10. Atardecer en Kioto
Scott se puso las manos en la cintura y le hizo un gesto con la cabeza a Abigail para que lo siguiera hasta uno de los cuartos de baño, que usaba como sala de revelado. Antes lo hacía más a menudo, pero con la entrada de la digitalización, él sólo entregaba los carretes al departamento de maquetación que se encargaban del resto. Quiso cambiar de tema, sí, ella tenía razón, debería haberle dicho a Sean que se acostó con Anne y que después pasó completamente. Pero sabía que entonces su hermano jamás daría un paso adelante con ella.
—¿Me ayudas? —le preguntó Scott mostrando el carrete.
—Vale, pero espero que el proceso sea algo surrealista, como en una novela de Pratchett.
Abigail siempre había sido cínica. Pero ahora era ácida y fresca como una limonada.
—Rollo, ¿el color de la magia o algo así? —le respondió Scott.
—Exacto —dijo ella—. Oye, ¿y por qué estamos a oscuras?
—La luz estropea las instantáneas. ¿Sabes? En algunos sitios contratan a ciegos para positivar.
Abigail se aupó para sentarse en una de las mesas, mientras escuchaba a Scott:
—Cogemos el carrete y lo metemos aquí, en esta espiral, para poder recortar los negativos...
Abigail lo escuchó atenta y siguió a la perfección cada una de sus tareas. Cortó con cuidado los negativos mientras que Scott ajustaba la ampliadora y sacaba las bandejas para verter los químicos.
—He terminado —dijo ella.
Scott entonces le explicó el proceso, buscó papel fotográfico, lo colocó. Cogió una tabla y se lo cedió a Abigail. Se puso detrás de ella y sostuvo sus manos para guiarla.
—Tenemos que hacer que la luz llegue de forma escalonada y así plasmar la imagen del negativo en el papel.
Despacio, movieron la tabla un segundo cada vez, hasta que apareció una imagen casi invisible. Era una foto de Abigail posando divertida. Fue la primera foto que le hizo. Se acordaba perfectamente, como si sólo hubieran pasado pocos días desde entonces.
—Y apagamos la luz.
—Vaya, es increíble —dijo ella.
—Ahora simplemente trasladamos la imagen por el revelador unos cuarenta segundos y lo vamos moviendo...
Después de estar lo suficiente impregnando, lo sacó con unas pinzas hasta el baño de paro y repitió la misma operación, hasta que trasladó la imagen al fijador. Por último las pasó por un barreño con agua y las pinzó una a una en un hilo que recorría la habitación. Abigail, mientras, recordaba con cada instantánea y decía cosas como: «Oh, aquí salimos horribles, pero fue cuando vimos Oficial y Caballero en el cine, ¿te acuerdas?», o: «Esta me encanta, estás muy mono, en cambio mi cabello... Maldita moda del cardado». Scott sólo sonreía y cuando terminó de colgar la última foto, ella dijo tras suspirar:
—Gracias. Es el mejor regalo de navidad de todos.
—De nada.
Scott la tomó de la nuca y la observó despacio: su piel, su mirada y los surcos de sus labios cubiertos por la luz de emergencia... como si estuvieran bajo un atardecer en Kioto y no en un apartamento de Nueva York. Abigail suspiró de nuevo. Y cuando quiso besarla, el incesante zumbido del timbre sonó. La besó de todas formas. «¿Quién cojones será ahora?». Scott se disculpó con Abigail y salió al pasillo. Volvieron a llamar:
—¡Ya voy! Joder.
Scott, antes de abrir comprobó por la mirilla que era Sean. Giró el cerrojo deprisa.
—¿Estás bien? —preguntó Scott.
Sean entró en su piso, dejó su chorreante paraguas en el paragüero —entonces Scott miró por la ventana y se dio cuenta de lo mucho que llovía—, se frotó las manos y las cubrió del vapor de su aliento.
—¿Qué haces aquí? ¿Habíamos quedado?
Sean se quitó la chaqueta mientras le contaba que estaba preocupado porque no respondía a su llamada. No era eso, es que Sean era una persona inquieta, de esas que necesitan la respuesta al instante. Cuando eran niños, antes de que Sean superara su afección respiratoria, a Scott le encantaba fastidiarle cuando jugaban al Trivial. Claro, seguramente estaba nervioso por el tema de Anne. Scott le dijo que no era un buen momento pero Sean entró en el salón de todas formas y se dejó caer en el sofá. Le explicó que estaba hecho un lío:
—La llevé a casa y en su portal me besó. Ella a mí, ¿sabes?
