
||| Capítulo I |||
Era una radiante y fría mañana de abril y en los relojes acababan de dar las trece. Winston Smith, con el mentón caído sobre el pecho en un esfuerzo por esquivar el viento fuerte, se deslizó de prisa por entre las puertas de vidrio de Victory Mansions, pero no tanto como para impedir que con él se colara para adentro una ráfaga de arena y polvo.
El vestíbulo apestaba a coles hervidas y trapos viejos. En un extremo del mismo se apreciaba un cartel mural a todo color, pegado a la pared y cuyas dimensiones eran desmesuradas para ser exhibido puertas adentro; representaba el enorme rostro —más de un metro de ancho— de un hombre de unos cuarenta y cinco años de edad, con espesos bigotes negros y facciones armoniosas, aunque un tanto ásperas. Enfiló Winston en dirección a la escalera. Inútil habría sido probar el ascensor, que aun en circunstancias normales era raro que funcionara, y menos ahora, cortada como estaba la corriente eléctrica, como parte de la campaña de economía, previa a la iniciación de la Semana del Odio. Siete tramos de escaleras había que subir para llegar al departamento, y Winston, que frisaba en los treinta y nueve años y padecía de una úlcera varicosa a la altura del tobillo del pie derecho, ascendió pausadamente, descansando de tanto en tanto en el trayecto. En cada uno de los descansillos y frente al hueco del ascensor, volvía a percibir aquella cara descomunal que le miraba fijamente desde la pared. Se trataba de una de esas figuras hechas de suerte, con sus ojos, que parecen seguirlo a uno en todas direcciones. Y en la parte inferior del cartelón, la siguiente inscripción se leía: El Gran Hermano te vigila.
En el interior del departamento una voz de sonoro timbre daba la lectura a ciertos datos sobre la producción de hierro en barras. Procedía la voz de un cuadrado de metal, algo así como un espejo empañado, que cubría gran parte de la superficie de una de las paredes. Winston giró una de las perillas, así disminuyó el volumen de la voz, mas no dejó de distinguir sus palabras. El aparato se llamaba telepantalla, y aunque se podía bajar el volumen, no había forma de desconectarlo del todo.
Encaminó Winston hacia la ventana: era un hombre bajo, de físico poco desarrollado, y el mameluco azul que llevaba puesto, como uniforme reglamentario del partido, no hacía sino acentuar su magra silueta. Muy rubios tenía los cabellos y rojiza la cara, con el cutis bastante estropeado por las hojas de afeitar, gastadas por el uso, el empleo de un jabón ordinario y los fríos del invierno que acababa de pasar. Afuera, el mundo parecía frío, aun visto a través de los cristales de la ventana. En la calle, tenues torbellinos de viento agitaban en el aire nubecillas de polvo y trozos de papel formando espirales, y aunque brillaba el sol en todo su esplendor, y el cielo estaba azul, no se advertía en el ambiente sensación alguna de color; no se podía decir lo mismo de aquellos carteles exhibidos con irritante insistencia. Sobre la pared de la casa de enfrente asomaba el bigotudo rostro escudriñando con su mirada a los transeúntes. El Gran Hermano te vigila, advertía la inscripción, en tanto aquellos negros ojos se reflejaban profundos en los de Winston. Al nivel de la acera había otro cartelón similar, desgarrado por el viento en uno de sus ángulos, cuyo fragmento inferior, al ser golpeado por el ventarrón, cubría y descubría una palabra: «Ingsoc». A la distancia, un helicóptero volaba sobre los techos de las casas y, luego de permanecer inmóvil un instante cual si fuera un moscardón, volvía a remontarse lentamente trazando una curva en el espacio. Era la patrulla policial, atisbando a través de las ventanas de los vecinos. Pero esas patrullas no eran de mayor cuidado. Lo único que de verdad contaba era la Policía del Pensamiento.
A espaldas d Winston seguía la voz procedente de la telepantalla con su perorata sobre el hiero en barras, y el rotundo éxito alcanzado por el Noveno Plan Trineal. La telepantalla recibía y transmitía al mismo tiempo. Cualquier palabra pronunciada por Winston, a menos que fuera en voz muy baja, sería captada de inmediato por el aparto; todavía más, mientras permaneciera dentro del campo visual de la placa metálica, podía ser visto a la vez que oído. Desde luego, no existía medio de comprobar en un momento dado si era uno objeto de vigilancia o no, como tampoco resultaba posible determinar el sistema de que se valía la Policía del Pensamiento, para intervenir los aparatos particulares o determinar la frecuencia con la que se lo hacía. Lo probable era que la vigilancia se ejerciera sobre todo el mundo, y a todas horas del día y de la noche. Por supuesto, podían intervenir a voluntad en cualquier aparato de los domicilios particulares. Había que vivir —y se vivía por fuerza de una costumbre hecha instinto como acechado en todo momento por ojos invisibles, salvo en la oscuridad más absoluta, y como si cada sonido emitido fuera captado por oídos extraños.
