echó de menos en la universidad. Incluso cuando salía con otros chicos, incluso cuando se prometió con Harry Gilmore, el hombre perfecto a los ojos de todos los demás. Pero no le dejó ser libre. Abigail soltó aire y negó con la cabeza. Se lamentó por ser una idiota, por ser una cobarde. Ella no quería irse en realidad. Entonces, ¿por qué lo había hecho?
—Dawn —llamó a su amiga—. Lo siento.
Su amiga se acercó con el ceño fruncido, y le pidió al taxista y a las demás que esperaran.
—¿Qué pasa?
—No puedo irme —murmuró—. Es Scott Schwartz.
Dijo su nombre como si el motivo para quedarse fuera el más obvio del mundo. Dawn ladeó la cabeza.
—¡Venga, chicas! ¡Me estoy congelando! —gritó Gina asomando la cabeza por la ventanilla.
—¡Un momento! —bramó Dawn—. Abby, cariño, no te entiendo.
—Te llamaré mañana y te lo contaré, te lo prometo. Pero es que no puedo irme, no después de tanto tiempo.... No es un hombre cualquiera.
Dawn asintió y le dio un breve abrazo.
—Sin falta llámame, ¿eh?
Después se dio la vuelta y se subió al taxi. Abigail esperó a que se perdiera por la calle Franklin, tomó aire profundamente para coger fuerzas. «¿Y ahora qué? ¿Qué le digo a Scott?». Y cuando decidió entrar sin saber que decir, Scott salió del bar:
—No te vayas —le pidió.
Abigail se encogió de hombros y le sonrió:
—¿Vives por aquí cerca?
Scott se puso las manos en los bolsillos, le dijo que sí y se pusieron a caminar a través de la nieve.
No dijeron nada durante un par de manzanas, hasta que Abigail se encendió un cigarrillo.
—¿Desde cuándo fumas?
Abigail se encogió de hombros y le ofreció uno. Él negó con la cabeza:
—Me costó dejarlo. ¿No lo odiabas?
Abigail le explicó que empezó a fumar poco después de separarse, fue su amiga Emma Henderson la que la alentó; ella aceptó porque quería rebelarse contra cualquier sistema y en especial contra sus padres. La castigaron, la desterraron sin justificación, ella no hizo nada malo, más que amar a Scott. Fumar, beber, follar con desconocidos, esas cosas le llenaban la sed de venganza, aunque claro, se vaciaba al instante. Una se siente muy vacía después. De eso no le habló.
—Te noto distinta —le dijo Scott cuando se sentaron en el metro, ignorando a un borracho que estaba apoyado en una de las barras—. Muy distinta.
—Ahora soy rubia. Ah, y tengo treinta. ¿Qué esperabas?
—No me refiero a eso. Me refiero a... ¿te hablas con tus padres?
Abigail cerró los ojos unos instantes, justo cuando una distorsionada locución anunciaba la siguiente parada, la calle 82. Sí, hablaba con ellos. En realidad, había vuelto por ellos. Por su madre, Blanche, que tenía Alzheimer. Claro, no podía continuar alejada de ellos, al menos para tratar de que no se olvidara de que tenía una hija, aunque al final lo haría, es lo que pasaba con esa maldita y jodida enfermedad. Hablaba con sus padres. Los toleraba más bien. Al final los perdonó. ¿Qué otra cosa podía hacer?
—Sí, lo hago —digo al final—. Pero ya no soy la hija perfecta.
Por todo lo que pasó, por lo que vino después, por lo mucho que se decepcionaron cuando se unió a Médicos sin Fronteras, después de romper el compromiso con Harry Gilmore. Tampoco pretendía ser la hija perfecta. Se conformaba con que no la trataran como a una cualquiera. Abigail no quiso seguir la conversación y Scott lo respetó. Bajaron en la 86, anduvieron por calles desconocidas para Abigail, porque su economía no le permitiría ni en un millón de años pagar una renta en un barrio como el Upper West Side. Abigail compartía un minúsculo piso en Harlem, no estaba alejado del trabajo y fue lo mejor que encontró en Manhattan. Aquel apartamento era...
—Vaya, ¿vives aquí solo? —preguntó Abigail cuando cerró la puerta.
Largos pasillos, paredes altas, suelos de madera, pulidas y brillantes. Era enorme, y con vistas a Central Park.
—Sí, el piso es de mis abuelos, el inquilino se fue poco después de que terminara la universidad y me ofrecieron vivir aquí.
