16. La duda
El Parque nacional de Mu Ko Surin se encontraba en las Islas Surin en el mar de Andaman. Sus aguas plácidas, circundantes, su arena fina mezclada con la luz del atardecer formaban un lugar fantástico, irreal. Scott siempre pensaba que, pese a que todos compartiéramos el mismo sol, este se comportaba distinto en cada rincón del planeta. La última fotografía que tomó, mostraba el anaranjado cielo y el brillo del tenue lago y nenúfares que se deslizaban sin prisa, como si dieran un paseo en una línea atemporal. Scott sonrió al apartar la cámara, y se quedó quieto unos instantes, para tratar de retener esa imagen en su memoria. Volvió a pensar en Abigail y lo mucho que la añoraba, lo mucho que le hubiera gustado pasear con ella por ese lugar, ajenos al mundo entero. Era 16 de enero, la fecha de su cumpleaños, hecho que le hacía sentirse más desdichado aún. No por nada, Scott no era muy fan de celebrar su aniversario, pero ahora que estaba con Abigail...
A lo lejos, Bastien, rodeado de habitantes de la zona, lo llamó sacudiendo los brazos para que fueran a desayunar. Entonces, Scott plegó el tripode, guardó su cámara cuidadosamente y anduvo raudo hasta él. Significaba que podría llamar a Abigail para poder oír su voz.
___
Abigail volvió a resoplar cuando otro ejecutivo de tres al cuarto subió al escenario para dar un discurso vacío e hipócrita sobre la importancia de las donaciones, sobre lo felices y contentos que estarían los pobres niños hambrientos y enfermos de África. Es que ella sabía perfectamente que, de la cantidad recaudada, una ínfima parte iría para ayudas reales. Abigail lo sabía de primera mano. Sin esperar a qué el quinto discurso terminara, se levantó cuando vio en su reloj de pulsera que quedaban cuatro minutos para las siete. Scott la llamaría en punto. Sus amigas, Dawn y Cindy, la observaron serias, con una mirada que decía: ¿Adónde vas? Abigail las ignoró, rodeó las enormes y circundantes mesas con manteles de lino color arena, repletas de lujosos manjares y coloridos cócteles, y dejó que el portero del hotel Hilton abriera la puerta batiente que llevaba al mundanal ruido del Upper Side. Los transeúntes la miraron fijamente cuando se sentó en unas escaleras cercanas. ¿Demasiado elegante para un suelo tan pordiosero? ¿O demasiado poco abrigada para el frío que hacía? El vestido se lo prestó Dawn. Era largo, de color negro y con pedrería en los bordes. Es que aquella dichosa mañana, cuando quiso comprarlo con su madre, fue imposible... El teléfono sonó. Deprisa, rebuscó en su diminuto bolso (también prestado por su amiga) y respondió.
—¡Feliz cumpleaños!
Notó la sonrisa de Scott a miles de kilómetros cuando le dió las gracias.
—Gracias, Abby. Dime, ¿cómo estás?
Abigail sacó un cigarrillo de la cajetilla y se lo encendió antes de responder. Scott quería saber cómo estaba después del monumental enfado de su padre cuando "casi" pierde a su madre. Blanche buscaba a Bitsy. Dichoso perro. Por culpa de eso, casi termina atropellada por la furgoneta de reparto del señor Cyrus. Menudo susto. Por suerte no pasó nada. Abigail quiso guardar el secreto a su padre, pero había pasado en Sleek Valley, a los cinco minutos lo sabría, no tenía sentido ocultarlo. En su despacho, el pastor Baxter, enfurecido, le dio a Abigail un discurso y una larga lista de por qué no podía dejar a su madre sola. Es que estaba enferma. Como si ella no lo supiera. Y aunque aún estaba afectada por aquello, por el pánico al recordar que le podía haber pasado algo a su madre por su culpa, a Scott le dijo que estaba bien.
—No te preocupes. ¿Estás en el hotel? ¿Tienes mi regalo?