Winston se mantuvo de espaldas a la telepantalla. Era lo más seguro, aunque no ignoraba que aun por la espalda algo se puede llegar a saber. A un Kilómetro de su casa, el Ministerio de la Verdad, donde era empleado, elevaba su inmensa y blanca mole sobre un panorama de tintes sombríos.
Y esto —pensó con una vaga sensación de amargura— es Londres, la Capital de la Pista de Aterrizaje Uno y tercera ciudad de las provincias de Oceanía por su población.
Probó evocar algunos recuerdos de su infancia que le dijeran si Londres había sudo siempre así. ¿Existieron siempre estos vetustos edificios del siglo diecinueve con sus paredes apuntaladas con gruesas vigas, sus ventanas remendadas con pedazos de cartón, sus techos cubiertos por chapas de cinc y sus setos serpenteando sin orden ni concierto en las más variadas direcciones? ¿Y aquellos sitios en los cuales las bombas habían abierto enormes cráteres dentro de cuyas bocazas se alzaban viviendas sórdidas como gallineros? Estéril empeño el de tratar de recordar pasados tiempos, pues su memoria nada le decía; de su infancia se había esfumado todo recuerdo, salvo una serie de episodios luminosos sin telón de fondo y, por lo general, imposibles de descifrar.
El Ministerio de la Verdad —Miniver en la Neolengua— era único en su especie y nada de común tenía con ningún otro edificio de la urbe. Se trataba de una gigantesca estructura en forma de pirámide, construido de cemento de blancura deslumbrante, que se alzaba, piso sobre piso, hasta una altura de trescientos metros. Desde el sitio donde se encontraba Winston se distinguían los tres lemas del Partido, estampados sobre la alba fachada del enorme edificio:
LA GUERRA ES PAZ
LA LIBERTAD ES ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES FUERZA
Se decía que el Ministerio de la Verdad contaba con tres mil habitaciones sobre el nivel de la calzada, y sus correspondientes dependencias subterráneas. En todo Londres no había sino tres edificios del mismo tamaño y arquitectura. Los cuatro dominaban el panorama en forma tan imponente que desde la azotea de Victory Mansions era posible divisarlos a todos al mismo tiempo. En dichos edificios funcionaban los cuatro Ministerios que constituían la total estructura del Estado. El ministerio de la Verdad tenía a su cargo todo lo concerniente a noticias, esparcimientos, educación y bellas artes. El Ministerio de la Paz corría con la guerra. Al del Amor correspondía el mantenimiento del orden y legalidad. Y al de la Abundancia os asuntos de orden económico. En el léxico de la Neolengua, se los conocía con las siguientes denominaciones: Miniver, Minipax,Miniamor y Miniabunda.
De todos ellos el de aspecto más siniestro era el Ministerio del Amor, totalmente desprovisto de ventanas. Winston no conocía su interior, ni jamás se había aventurado a aproximarse a menos de quinientos metros del edificio. Era imposible trasponer sus puertas, como no fuera por asuntos de servicio, y un así, era preciso atravesar alambradas de púa, pasar por entre nidos de ametralladoras y entrar por puertas de acero. Incluso las calles que conducían al citado edificio, estaban custodiadas por nutridos guardias con ferocidad de gorilas, enfundados en uniformes negros y empuñando formidables clavas.
Winston se volvió con un movimiento brusco, mas no sin antes imprimir a su fisionomía un gesto de optimismo, que era lo prudente al dar frente a la telepantalla. Cruzó la habitación para dirigirse a la modesta cocina. Por salir del Ministerio a la hora en que lo hizo no pudo almorzar en la cantina del mismo y demasiado sabía que en la cocina no encontraría un bocado, salvo un trozo de pan moreno que era era necesario ahorrar para el desayuno del día siguiente. De la alacena tomó un frasco de líquido incoloro, cuyo simple rótulo blanco decía: Ginebra de la Victoria. Su untuoso y repugnante olor recordaba al aguardiente de arroz que fabrican los chinos. Se sirvió Winston una taza de las de té casi llena y, luego de templar sus nervios para el mal trance, apuró de un trago su contenido como si se tratara de una medicina.
Al instante se le encendieron las mejillas, en tanto las lágrimas le saltaban de los ojos. Aquello sabía a ácido nítrico y al ingerirlo se tenía la sensación de alguien te atizaba un recio cachiporrazo en la nuca. Apoco, sin embargo, se le fue pasando el ardor en las entrañas y el mundo le pareció color rosa. Seguidamente probó extraer un cigarrillo de un atado sobre el cual se leía Cigarrillos de la Victoria, mas al tomarlo se le derramó por inadvertencia algo del tabaco sobre el suelo; tornó a probar y tuvo mejor suerte. Acto seguido regresó al living para tomar asiento junto a una mesa ubicada a la izquierda de la telepantalla. De uno de sus cajones extrajo una lapicera, un frasco de tinto y un abultado volumen de lomo rojo y tapa jaspeada con sus páginas en blanco.