—¿No pagas alquiler?
Scott negó con la cabeza y le tomó el abrigo, la bufanda y el bolso cuando se lo dio. Abigail todavía no podía creerse que estuviera en su apartamento sin ningún pretexto más que estar cerca de él. Scott se descalzó y le preguntó:
—¿Quieres una cerveza?
Abigail le dio las gracias y, mientras esperaba, se entretuvo mirando las fotografías que colgaban. Algunas eran portadas del National Geographic, otras eran imágenes de paisajes y de animales, como un oso polar. Abigail no se lo podía creer.
—¿Es tuya? —preguntó cuando regresó y le dio una cerveza.
—Sí, así es. No se lo digas a nadie, pero estaba un poco acojonado. —Scott se dejó caer en el sofá y le dio un trago a su cerveza—. Pero yo estaba lejos y camuflado. Usé un objetivo de largo alcance. Valió la pena. Como siempre.
Abigail se sentó a su lado, sobre un cojín y dijo:
—Son fantásticas. Las fotos. Es la primera vez que veo tu trabajo.
Abigail pensó en las fotos que Scott hizo el último y único verano que pasaron juntos. Aquel en que perdieron la virginidad, en que se confesaron el amor sobre el césped, bajo el sol en el jardín, aquel once de julio de 1982. Había pasado demasiado tiempo, pero sus recuerdos eran los más nítidos posibles.
—¿Pensaste en mí? —le cuestionó Abigail—. Después de que me fuera...
—Claro que pensé en ti. Lo hago muchas veces. Además no pude decirte adiós. Fue el peor año que recuerdo.
—Nunca me escribiste ni llamaste.
—Te escribí —dijo Scott—. Pero llegaron retornadas. Al final, lo dejé correr.
Sus padres seguramente las devolvieron. Abigail los odió un instante.
—Yo también eché de menos poder decirte adiós. Pero tampoco quería que pasara. O sea, tener que decirte adiós.
—Pero fue lo mejor, ¿no? No hubiera funcionado —le dijo Scott.
A Abigail se le clavó un puñal en el alma a causa de sus palabras. Claro, es que no había cambiado nada: Abigail continuaba siendo la hija del pastor y Scott continuaba siendo judío. Pero a ella eso ya le daba igual. Ya ni tan siquiera creía en Dios. Parecía que a Scott le preocupaba más que la familia no lo aceptara. Las tornas habían cambiado.
—Si fue lo mejor —dijo Abigail—, entonces, ¿por qué estoy aquí? ¿Por qué me has pedido que no me fuera?
Scott no dijo nada, sólo la miró fijamente.
—Si quieres que me vaya, me iré. —Estaba enfurecida—. No quiero importunar en tu vida.
Dejó el botellín de cerveza en la mesita de café y se levantó. Scott la tomó de la muñeca y la aproximó hacia él, hasta que terminó apoyada en su pecho. Tenerlo tan cerca... Abigail no pudo reaccionar.
—Abby —le dijo con la frente apoyada en la suya, con la mirada limpia—. Ni te imaginas las veces que he pensado en ti. Sólo trato de justificarme. Justificar porque fui un gilipollas y no te busqué. Lo podía haber hecho. Pero tú tampoco lo hiciste.
Abigail soltó aire por la nariz, elevó las manos hasta su barba y la acarició con suavidad.
—No quiero besarte —le susurró Scott—. Es que si te beso, no podré alejarme de ti, y ambos sabemos que será un problema.
Abigail tomó aire profundamente y sintió cómo el cuerpo se le derretía. Jamás hubiera imaginado que el rechazo de un beso pudiese ser tan sumamente romántico. Ella sí quería besarlo. Se lo dijo:
—Yo sí quiero besarte. Es lo primero en lo que he pensado cuando me has abrazado en el bar.
Scott mostró una media sonrisa y negó con la cabeza.
—No somos los mismos —dijo—. Abby, han pasado 15 años. ¿Qué te ha pasado durante este tiempo?
—No estoy de guardia y no tengo sueño, así que...
—¿Quieres que pasemos la noche resumiendo nuestro tiempo separados?
Abigail soltó aire por la nariz y se mordió el labio inferior. Quería pasar la noche con Scott, pero no hablando:
—No —dijo Abigail—. En realidad... —Se acercó mucho, mucho a él—, lo que quiero en realidad, Scott, es follar contigo toda la noche.
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