—Oye, colega, ¿podemos hablar luego? Es que no estoy solo...
Sean parpadeó y movió la cabeza como un palomo. Scott se sentó a su lado y le dijo que estaba con Abigail Baxter. Y cuando la nombró, apareció, como en un número de magia de Houdini.
—Hola, Sean.
Sean abrió mucho los ojos:
—Vaya, hola. No... no sabía que tenías compañía, lo siento. —Se levantó—. Será mejor que me vaya...
—Oh, no, no te preocupes. Scott, ¿te importa que haga una llamada?
Scott le dijo que por supuesto que no, y tomó el teléfono inalámbrico de la mesita y se lo dio. Al hacerlo, rozó expresamente sus dedos —como en el instituto, que fingían ser desconocidos y le dejaba algún libro en clase— y la miró para darle las gracias por no irse, por esperar que hablara con su hermano. Cuando se perdió por el pasillo, Sean le dio un golpe en el brazo:
—¿De verdad? ¿Después de tanto tiempo?
Scott le explicó que iban a intentarlo.
—Vaya, ¿en serio? Mamá te matará.
Scott se encogió de hombros:
—Tendrá que aguantarse. Pero no le digas nada, ¿quieres?
Sean le mostró las palmas de la manos:
—Seré una tumba. Oye, quizás consiga que pases más tiempo en Nueva York, me alegro, espero que funcione, me cae bien.
—¿Verdad? —dijo Scott que se quedó mirando el pasillo donde Abigail había pasado segundos antes, como si su presencia se hubiera quedado en el aire.
___________
Abigail marcó el número, se estiró en la cama y se puso el teléfono en la oreja hasta que ella respondió:
—¿Emma? Soy yo, Abby.
—Sé quién eres, cazurra. Feliz navidad, ¿no? ¿O es cierto que Nueva York os vuelve unos maleducados?
Abigail se rió y le deseó también feliz navidad. Emma Henderson era su mejor amiga desde que coincidieron en el internado. Sus padres la mandaron allí por robar ropa en un centro comercial. Compartían habitación, y Emma era la chica más desagradable que Abigail había conocido jamás. Pero la cosa cambió cuando ambas coincidieron en que la profesora Simmons era una sádica y se hicieron amigas. «Tener un enemigo en común siempre une a las personas». Desde que se separaron no perdieron el contacto pese a la distancia, y Abigail incluso pasaba algunos días por Kensington, con ella y su familia: su marido Phillip y sus dos hijos, Marlon y Becky, o como los apodaba Emma: «Los monstruos que destrozaron mi preciosa vagina». Ambas amigas eran confidentes para la otra, por lo que se contaban todo. Absolutamente todo. Por eso, Abigail le contó que volvió a encontrarse con Scott Schwartz y que estaba en su apartamento:
—Oh, Emma, no sabes lo bueno que está ahora... —Abigail suspiró—. Ha sido un amor conmigo, y, joder, follar ha sido...
—Bueno, bueno, el tío te ha dado duro, ¿eh?
—Sí, tía, sólo pensarlo me pongo cachonda... pero, ¿no crees que me estoy precipitando?
—Uff, pues mira... ¡Estoy al teléfono! ¿Por qué no vais a ver a la abuelita, eh?
—Tu suegra está por allí, ¿eh? —le preguntó.
—Sí, espero que mis hijos la tengan lo suficiente ocupada para que no esté todo el día criticando cada cosa que digo. Y respondiendo a tu pregunta... ¿No te pasabas el día hablando de ese chico, y te negaste a salir con un montón de tíos buenos porque todavía pensabas en él?
—Sí.
—Vale, si a eso le sumamos que Nueva York tiene más de 7.000 millones de habitantes y que la primera noche que vas a un bar te lo encuentras... Si esto no es el destino, que suba el diablo y lo vea.
Abigail se rascó la oreja. Tenía razón, las posibilidades eran inexistentes. Ella realmente deseaba que funcionara, pese a sus familias. Se despidió de Emma, colgó y apoyó el inalámbrico en su pecho. Miró por la ventana: la ciudad estaba siendo inundada por una pertinaz lluvia, bajo unas espesas nubes grises y blancas. Le pareció un paisaje lleno de vida, esplendoroso. «Más de 7.000 millones de habitantes...». Se escuchó la puerta de la entrada cerrarse y después el crepitar de los pasos de Scott sobre las tablas de madera. Se tumbó a su lado, besó su mejilla y dijo, sin ironía:
—Hace un día precioso, ¿no te parece?
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