Vaya a saber por qué, la telepantalla se hallaba situada en un sitio fuera de lo común, pues en vez de encontrarse sobre una de las paredes del fondo, conforme era la norma usual, de suerte de poder dominar toda la habitación, estaba en uno de los tabiques laterales y dando frente a la ventana. Hacia un costado había un hueco donde en esos momentos se encontraba sentado Winston, hueco destinado seguramente a alojar estantes para libros al construirse el edificio. Sentado en dicho hueco y dando la espalda a la telepantalla, Winston se sabía fuera del alcance del aparato, pero claro está que podía ser oído. El dispositivo de aquella habitación le había inducido a hacer lo que en aquellos instantes se disponía a llevar a la práctica.
Mas tampoco fue ajeno a la inspiración aquel volumen en blanco que acababa de extraer de una cajón. Muy bonito era, por cierto, el libro. Su satinado papel de alta calidad, un tanto amarillento por los años, era de los que no se fabricaban hacía lo menos cuarenta años. Pero el libro en sí dataría de mucho antes. Lo había visto en el escaparate de un modesto negocio de artículos varios en cierto barrio pobre de la ciudad (en cuál de ellos, no lo recordaba) y al punto le entraron deseos vehementes de adquirirlo. No estaba permitido que los afiliados al Partido hicieran compras en los comercios corrientes («traficar en el mercado libre» se llamaba eso), pero la prohibición no regía de forma absoluta, pues eran muchos los artículos que, tales como cordones para zapatos y hojas de afeitar, resultaban imposibles de adquirir por otros medios. Luego de echar un vistazo calle arriba y calle abajo, se coló en el negocio y se hizo dueño del libro por dos dólares cincuenta. En aquellos momentos no habría sabido precisar para qué quería semejante objeto. Como si hubiera incurrido en una acción delictuosa introdujo el libro en su cartapacio y marchó a su casa. Un libro era cosa cuya tenencia podía resultar comprometedora, aunque sus páginas estuvieran en blanco.
Lo que Winston se proponía era empezar un diario personal. Llevar un diario personal no constituía un delito (nada era delito, desde que ya no existían las leyes), pero si llegaban a sorprenderlo, era casi seguro que sería castigado con la pena capital, o por lo menos, con veinticinco años de trabajos forzados en un campo de concentración. Insertó Winston una pluma en la lapicera, luego de limpiarla en la lengua. La lapicera configuraba un instrumento arcaico y en desuso, incluso para echar firmas, pero la había obtenido a escondidas y no sin vencer algunas dificultades, pues aquel papel tan primoroso pedía que sobre él se escribiera con una pluma de ley, en lugar de profanarlo con un lápiz tinta. En realidad, Winston no estaba habituado a escribir a mano. Salvo que tratara de tomar breves apuntes, lo corriente era dictar por medio del hablaescribe, aparato que desde luego no iba a servirle a los efectos de lo que se disponía a hacer. Luego de mojar la pluma en el tintero, se quedó un rato pensativo. Le hervía la sangre en las venas. Estaba por dar un paso decisivo al tranzar los primeros reglones sobre aquellas páginas en blanco. Con letra menuda y caligrafía torpe, se puso a escribir:
Abril 4 de 1984
Hecho lo cual, se echó hacia atrás sobre el respaldo de la silla. Una sensación de absoluta impotencia se apoderó de todo su ser. En primer término, no estaba del todo seguro de si el año era de 1984, aunque por ahí debía andar, pues si él tenía treinta y nueve años, de lo cual estaba más o menos seguro era de que debió haber nacido en 1944 o 1945; pero por aquellos tiempos no resultaba posible precisar con exactitud una fecha cualquiera, como no fuera con un margen de varios años.
De pronto se le ocurrió pensar en el eventual destino de cuanto se proponía a escribir en el diario, ya que él estaría destinado al porvenir, a las generaciones que aún no habían venido al mundo. Cavilando estaba sobre si habría acertado o no en lo de la fecha cuando de improvisto, sus pensamientos dieron de lleno contra el vocablo doblepensar de la Neolengua. Por primera vez comprendió toda la magnitud de lo que proponía hacer. ¿Cómo pretender tomar contacto con los tiempos venideros? El propósito era absurdo, por su propia naturaleza. Si el porvenir iba a ser lo mismo que el presente, no se le prestaría oídos; y si había de ser distinto, su predicamento carecía de razón de ser.
Por algunos instantes se quedó mirando la página en blanco, como perdido en un mundo de divagaciones. La telepantalla había variado de programa y de ella surgían ahora las notas estridentes de una marcha militar. Extrañó que no solamente hubiese perdido la facultad de expresarse, sino que no recordaba tan siguiera lo que tenía resuelto a escribir. Semanas enteras se había pasado pensando en este momento y jamás se le ocurrió que habría de necesitar otra cosa que reunir valor necesario para poner en práctica su propósito. Escribir, en su aspecto mecánico, no tenía por qué ser tan difícil. A lo sumo, sería cuestión de trasladar al papel los interminables monólogos que había venido recitando para sus adentros durante años. Y sin embargo, en este momento, ni aquellos monólogos le venían a la memoria. Para colmo de males, su úlcera varicosa le causaba unas comezones intolerables y no se atrevía a rascarse por no agravar todavía más la inflamación. Raudos iban transcurriendo los segundos.