—Así es, lo tengo justo aquí.
—¿No lo has abierto, verdad?
—Ya te he dicho que no. Tengo más paciencia que tú, Abby. ¿Seguro que estás bien?
—Sí, sí, vamos, ábrelo.
Entonces se escuchó a través de la línea el crujido del papel.
—Una tragedia americana... —murmuró Scott.
—Sí, sí, sé que tienes el libro, que lo has leído miles de veces, pero es una primera edición.
Entonces le explicó que lo encontró por casualidad en casa de una de sus pacientes en Honduras. La mujer —a quien ayudó a dar a luz a una bebé preciosa y pelona— le dijo que era del padre de su hija, quien las abandonó, que se lo quedara. Además no hablaba inglés, no entendería nada. Abigail lo dejó en casa de sus padres, porque pensó que si algún día se reencontraba con Scott se lo regalaría. Tuvo la tentación de venderlo, pero no lo hizo. Le dio las gracias a la Abby acaparadora.
—Es genial, muchas gracias —dijo Scott—. Que bien que lo guardaras todo este tiempo...
—Ábrelo —le pidió.
—¡¿Unas entradas para los Mets?! ¡No me lo puedo creer!
—Son justo para el domingo siguiente, cuando vuelvas... puedes ir con tu hermano...
—Ni hablar, quiero que vengas conmigo.
—Scott, no tengo ni idea de béisbol...
—Con más razón, yo te enseñaré. Conseguiré que ames el béisbol, ya verás.
Abigail apagó el cigarrillo contra la acera y le dijo que de acuerdo, que trataría de cambiar el turno con algún compañero. En realidad era lo que esperaba, que la invitara a ir con él. Se despidieron y quedaron en que la próxima vez que hablaran, sería en Nueva York, cuando regresara a casa.
Abigail volvió al hotel. El aburrido discurso de a saber quien había terminado y sonaba música para que los ricos invitados bailaran. Pero en la mesa, sentado, se encontró solo al doctor Burns, que rebotaba un solitario cubito de hielo de su copa ya vacía. Salió de su ensimismamiento cuando se sentó a su lado.
—¿Y las chicas?
Nick señaló una de las barras laterales y después siguió con el helado tintineo.
—Necesito pedirte un favor —dijo Abigail.
—Dime —dijo con una amplia sonrisa, mostrando los surcos de sus hoyuelos.
Abigail le pidió cambiar el turno en el hospital para poder ir al partido de béisbol.
—No sabía que eras aficionada...
—No, en realidad no, no soy muy fan de los deportes, pero mi novio sí...
Le pareció raro usar la palabra novio, como cuando pruebas algo nuevo de comer por primera vez pero al final te gusta el sabor.
—Entiendo —dijo Nick afirmando con la cabeza—. Te cambiaré el turno sin problemas...
—Genial —dijo relajando los hombros.
—Pero a cambio bailarás conmigo —añadió con un guiño de ojo.
—No es en serio...
—Vamos... —se puso de pie— Además me encanta esta canción.
Abigail se aguantó la risa y elevó una ceja.
—¿Te gusta el country?
Le extendió la mano.
—Soy del medio oeste, ¿qué esperabas?
Abigail suspiró y aceptó al final. Todo era por una buena causa. Y el doctor Nick Burns le caía francamente bien, pese a las advertencias de la enfermera Patricia, no le parecía tan capullo, sino un buen profesional y un tipo bastante divertido con el que se podía hablar de casi todo. En la pista de baile, se pusieron al lado del doctor Mendoza y su esposa, que les regalaron una sonrisa.
—Necesito pedirte un favor a cambio —le dijo Nick.
—Creía que el favor era este.
—Vamos, vas a hacerme trabajar un domingo, creo que solo esto no lo compensa.
—Está bien.
—Tengo los resultados del último tac de Aaron Bright.
Por su mirada, Abigail supo que no eran buenas noticias.
