31
La última vez que había estado en el Delta del Tigre había sido muchos años atrás, cuando Bárbara "Barbie" Tinecchi aún era mi amiga. Tras su episodio de seducción con Joaquín al regreso de Disney, todo había cambiado.
Una charla a la salida del colegio en un McDonald's cercano había terminado con una amistad de doce años, con origen en salita amarilla. Ella había demostrado ser una amiga sin códigos y para mí, eso bastaba como para no quererla dentro de mi vida.
Ahora, años más tarde, la incertidumbre me había llevado a aceptar una incorrecta invitación porque todo era incertidumbre...o, a decir verdad, yo bien imaginaba cómo se daría todo: tardes bellas frente al río, conversaciones que girarían en torno a Dany y sus agigantados avances, etc etc. A eso, le seguiría una cena amistosa, una noche como la de la bendita cerradura fallida, espalda con espalda, y un viaje a Finlandia que me tendría saludándolos desde el otro lado del cristal, en el aeropuerto de Ezeiza.
Pero Ignacio me podía. Tal como yo a él.
Ignacio sufría. Tanto como yo.
Así de masoquistas, así de miedosos, nos habíamos dado una tregua: una última cita, un último encuentro que permita quedarnos en paz con nosotros mismos.
Tras aquella tarde en mi casa, en la cual lo eché como un perro y apenas traspasó la puerta le llevé su abrigo, ahora quería regresar a mi casa a llorar por las esperanzas rotas y los sueños a mitad de camino.
Un día más junto a él no me haría más fuerte ni más débil, por lo tanto, supuse que merecíamos tener un final menos convulsionado.
─No quisiera estar ahí adentro ─él besó mi sien, mientras yo continuaba mirando el brillo del sol escurrirse en el oleaje que dejaba el catamarán que nos acercaría a ese sitio tan especial para Ignacio.
─Ya lo estás. Como acá dentro también ─señalé mi corazón ─y acá ─me froté la piel. Él estaba en todas partes de mí.
Su sonrisa fue un bálsamo para mi verdad. Los dos sabíamos que nos amábamos como nunca habíamos amado a nadie y, sin embargo, estábamos más próximos que nunca al tortuoso minuto del adiós final.
Dos tercos obstinados que no cedían un centímetro. Nuestra tozudez nos había dejado en este punto sin retorno, en este círculo vicioso del que necesitábamos salir lo menos lastimados posible.
─Serán unos días maravillosos ─señaló apuntando el paisaje que se presentaba en nuestro horizonte: los lapachos, los jacarandás florecidos en noviembre, el río brillante y sereno bajo las casas...todo era sacado de una película de Nicholas Sparks.
Hasta nuestra historia podría serlo.
Con poca gente en la lancha colectiva, tan sólo algún que otro turista, llegamos a la tercera parada del recorrido.
─Tenemos que bajar acá ─Ignacio, ya de pie, extendió su mano con galantería, tomó mi pequeño bolso y me ayudó a incorporarme en el tambaleante navío.
Con las amarras puestas, salimos a flote y prontamente nos encaminamos rumbo a la estrecha pasarela que nos conducía a la casa en cuestión.
Rodeada de árboles altos y añosos, de un césped vibrante y prolijo, la vivienda era de mediano tamaño y notoria calidez. Unos grandes y altos ventanales con cristales repartidos recorrían la fachada principal. Desde fuera ya podía observarse la sala con mobiliario antiguo, de época victoriana o algo así.
De seguro, Ignacio sabría de muebles más que yo.
Una señora de cabello platinado, con rodete en alto, regordeta, de mejillas sonrosadas y con aire europeo salió frotándose las manos; era la dueña de casa.
─ ¡Nachito querido! ─exultante, lo abrazó más de lo que a él le hubiera gustado ─. Estás hecho todo un hombre. Hace mil años que no te veo ─expresó dejando al descubierto su sonrisa agradable.
─Hola tía, ella es Dolores ─me presentó ─. Dolores, ella es Demetria, la prima de mi mamá ─enérgica, también me abrazó fuerte.
─Decime Demi, che ─lo regañó─ todo el mundo me conoce así ─del bolsillo trasero de sus pantalones sacó un juego de llaves y una a una se las mostró a Ignacio mientras le decía a qué puerta le pertenecía cada una ─. Por cualquier cosa me llamás. Acá no hay mucha señal de internet, por eso mantenemos el teléfono fijo ─indicó ─. Espero que puedan desconectarse del mundo. Es muy necesario en jóvenes como ustedes alejarse de los ruidos y esos celulares que te vuelven bobo ─dando su perspectiva de la vida, hizo señas al conductor de la lancha, quien pacientemente la esperó y enfiló hacia el muelle. Agitando sus manos con elocuencia, se despidió de ambos.
─Bueno, aquí estamos ─Ignacio abrió sus brazos con ambos bolsos a cuestas.
Caminando sobre los baldosines de cemento rectangulares, enmarcados por una bella senda de pequeñas flores silvestres color violeta, el sitio era de ensueño.
Ocupando una esquina, la casa se encontraba rodeada de río y un pequeño arroyo, lo que la convertía en un lugar único y de privilegiadas vistas. Sin embargo, desde ningún otro ángulo podía verse la intimidad de esa propiedad.