Nada parecía existir para él, salvo las páginas vírgenes de su diario en proyecto, la comezón de su úlcera a la altura del tobillo del pie derecho, los marciales acordes de una marcha militar y una sensación de mareo ocasionada por la ginebra.
De pronto comenzó a escribir como impulsado por el pánico, sin detenerse a reflexionar mayormente acerca de lo que iba escribiendo. Su infantil y menuda caligrafía fue llenando la página de arriba a abajo, omitiendo primero las mayúsculas y muy luego incluso la puntuación:
Abril 4 de 1984. Anoche fui al cine. Todas fueron películas de guerra. Una de ellas, muy buena, mostraba un barco repleto de refugiados en el momento de ser blanco de las bombas en cierta región del Mediterráneo. Al público le causó muchas gracia un gordinflón tratando de salvarse a nado de un helicóptero que lo perseguía de cerca, primero aparecía braceando desesperadamente en el agua como una marsopa, luego se lo veía a través de los puntos de mira de las ametralladoras del helicóptero, para acabar acribillado y con el agua de mar tiñéndose de rojo vivo como si el agua se hubiese penetrado por los agujeros abiertos por las balas en su cuerpo. El público reía a carcajadas mientras el hombre iba hundiéndose en las aguas, luego se vio un bote salvavidas lleno de niños con un helicóptero posado encima. Había una mujer de edad madura, parecía judía, sentada en la proa de la embarcación con un chico de unos tres años en los brazos. El chico profería gritos de espanto y hundía la cabeza en el regazo de la mujer como si fuera a perforarla y la mujer lo estrechaba entre sus brazos tratando de infundirle ánimo, aunque ella también estaba muerta de miedo. Todo el tiempo procuraba proteger al niño con sus brazos como si con ellos pudiera detener las balas, luego el helicóptero arrojó una bomba de veinte kilos sobre el bote y este saltó hecho astillas, seguidamente venía una escena admirable que mostraba el brazo de un pequeño volando por los aires un helicóptero debió haber seguido su trayectoria con una cámara fotográfica y en seguida estallaron los aplausos en la platea ocupada por los del partido pero una mujer de la plebe armó gran alboroto diciendo que no debían pasarse esas cintas en presencia de menores y que no había derecho a hacerlo, no ante criaturas hasta que acudió la policía y sacó a la mujer del local y no creo que le haya pasado nada, pues a todo el mundo le tiene sin cuidado lo que opinan los plebeyos, reacción típica de la plebe que nunca...
Winston hizo una pausa, debido en parte a un calambre. No hubiera podido explicar a qué se debía el haber escrito semejante sarta de disparates. Pero lo extraño fue que al hacerlo se le iba clarificando la memoria y, por asociación de ideas, recordaba otras cosas y hasta se sentía capaz de ponerlas en papel. Cayó entonces en la cuenta de que su resolución de recogerse en su casa con el propósito de empezar un diario personal tuvo su origen en cierto episodio ocurrido ese día.
Había sucedido aquella mañana en el Ministerio, si es que se pudiera afirmar que un incidente tan nebuloso ocurrió.
Estaban por dar las once, y en la Sección Archivos, donde trabaja Winston, los empleados iban sacando sillas de los cubículos para colocaras en el centro de la espaciosa rotonda, frente a una enorme telepantalla, a fin de escuchar la transmisión de los Dos Minutos de Odio. Winston se disponía a tomar asiento en una de las filas del medio, cuando de pronto se hicieron presente dos personas a quienes conocía de vista, pero a las cuales nunca tuvo ocasión de tratar. Una de ellas era una joven con quien se había cruzado a menudo en los pasillos. Ignoraba su nombre, pero la sabía empleada en el departamento de la Fantasía. A juzgar por ciertos signos exteriores, pues con frecuencia la había visto con sus manos manchadas de aceite y llevando una llave inglesa, la chica trabajaba como operaria de una de las maquinas para fabricar novelas. Andaría por los veintinueve años: de porte resuelto, negra y abundante cabellera y tez salpicada de pecas, se movía con la desenvuelta agilidad de un atleta. Una angosta faja de color encarnado, insignia de la Liga Juvenil Antisexual, ceñía su talle con varias vueltas sobre su mameluco, destacando todavía más las líneas de sus bien contorneadas caderas.
Winston le había cobrado antipatía desde el primer momento. Y no sin motivos, pues la chica parecía la personificación de un género de vida identificado con campos de deportes, duchas frías, excursiones colectivas y, en general, con un concepto inmaculado en cuanto a hábitos de vida. Y es que todas las mujeres le eran más o menos antipáticas, pero en particular las jóvenes y bonitas. Las mujeres, y muy especialmente las jóvenes, figuraban entre las más fanáticas afiliadas al Partido y las más fecundas creadoras de estribillos de ocasión, haciendo de espías por afición y de soplonas voluntarias de cuanta actitud no se conformara a la más estricta ortodoxia partidaria. Pero la joven aquella le daba la impresión de ser aún más peligrosa que las demás.
