25. Las palabras perfectas
Abigail se levantó a las 6 de la mañana. Desayunó en el silencio que reinaba en su apartamento cuando Malcolm, su compañero de piso, aún dormía. Después preparó su bolsa y fue a la piscina municipal. Llegó cuando eran poco más de las 7 y por suerte para ella apenas había nadie. Estuvo haciendo unos largos, perdiendo la noción del tiempo. Cuando decidió comprobar la hora de su reloj de pulsera que guardaba entre los pliegues de su toalla turquesa, salió de inmediato del agua. Había quedado para desayunar con sus amigas y no quería llegar tarde. No tuvo tiempo de pasar por su apartamento y fue directa, con el cabello todavía húmedo.
Cuando tomó asiento, Dawn le dijo si no temía pillar un catarro. Ella negó con la cabeza y cogió la carta del menú: estaba muerta de hambre.
—¿Qué me he perdido? —preguntó sin levantar la vista.
—Gina nos explicaba lo terrible que fue su última cita.
La susodicha puso los ojos en blanco mientras le daba un sorbo a su café.
—Los hombres de Nueva York cada día son peores. ¿Sabes qué me dijo? Que se había enamorada locamente de mí.
—¿Y si lo decía en serio? Que poco romántica eres, tía —dijo Cindy.
Gina elevó una ceja y explicó que solo quería dormir en caliente esa noche y que de ninguna manera iba a creerse algo así.
—Y…—empezó Abigail—. ¿Te llamó Nick?
—Hablaba de él —respondió con una sonrisa ladeada.
Abigail soltó una larga carcajada que contagió a sus amigas. El camarero tuvo que carraspear para ganarse la atención y poder atenderlas. Pidieron sin dejar de reír y cuando se fue, Cindy intervino:
—Yo no lo entiendo, Gina, un tipo como Nick, ¿y lo rechazas? Lo que haría yo porque un hombre así me prestara un mínimo de atención.
—Ese es tu problema, Cindy, que tienes una autoestima tan baja que a la mínima que un hombre es simpático contigo haces planes de boda. Tienes que dejar de hacerlo, de romantizarlo.
Aunque a Abigail no le gustó la crudeza de sus palabras, tenía razón: Cindy tenía la manía de pensar que, cuando un hombre era mínimamente agradable con ella se debía a que se había enamorado perdidamente de ella y se subía a una nube de ilusión romántica; no importaba que no tuvieran nada en común, que no fueran compatibles, que no fuera verdad. Cindy le dio un larguísimo trago al vaso de agua y sus ojos se humedecieron.
—Gina, no seas tan dura con ella —dijo Dawn mientras le apretó el brazo derecho a su amiga con cariño—. Tienes que entender que no todas tenemos el corazón de piedra y que no todas las relaciones son iguales. Mira a Abby, está casi comprometida.
Abigail casi se ahogó con el jugo ácido que estaba royendo de una rodaja de limón. Quiso cambiar de tema, pero enseguida se dio cuenta que, lo que pretendía su amiga, era desviar la atención de la tensión que se había creado. Negó con la cabeza:
—No estoy prometida…
—¡Vamos si casi vivís juntos! —dijo Dawn—. No creo que tarde mucho en comprarte un anillo.
Abigail dijo que no era cierto, pero calculó mentalmente y si la semana tenía siete días, ella había pasado seis en casa de Scott. Abigail se acodó en la mesa. No había hablado de nada así con él, no de un compromiso de esa clase, aunque en su mente si se lo había imaginado: poder viajar juntos por todo el mundo, ella haciendo de médico para los más necesitados, y Scott haciendo sus fotografías. Quizás sus hijos pudieran ser hijos del mundo, con tantas culturas, sabores, idiomas…
—¿Lo ves? Te has quedado ensimismada pensando en vuestra boda —dijo Cindy.
Abigail se le escapó una sonrisa y no pudo evitar sonrojarse.
—Pero ¿no era judío? —preguntó Gina.
Abigail frunció el ceño y se encogió de hombros queriendo decir: «¿Y qué?».
—¿Es que acaso te has caído de un árbol? Las familias judías son muy reticentes con estas cosas, tengo una amiga de la universidad que se enamoró de un tipo judío y terminaron rompiendo, claro, la familia de él no la aceptó nunca —dijo Gina.
—No creo que sea lo mismo, Scott no me pediría nunca algo así —respondió Abigail.
El camarero sirvió el desayuno y lo agradeció con tal de desviar la atención. Pero no sirvió de nada.
—¿Y si lo hace? —preguntó Dawn mientras endulzaba su café.
Se encogió de hombros y sacudió el sobrecito de azúcar con su pulgar e índice.