—¿Cuántas sesiones más de quimio tendrá que hacer?
—Unas diez sesiones.
Abigail se entristeció. Los últimos días, Aaron le explicó sus grandes planes cuando le dieran el alta: él y sus padres se marcharían en caravana para recorrer el país antes de volver al instituto. Y ahora eso ya no sería posible. Por lo menos hasta un tiempo después...
—Lo siento —le dijo Nick al ver su rostro triste.
—Decidimos el campo más triste y alegre al mismo tiempo, ¿no te parece?
El doctor Burns asintió y continuaron bailando en silencio hasta que volvieron a la mesa. Allí se encontraron una situación bastante tragicómica que hizo que se olvidaran de su adolescente paciente: su amiga Cindy estaba muy borracha, y Dawn intentaba por todos los medios que no llamara la atención, pero no parecía conseguirlo:
—¡¿Por qué me tuvo que dejar?! —se preguntaba a gritos y arrastrando las palabras—. ¡¿Acaso no soy suficientemente guapa y delgada?! ¡Perdí 12 kilos por él! DOCTOR BURNS, ¿CREES QUE ESTOY GORDA?
Nick se rascó la ceja y se apoyó en la mesa para acercarse:
—Para nada, pero... ¿perder peso por un tio? Está claro que no se lo merecía.
Cindy se quedó callada y muy quieta con la mirada fija en él. Hasta que se puso a llorar.
—Oh, C, por favor... —empezó Dawn—. Será mejor que nos vayamos.
Abigail asintió al ver la hora y entre las dos levantaron a la amiga, que murmuraba cosas sin sentido sobre los hombres y lo cabrones que eran. Nick dijo que también se marchaba, por lo que los cuatro, tras recoger los abrigos en el guardarropía, salieron a la noche neoyorquina.
Cindy y Dawn tomaron el mismo taxi ya que compartían piso, y Abigail y Nick decidieron compartir otro taxi. Abigail decidió que pasaría la noche en el apartamento de Scott, ya que su compañero de piso había organizado un torneo de Magic con sus amigos. Tras dar la dirección al taxista, Nick la miró extrañada.
—¿Te has mudado?
—No, no, que va, es que pasaré la noche en casa de mi novio.
—¿No estaba de viaje? —le preguntó.
—Sí, pero me quedo de todas formas...
Nick frunció el ceño.
—¿Qué? —preguntó Abigail—. ¿A qué viene esa cara?
—Nada, nada...
—Habla ahora o calla para siempre.
Nick balanceó la cabeza, miró por la ventanilla, luego a ella, después al taxista por el retrovisor y después de nuevo a Abigail. Tomó aire:
—Verás... ¿puedo ser sincero? Es que no me haría gracia que alguien estuviera en mi apartamento en mi ausencia.
—Él me dió las llaves antes de irse, y me dijo que fuera cuando quisiera.
—Gire por la derecha, por favor —le ordenó al conductor—. Sí, pero los tíos a veces hacemos esas cosas... para...
Se calló. Ella resopló y le pidió que hablara de una vez.
—Es aquí —dijo. Cuando se paró el coche, le dio un billete de cincuenta dólares y después prosiguió—. Hacemos estas cosas por sexo, porque no esperamos de ellas vayan realmente al apartamento, ¿sabes?
Abigail se quedó sin habla. Nick abrió la puerta del taxi y antes de salir, añadió:
—Pero, oye, no tiene porqué ser así, ¿eh? Nos vemos en el trabajo.
Después la puerta se cerró, el taxi arrancó y se hizo el silencio. Abigail hundió los hombros.
—Entonces, ¿la siguiente parada es en la calle...?
Abigail le dijo que no, con la mirada perdida en la ventanilla. Le dio la dirección de su apartamento y le pidió que diera la vuelta. Su mente empezó a trabajar a una gran velocidad y se acordó de las iniciales vacilaciones de Scott. Y entonces, las dudas la asolaron igual que una tormenta de arena.
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