Cierta vez, al toparse con ella en uno de los corredores del edificio, le había dirigido una mirada de soslayo que a Winston pareció penetrarle hasta lo más profundo de su ser, al extremo de experimentar por un momento un negro pavor. Inclusive llegó a sospechar que acaso se tratara de una agente de la Policía del Pensamiento, cosa a la verdad poco probable. Con todo, solía sentirse invadido por una extraña desazón cada vez que la joven cruzaba en su camino, estado de ánimo al cual no eran ajenos el temor y una buena dosis de hostilidad.
La otra persona era un sujeto de nombre O'Brien, miembro del Consejo del Partido y funcionario de jerarquía tan encumbrada y remota que Winston solo tenía una vaga idea de su naturaleza.
Se hizo un silencio en el auditorio al hacerse presente los miembros del Consejo, con sus mamelucos negros. Era O'Brien un hombre fornido y corpulento, de cuello rojizo y rostro de rasgos comunes y dura expresión. A pesar de su físico ordinario, no carecía de cierto don de gentes. Tenía un modo peculiar y muy simpático de reajustarse los anteojos sobre la nariz, que le prestaba un aire indefinido de hombre civilizado.
Al hacerlo, recordaba a un noble del siglo dieciocho ofreciendo su caja de rapé, si hubiera sido posible incurrir en evocaciones tan anacrónicas. Winston no había visto a O'brien más de 10 veces en otros tantos años. Se sentía atraído por aquel hombre, no solo por sus distinguidos modales, ni su físico de pugilista de profesión. La simpatía venía inspirada mas bien en la sospecha —o mejor dicho, quizás anhelo— de que la ortodoxia política de O'Brien no era perfecta ni mucho menos. Algo había en su expresión que daba pie a esa sospecha en forma irresistible. Pero acaso no era la falta de ortodoxia lo que asombraba de aquel rostro, sino el simple indicio de inteligencia. Como quiera que fuese, daba la sensación de una persona con la cual se podía hablar en el caso de que fuera posible esquivar de algún modo a la telepantalla para abordarla a solas.Jamás se le había ocurrido a Winston dar ningún paso tendiente a verificar sus presunciones; en realidad, no existía ni la posibilidad de intentarlo.
En ese momento O'brien consultaba su reloj de pulsera y, al ver que estaban por dar las once, optó evidentemente por quedarse en el local para presenciar la transmisión de los Dos Minutos de Odio. Tomó asiento en la misma fila donde se hallaba Winston, con dos o tres sillas de por medio. Entre ellos se sentaba una rubia menudita y desteñida que trabajaba en la oficina contigua a la de Winston. Inmediatamente detrás ocupaba una silla la joven de cabellos negros.
De pronto la enorme pantalla, situada en un extremo de la rotonda, emitió un chillido horrible, como el producido por una máquina monstruosa a la que le falta aceite. Aquello era como para hacer dar diente con diente y ponerle los pelos de punta al más pintado. Se iniciaba la audición del Odio.
Como de costumbre, se proyectó en la pantalla la efigio de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo. Se oyeron rechifladas y manifestaciones hostiles entre los espectadores. La rubia menudita soltó un alarido hecho de espanto y repulsión. Goldstein era el renegado, el réprobo, que en cierta época, muchos años atrás (cuántos, nadie podía precisar) había sido una de las personalidades señeras del Partido, poco menos que en un mismo pie de igualdad con el propio Gran Hermano ; luego se dedicó a actividades antirrevolucionarias y fue condenado a muerte, pero logró huir y desaparecer sin dejar rastros. Los Dos Minutos de Odio cambiada de programa todos los días, pero en ninguno de ellos dejaba Goldstein de ser el personaje principal. Era el traidor número uno, el primer profanador de la pureza doctrinaria del Partido. A su prédica se debían todas las felonías, los actos de sabotaje y las herejías y defecciones que se habían originado desde entonces. Oculto nadie sabía donde, seguía con vida y fraguando conspiraciones; acaso estaba en alguna tierra de ultramar, al servicio de un amo extranjero, o quizás —conforme se corría de tiempo en tiempo— puede que estuviera oculto en algún lugar de la propia Oceania.
Sintió Winston un retortijón en las tripas. No podía ver la cara de Goldstein sin experimentar un mortificante complejo de sensaciones dispares. Era aquél un rostro anguloso de pronunciados rasgos semitas, con una aureola de blancos cabellos y una barbita de chivo; en suma, el rostro de un hombre inteligente, mas con algo de ruin como particularidad inherente. Su larga y afilada nariz, sobre la cual cabalgaban unas gafas de carey, denotaba cierta dosis de cretinismo senil. Se parecía a un carnero y hasta su voz tenía algo de balido.
Comenzó Goldstein a lanzar sus habituales y furibundos improperios contra el Partido en términos tan exagerados y malévolos que un niño hubiese podido penetrar sus verdaderas intenciones, pero lo suficientemente a tono con la realidad como para provocar cierta inquietud por si pudieran ser tomados en serio por los menos avispados. Arremetía Goldstein contra el Gran Hermano y atacaba la dictadura del Partido; exigía la inmediata concertación de la paz con Eurasia y reclamaba libertad de palabra, de prensa, de reunión y de pensamiento; con histérica grita afirmaba que el Partido había sido traicionado, todo ello en medio de un derroche de términos polisílabos a guisa de parodia del estilo generalmente empleado por los oradores del Partido, incluso algunos vocablos propios de léxico de la Neolengua y, para decir verdad, en una proporción mayor al que utilizarían dichos oradores en la vida corriente.