—Scott sabe mi situación, con mi padre y tal, lo apartada que estoy de cualquier tipo de creencia. Scott no es un fanático devoto ni nada así.
—¿Está muy unido a su familia? —preguntó Cindy.
—Bueno, a sus abuelos, sobre todo, con sus padres tiene una relación bastante tensa.
Entonces Gina empezó a decir que la gente mayor era la que más presionaba con esos temas, y que esperaba que Abigail no fuera tan idiota en convertirse por un hombre. Cindy mencionó que a ella eso le parecía súper romántico, y empezó de nuevo un rifirrafe en que sólo una discutía. A Abigail se le quitó el hambre. No quería más muros entre ambos, ¿no estaban en el siglo XX? ¿A cuento de qué debería de unirse a una religión cuyos valores y creencias desconocía completamente? Y en especial después de haber renunciado a las creencias con las que creció y creyó fervientemente. «No, Scott no me haría algo así» se dijo a sí misma. ¿Y si lo hace? ¿Y si su relación, que parece, ir viento en popa, en realidad va directa a estrellarse contra unas rocas, como un barco a la deriva?
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—¿Te acuerdas de la primera vez que estuvimos aquí juntos? Quiero decir en Nueva York.
Abigail asintió con la cabeza después de quitarse el casco y dárselo a Scott. Como no iba a estar para su cumpleaños, Scott le propuso celebrarlo antes.
—Aún a día de hoy sigue siendo uno de mis días favoritos. ¿Crees que aún estará? Nuestras iniciales.
Eran las cinco pasadas del sábado y Central Park estaba lleno de turistas, tipos en bicicleta y jóvenes estirados en el césped. Scott negó con la cabeza.
—Lo siento, pero los renovaron hace años… así que…
Sacó una navaja del bolsillo trasero de sus tejanos y se lo mostró. Abigail elevó la ceja y sonrió.
—¿Vamos a recrear aquella cita?
Scott le dijo que por supuesto, pero que mejorada porque ahora no eran unos pobres adolescentes, que ahora podían permitirse cenar en un buen restaurante, pero Abigail, mientras cogía la navaja y se sentaba en el mismo banco, pero uno nuevo, como si fuera el barco de teseo, le dijo que ella quería de todas maneras comer un perrito caliente con todo en la quinta avenida. Después de plasmar sus iniciales, AB y SS como tiempo atrás, se quedaron sentados y se dieron un largo beso. Se dijeron que se querían sin temor, y cuando el cielo empezó a palidecer, se encaminaron a la biblioteca pública.
Aquella vez, pudieron ir leyendo tranquilamente las placas ancladas en el suelo, las citas de autores como Borges, Dickinson. No tenían ninguna prisa. Lo primero que hizo Scott cuando entraron fue tomarla de la mano, y Abigail ya no se sentía nerviosa como la primera vez.
—Ven —le susurró Scott.
La llevó a través de las sillas y los estantes hasta la sala Rose. Y después de recorrer varias sillas y mesas , se paró en una que parecía nueva, reluciente.
—Aquí es. Cierra los ojos.
Abigail le obedeció, con él se sentía segura, y dejó que lo guiara desde la opaca oscuridad de sus ojos. Scott la hizo agacharse.
—Abre los ojos.
Cuando Abigail leyó la inscripción tallada sobre la placa dorada, no se lo pudo creer:
"El 21 de mayo de 1983 en este lugar caminamos juntos de la mano por primera vez. Espero seguir caminando a tu lado el resto de nuestros días. Te amo Abby.
Scott."
Le dio un vuelco el corazón y si no fuera anatómicamente imposible, ella pensaría que saldría disparada hacía el espacio exterior, traspasando las enormes lámparas y las molduras del techo. Se tapó la boca con ambas manos y lo leyó de nuevo. Miró a Scott y lo releyó más despacio.
—No puede ser…
—Sé que este lugar es uno de tus favoritos y quería que una parte de ti se quedara aquí para siempre. ¿Te gusta?
Abigail, aún boquiabierta sonrió y le regaló un largo beso. Ni siquiera sabía que decir, se había quedado muda como la sirenita. Negó con la cabeza y lo abrazó con la cabeza apoyada en su pecho. Scott acarició su cabello despacio y luego besó su coronilla.
—¿Como? —preguntó Abigail—¿cómo has conseguido esto?
Scott se encogió de hombros y le explicó que pagando, uno podía poner lo que quisiera en una silla de aquella sala, que lo que más le costó fue escoger las palabras y que recordó que allí pudieron caminar de la mano juntos en libertad.
Abigail volvió a agacharse y releyó y releyó y releyó la inscripción, para no olvidarse nunca.
—Es una frase perfecta. Las palabras son perfectas —sentenció Abigail.
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