Capítulo 5, parte 12, invierno
Omnisciente:
El día estaba nublado.
Todos vestían de negro. Len, Kaito, Gumi, Miku. No había una sola persona que no llorara.
La hermana de Rin estaba al lado de Len, mientras que este lloraba en silencio. Detrás de él estaban su madre, su padre y su hermana con su novio, y Kaito estaba detrás de él, con Miku.
Las dos pequeñas niñas eran consoladas por su padre, derramando varias lágrimas. La mayor, Gumi, no abrazaba a su papá, pero sí a su hermanita.
—¿Mamá se murió, papi? —preguntó Yuki a su padre.
Él solo la miró y le acarició la cabeza.
Llegó el momento de arrojar la tierra al ataúd. Len, como doliente principal, tomó un puño de tierra y lo lanzó a el hoyo en el que ahora se encontraba su mujer.
Los demás se sumaron, cada quien arrojó un puño de tierra al hoyo, y luego lo comenzaron a llenar con la ayuda de palas.
Todos lloraban. Sufrían la pérdida de esa amable mujer que yacía enterrada.
Finalmente, cellaron el hoyo. Ya nunca más se volvería a abrir. Nunca más volverían a ver sus ojos azules, ni se volverían a escuchar sus bellas risitas.
Una a una, las personas se fueron retirando del lugar, Hasta dejar solo a los mencionados.
—Hijo... —Lily, la madre de Len colocó su mano en la espalda de su hijo—. Sabes que cuentas con nosotros.
—Sí, mamá —respondió Len en voz baja.
—Vamos a casa... Las niñas están cansadas.
—No me quiero ir todavía. Quiero quedarme un rato más.
Lily miró a su esposo, quien asintió con la mirada.
—... Está bien hijo. Quédate el tiempo que necesites. Pero no cometas una locura...
—No lo haré. No volveré a cometer ningún error.
Las niñas se separaron de su padre.
—Papi, ven conmigo. No quiero estar sola —Yuki lloró mientras abrazaba a su tía Lenka.
—Cariño... Tu papá tiene-
—¡No, papá! ¡Ven conmigo! ¡No quiero que te quedes aquí! —la niña abrazó a su papá.
Len, al verla, no evitó llorar.
—¡Por favor papá! ¡No me dejes! ¡No me dejes como mamá! —Lenka quitó a Yuki y hizo que lo soltara—. ¡Papá!
Lenka y Lily se alejaron con Yuki, quien suplicaba por quedarse con su papá.
Gumi seguía detrás de Len, siendo abrazada por su abuelo.
—Nosotros también, hija —su abuelo le tomó de la mano.
—Sí abuelo.
Abuelo y nieta se marcharon, dejando solo a Len. Antes de salir de la vista de su padre, Gumi le gritó algo.
—Sí te vas, ya no regreses. No te quiero ver nunca más.
Su abuelo la abrazó.
Finalmente, lo dejaron solo. Ahí estaba él, con el corazón deshecho y las lágrimas bajando por sus mejillas.
—¿Y ahora qué voy a hacer, Rin? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué se supone que... ¿¡Qué se supone que debo hacer!?
Len se hincó enfrente de la tumba de Rin.
—¿¡Cómo nos pudiste dejar!? ¡Dijiste que ibas a sobrevivir! ¡Dijiste que podías hacerlo! ¡No hagas promesas que no puedes cumplir! —gritó Len.
No le importaba que sus manos se llenaran de lodo. No le importaba que las piedras se le encajaran en las manos haciéndolo sangrar. No le importaba la lluvia que mojaba su traje.
Solo sabía que quería volver a ver a esa mujer. Solo sabía que quería pedirle perdón.
Pero ya era imposible. Nunca podría verla de nuevo. Nunca podría pedirle perdón como se suponía debía haberlo hecho.
—¿Por qué te fuiste? —dijo en un susurro esto último.
Len llevó sus manos llenas de lodo a su cabeza.
—¿Y ahora qué debo hacer...? ¿Qué... se supone que debo hacer?
Al preguntar esto, Len se puso de pie bruscamente.
—Así es... Quiero que me des una respuesta. Oye, Rin, ¿qué debo hacer?
Nada.
—¡Rin, ¿qué se supone que debo hacer?! ¿¡Qué demonios hago ahora!? Por favor... Dímelo.
Nada de nuevo.
—Dímelo por favor... No sé qué hacer sin ti. No puedo ser una buena persona sin ti, Rin.
Len se limpió la cara llena de lodo.
—Sin ti ya no voy a poder continuar.
Len condujo a su apartamento. No le importaban ni los semáforos rojos, ni las personas que le pitaban en la calle y le gritaban maldiciones. No se detenía.
Sólo tenía un propósito: matarse. Rogaba a Dios, que por una vez en su vida fuera misericordioso con él y le diera la muerte de una vez por todas.
Pero eso no sucedió. Por suerte, llegó sano y salvo a casa. A su apartamento. En el que había compartido catorce años de su vida con su difunta esposa. Catorce años de momentos cursis, momentos felices, y catorce años de engaños y mentiras por parte de ambos.
Miró su cuadro de bodas colgado en la pared. Una boda que se había realizado tal vez un poco humilde, pero con mucho amor. Rin se veía hermosa, como una princesa. Y él, se veía realmente guapo. Casi como un príncipe.
No, no eras el príncipe. Eras el ogro.
Luego observó el cuadro de sus hijas de pequeñas. Una linda niña de 5 años cargando a una pequeña bebé de 1 año. Las dos lucían como unas pqeuñas princesitas. Hermosas con esa sonrisa en sus rostros.
Y no eras un buen padre. Nunca lo fuiste.
Vio un cuadro con su mejor amigo. El chico que conoció en la universidad y le acompañó en los momentos más difíciles. El que lo sacó de su nido y lo hizo conocer a la mujer de su vida. El que lo apoyaba y le dio un empleo aún sin haber terminado la universidad y pagó la mitad de los gastos de el hospital cuando su hija nació.
No eras su amigo. Eras su enemigo.
Y por último, observó una fotografía familiar. Todos salían. Su madre, su padre, su hermana, sus hijas, su mejor amigo y su esposa. Sonriendo. Felices. Deseando de todo.
Nunca los hiciste felices. Los decepcionaste.
Miró su anillo de compromiso en el dedo. Luego buscó el de su esposa que estaba en su bolsillo. Unos anillos de oro sencillos. Sin gemas, ni decoraciones. Solo dorados, delgados y simples.
El suyo lucía casi nuevo. Se podría decir que estaba nuevo. No tenía ningún desgaste, como si nunca en su vida lo hubieran usado.
Y el de su esposa, casi que se desmoronaba.
Era casi seguro que su esposa en ningún momento había dejado de usarlo.
Y a él se le hacía muy fácil dejarlo en el bolsillo de su pantalón y perderlo por meses hasta que su esposa lo encontrara en estos.
¿¡Y por qué no hablamos de ti?
¡Solo quería llegar y acostarme con mi esposa!
¡Solo te preocupabas por nuestras hijas!
—¿¡Por qué le dije eso!? —se maldijo, golpeando la pared con su puño—. ¿¡Por qué lo dije!?
Len se tiró en el suelo, como un bebé haciendo un berrinche a su madre.
Pero él no estaba haciendo un berrinche a su madre. Se estaba haciendo un berrinche a sí mismo.
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