Entretanto, y para que nadie se llamara a engaño con respecto a la realidad embozada tras las falsas palabras de Goldstein, la telepantalla mostraba en segundo plano las columnas interminables del ejército eurasiano en marcha; filas y más filas de soldados bien plantados, con el rostro impasible de los asiáticos, asomaban a la pantalla para desvanecerse y ser al punto reemplazados por otros. El paso rítmico y monótono de las tropas constituía la música de fondo de los balidos de Goldstein.
No habían transcurrido treinta segundos desde la iniciación del Odio cuando la mayor parte de los espectadores dio rienda suelta a exclamaciones de furor incontenible. La cara de carnero, con su gesto de hombre satisfecho de sí mismo, y el despliegue de las fuerzas del ejército eurasiano eran como para colmar la paciencia de cualquiera; por lo demás, el sólo ver a Goldstein, o pensar en él, provocaba una reacción involuntaria de cólera y terror. Era el blanco de un odio más intenso que el provocado por Eurasia o Estasia, dado que Oceania solía hallarse en paz con una de dichas potencias mientras hacía la guerra a la otra. Mas lo extraño estaba en que, aborrecido y execrado como era Goldstein por todos, y aunque todos los días, y millares de veces por día, desde la tribuna, por la telepantalla, en publicaciones y periódicos, se refutaban, ridiculizaban y combatían sus ideas, presentándolas al pueblo como sandeces indignas de ser tenidas en cuenta, no obstante todo ello, su influencia no parecía declinar en ningún momento ni perdía terrenos su prestigio.
Nunca faltaban nuevos incautos que se dejaban seducir por su prédica. No pasaba día sin que la Policía del Pensamiento dejara de echar el guante a espías y saboteadores al servicio del miserable renegado. Goldstein era jefe supremo de una numerosa legión que actuaba en las sombreas y de una vasta red de conspiradores subterráneos empeñados en derrocar al Estado. Se reunían y operaban con el nombre de La Hermandad. Se hablaba asimismo de cierto diabólico libro escrito por Goldstein y que era como el compendio de todas las herejías, el cual circulaba en forma clandestina. La obra no llevaba título. Para la gente era el libro, a secas. Pero estas eran cosas de las que sólo llegaba una a enterarse por vagas referencias. La Hermandad y el libro constituía tópicos que los afiliados al Partido trataban de eludir en lo posible.
El Odio llegó al paroxismo al entrar en el segundo minuto de sus transmisión. La gente se ponía de pie y volvía a sentarse, en tanto vociferaba a voz en cuello. La rubia menudita estaba sofocada de ira y espanto: abría y cerraba la boca como un pez fuera del agua. Incluso O'Brien tenía el rostro congestionado: rígido en su asiento, su fornido tórax se ensanchaba y desinflaba como si estuviera dando el pecho a una embestida impetuosa de una ola gigantesca. La joven de cabellos negros, sentada detrás de Winston, no hacía sino vociferar «!Canalla¡ !Canalla¡ !Canalla¡» hasta que no pudiendo ya con sus nervios, echó mano de un diccionario de Neolengua para arrojarlo con fuerza contra la pantalla, dándole a Goldstein en las narices y rebotar luego, sin que por eso se interrumpiera la implacable perorata. En cierto momento de lucidez se percibió Winston de que también, a igual que los otros, estaba hecho una furia, golpeando el suelo con los pies y a los gritos. Lo grotesco de los Dos Minutos de Odio era que tales manifestaciones de furor no estaban regimentadas, sino que por el contrario, resultaba imposible substraerse al estado de ánimo colectivo.
Transcurridos los primeros treinta segundos, no hacía falta violentarse para aparentar lo que no se sentía. Un tremebundo éxtasis de terror y de impulsos de venganza, un anhelo de matar y destrozar cráneos a golpes de martillo, se apoderaba de público como una poderosa corriente eléctrica, haciendo que aun sin quererlo, se convirtiera uno en un desequilibrado mental, de aullidos espantosos y muecas horribles. Y sin embargo, aquella exacerbación que se apoderaba de uno era algo así como un estado emocional en lo abstracto, espontáneo y susceptible de ser enfocado a voluntad sobre un objeto determinado, cual si fuera la llamada de un soplete. Así fue como en un momento dado, Winston enfocó su odio, no sobre Goldstein, sino sobre el Gran Hermano, el Partido y la Policía del Pensamiento; y en tales momentos, sus simpatías estaban con el perseguido y encarnecido apóstata de la pantalla, el único paladín de la verdad en un mundo de embustes y falsedades. Y con todo eso, instantes después, volvía a sentirse identificado con quienes le rodeaban y todo cuando se decía de Goldstein le parecía la verdad pura.
Entonces la recóndita repulsión que le inspiraba el Gran Hermano se tornaba en veneración y veíalo erguirse poderoso e invencible en su carácter de protector intrépido, firme como una roca de granito contra las hordas asiáticas, en tanto Goldstein, no obstante su soledad, su impotencia y las sombras que envolvían su propia existencia, aparecía como un siniestro hechicero, capaz de reducir a escombros la estructura de la civilización por el imperio de su verba.
En determinados instantes, era posible, inclusive, enfocar el odio personal sobre un blanco determinado. De pronto, y a merced a un esfuerzo sobrehumano como el que realiza quien lucha por despertar de una horrible pesadilla, consiguió Winston transportar su odio de la cara proyectada en la pantalla a la joven que se hallaba sentada detrás de él. Tentadoras ansias cruzaron por su imaginación como un haz de luz. Se veía golpeándola con una cachiporra de goma hasta dejarla sin vida. Le agradaría amarrarla a una estaca y acribillarla a flechazos como San Sebastián. La poseería por la fuerza para luego degollarla en el momento culminante. Ahora más que nunca se daba cuenta del por qué de su odio a aquella mujer. La odiaba porque era joven hermosa y desprovista de sexo, porque apetecía compartir el lecho con ella, todo lo cual no pasaba de ser una quimera, pues su armonioso y delicado talle, que parecía estar pidiendo a gritos que alguien lo rodeara con sus brazos, iba ceñido por aquella antipática faja encarnada, símbolo agresivo de la castidad.
El Odio iba llegando al frenesí de su apogeo. La voz de Goldstein se parecía como nunca a un balido de un carnero y, por algunos instantes, su propio rostro asumía los rasgos de ese animal. Luego las facciones ovejunas cedieron lugar a la figura de un soldado eurasiano que avanzaba, imponente y formidable, con su ametralladora vomitando fuego, hasta parecer que se salía del marco de la pantalla, con tanto realismo que las personas sentadas en primera fila se echaron instintivamente hacia atrás como buscando sacarle el cuerpo a la embestida. Mas en ese preciso instante, y con un suspiro de alivio por parte de los espectadores, la agresiva imagen fue reemplazada por la del Gran Hermano, el de la tupida cabellera y renegridos bigotes, como una máxima expresión de poderío y serenidad imperturbable, cuyas dimensiones eran tales que ocupaba toda la pantalla. Nadie escuchaba lo que iba diciendo el Gran Hermano. Eran apenas unas palabras de aliento, como las que se pronuncian en medio del fragor de una batalla, sin mayor contenido en sí, pero restauradores de la fe por el solo influjo de ser dichas. Momentos después volvió a desaparecer el rostro del Gran Hermano y en su lugar se proyectaron sobre la pantalla con letras enormes los tres lemas del Partido:
LA GUERRA ES PAZ
LA LIBERTAD ES ESCLAVITUD
LA IGNORANCIA ES FUERZA
No obstante, la fisionomía del Gran Hermano no pareció perdurar por algunos segundos sobre la pantalla, como si su impacto sobre la retina de los espectadores hubiese sido demasiado vívido para desvanecerse de inmediato. La rubia menudita se apoyaba sobre el respaldo de la silla que tenía delante de ella. Con un trémulo musitar, como diciendo «¡Redentor Mío!», extendió sus brazos en dirección a la pantalla. Luego se cubrió la cara con ambas manos. Oraba, sin duda.
En ese momento, prorrumpieron todos los presentes en el rítmico, solemne y estridente estribillo de «¡H.G.!... ¡G.H.!... ¡H.G.!» una y otra vez con una pausa prolongada entre la «hache» y la «ge»; era aquel un tonante canturreo, con algo de bárbaro, a través de cuya agria cadencia se viese asomado el bailotéo de pies descalzos y el resonar de tambores indígenas. Por medio minuto o más se prolongó aquello. Era el coreado de preferencia en los instantes de suprema emoción. En parte, constituía un cántico sagrado a la majestad y sapiencia del Gran Hermano, pero más que eso, era el voluntario embotamiento de las facultades a fin de alcanzar un estado de inconsciencia a fuerza de un martillado silabeo.
Sintió Winston un frío glacial en las entrañas. Mientras duraron los Dos minutos de Odio, no pudo menos que sumarse al delirio colectivo, pero aquella exhibición de animalidad le infundía espanto. Claro está que la coreaba con los demás, pues no cabía hacer otra cosa. Ocultar los propios sentimientos, sobreponerse los gestos y hacer lo que todos, era el fruto de una reacción instintiva. Pero un espacio de tiempo hubo, dos segundos acaso, en la que la expresión de sus ojos hubiera podido traicionarle. Y fue precisamente en ese brevísimo lapso en que sucedió algo muy significativo, si es que de verdad llegó a suceder.
Por un instante sus ojos se posaron en los de O'Brien. Este se había puesto de pie; luego de sacarse los anteojos se disponía a volver a colocárselos con su característico movimiento. Pero bastó la fracción de unos segundos en que sus miradas se encontraron para que Winston llegara a convencerse —sí, a convencerse— de que O'Brien pensaba como él. Entre los dos acababa de cursar un mensaje.
Era como si las puertas de sus pensamientos se hubieran abierto de par en par para comunicarse con el conducto de sus ojos. «Estoy con usted», parecieron decir los de O'Brien. «Sé perfectamente cómo piensa usted. Estoy al tanto de su desprecio, de su odio, de su repulsión. Pero a no afligirse. ¡Yo estoy de su parte!». Y al punto se desvaneció ese rayo de recíproca comprensión, y el rostro de O'Brien regresó a ser tan inescrutable como el de los demás.
Eso fue todo, y ni siquiera estaba seguro Winston de que así había sido. Tales incidencias no podían tener proyecciones ulteriores. A lo sumo, servían para despertar en él la fe, o la esperanza, de que no estaba solo como adversario del Partido. ¡Acaso, después de todo, las versiones relativas a conspiraciones no carecían completamente de fundamento y quizás La Hermandad existía de verdad!
Costaba creer que la hermandad no pasara de ser un simple mito, a pesar de tantas detenciones, confesiones y ejecuciones. Pruebas completas no las había, desde luego; apenas fugaces indicios que podían significar mucho o nada, como las habladurías escuchadas al azar, lo que manos anónimas escribían en las paredes de los retretes y ciertas señas secretas como de mutuo reconocimiento cuando se encontraban dos personas al parecer desconocidas. Fantasías que acaso no fueran producto de la imaginación.
Se reintegró Winston a su trabajo sin volver a dirigir la mirada a O'Brien. Apenas si pudo habérsele ocurrido estimular aquel contacto inicial, pues hubiera sido sumamente peligroso intentarlo, aun conociendo los medios para ello. Por espacio de un segundo, o de dos a lo más, se había cambiado una mirada y con eso podía darse por liquidado el asunto. Pero aún aquel fugaz contacto constituía todo un memorable acontecimiento en la existencia de Winston; así de implacable era la soledad que vivía.
Se enderezó Winston en su silla, volviendo a la realidad. Soltó un eructo: era la ginebra que le subía del estómago.
Tornó a fijar la mirada sobre la hoja de su diario, cayendo en la cuenta de que, en tanto pensaba en otras cosas, no había dejado de escribir como un autómata. Y su escritura no era ya garabateada e incoherente como la de un momento antes, sino que la pluma se deslizaba con trazos voluptuosos sobre la tersa superficie del fino papel, escribiendo con letras mayúsculas.
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
ABAJO EL GRAN HERMANO
Y así, renglón tras renglón, hasta llenar la mitad de una página.
No pudo menos que sentirse sobrecogido por una punzante sensación de temor, que en realidad no tenía razón de ser, pues el hecho de haber escrito aquellas palabras no era más peligroso que disponerse a iniciar un diario personal; por un instante, estuvo tentado de arrancar la hoja escrita y renunciar de una vez por todas a su propósito.
Pero no lo hizo, porque con ello nada habría ganado. Que escribiera o no «ABAJO EL GRAN HERMANO» daba igual. Y también daba lo mismo que prosiguiera con el diario. De todos modos, acabaría por caer en las redes de la Policía del Pensamiento. Aunque no hubiese escrito una palabra, era reo del delito entre los delitos. Delito del pensamiento se lo llamaba y, como tal, imposible de ocultarlo indefinidamente. Se podría quizás burlar la vigilancia por algún tiempo, tal vez durante años, pero tarde o temprano se daba con el culpable.
Sucedía siempre de noche. Las detenciones se realizaban invariablemente en horas de la noche: el intempestivo despertarse todo azorado, la mano brutal sacudiéndolo a uno por el hombro, la repentina iluminación de la estancia encandilando los ojos y un círculo de caras desapacibles en torno del lecho de la víctima. En la inmensa mayoría de los casos, no se abría proceso ni se informaba al público de la detención. Sencillamente, la gente desaparecía, casi siempre de noche. Se borraba de los registros el nombre del preso, eliminándose todo vestigio de su identidad o de sus antecedentes personales; su existencia era negada y luego echada al olvido. El individuo resultaba suprimido y liquidado: evaporado era la expresión en boga.
Por un momento se sintió Winston dominado por una especia de histerismo. Luego prosiguió escribiendo con trazos nerviosos y desperdigados:
Me fusilarán y a mí que me pegarán un tiro en la nuca y a mí que abajo el Gran Hermano siempre lo liquidan a uno de un tiro en la nuca a mí qué abajo el Gran Hermano...
Se echó para atrás como abochornado, para luego dejar la lapicera sobre la mesa. Un instante después, oyó sobresaltado que alguien llamaba a la puerta.
¡Tan pronto! Se quedó inmóvil como una piedra, aferrado a la vana ilusión de que quienquiera que fuese el que llamaba se marcharía sin insistir. Pero no.
Volvieron a sonar los golpes en la puerta. Peor sería demorarse en abrirla. Le daba brincos el corazón en el pecho, pero su rostro era una esfinge, acaso en virtud de la costumbre. Al fin se puso de pie y con pasos arrastrados se dirigió a la puerta.
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