Perdida en las visuales, me fue imposible contar los colores del entorno y mucho menos, la variedad floral preexistente. Con la mandíbula abierta ante semejante belleza, tan simple pero inigualable, recompuse mi marcha al notar que Ignacio me tomaba de la mano y apuraba mi paso tras él.
Subiendo dos escalones, aguardé que Ignacio recordara cuál de las mil llaves correspondía a la puerta de entrada.
Cuando ingresamos, el olor a jazmines fue invasivo y delicioso. Pulcro, una sala principal minuciosamente decorada, hacía que cada mueble perteneciera a ese lugar de la casa y no a otro.
─ ¿Te gusta? Está mejor de cómo la recordaba. Esta casa siempre me gustó. De pequeño venía fin de semana de por medio. Ella era la tía solterona que adoraba tener a sus sobrinos alrededor. Con mis primos Pedro y Juan Damián, éramos muy revoltosos ─haciéndome parte de su infancia, lamenté que nuestro vínculo se rompiera o al menos, nunca llegara a más.
Ignacio me llevó la delantera y comenzó a abrir las ventanas. Los cristales permitían el paso de los rayos de luz, tiñéndolo todo de un dorado encantador, haciendo que cada objeto tuviera más de un color.
Una lámpara de araña con numerosos caireles colgaba del techo principal, una bovedilla de ladrillos crudo de más de tres metros de altura. Todo era genial en su medida justa, nada desentonaba.
─Un día casi la hacemos bolsa de un pelotazo. Zafamos de que no nos rompan el culo a patadas ─se rió por detrás, sobre mi oído, abrazándome exageradamente fuerte ─. Prometo hacer inolvidable este día. Prometo no correrte con chicanas, no portarme mal y no ser tan gruñón.
─Mmmm...de eso no sé si estoy tan segura ─girando, quedamos frente a frente y la magia nuevamente se produjo. Enmarcando su rostro con mis manos besé su nariz en primer lugar y sus labios, en segundo.
Sutil, él me tomó por la cintura, atrayéndome hacia su cuerpo.
─Gracias, este lugar es único.
─Y eso que no viste el resto de la casa ─separándose de mí, se comportó como guía turístico.
Los pisos de madera lustrosos crujían a nuestro paso, imprimiéndole un toque, otro más, de cómoda antigüedad a la casa. Desde la sala principal nos condujimos hacia la cocina, igual de grande de la sala, en la cual las cacerolas de cobre pendían de una enorme parrilla de hierro colgada del techo. Una isla de mármol bajo ese concierto de ollas y sartenes contenía dos enormes quemadores de hierro fundido.
Una "L" de mármol conformaba la mesada propiamente dicha, donde pequeños tarritos de vidrio de diferentes tamaños se agrupaban de a tandas e incluso, se atiborraban en los estantes superiores los cuales estaban desnudos de ornamentos y eran de pino barnizado.
─Acá mismo Demi hacía magia. Los estofados de días patrios eran su especialidad. El locro del 25 de mayo, ¡un manjar! ─acompañó llevando sus dedos apilonados hacia su boca.
La vista hacia una barranca de cara al río era escandalosamente atrapante.
─Vení, todavía falta lo mejor ─aun sin conocer los dos dormitorios que mencionó durante parte del viaje, salimos por una puerta de marco negro, también de hierro, la cual nos condujo hacia ese desnivel que, desde dentro, ya podía verse.
Mullido pasto, unos bancos de madera despintada pero encantadores y árboles frutales, nos saludaban desde su plenitud. Todo parecía más bello; los colores más vivaces, el canto de los pájaros más nítido, el susurro de las hojas de los árboles...
Una red de vóley colgando entre dos troncos, algo curva y desgastada, era señal del paso de Ignacio y sus primos por aquí. Por nostalgia, su tía no la había quitado, rememorando esas épocas de griterío y bullicio juvenil que alegraba esa casa de casi 100 metros cuadrados que salía de una novela rosa.
Yendo al ritmo de Ignacio, nos escabullimos cuidadosamente por unas rocas escondidas de ese terraplén. Bajando con algo de equilibrio, agarrada de su mano, llegamos a un muelle privado que desembocaba en una estrecha playita de arena.
─Este era mi lugar favorito. Los atardeceres aquí son fenomenales.
─Si pretendías que este día sea inolvidable vas por buen camino ─aferrándome a su cintura expresé mirándolo a sus ojos, chispeantes. Él me volvió a besar, con timidez, con el sinsabor de lo que se sabe, acabaría en breve.
Regresando a la casa fuimos en busca de los bolsos, abandonados en un sofá cama con almohadones color púrpura y naranja de la sala, para ir rumbo a las habitaciones. La primera, al fondo del pasillo, era la principal.
Con el machimbre pintado de blanco hasta media altura y empapelado floral tupido muy delicado, una cama súper ancha, quizás King size, dominaba el espacio.
De impecable color blanco, labrado, y dos almohadones pequeños en tonos ocre, le hacían justicia a esa calma envolvente. Las mesitas de luz de cada lado de la cabecera, eran antiguas. Cada una poseía un velador de tulipa festoneada y un florero angosto, de vidrio, con un ramito de jazmines en plena flor.
─Creo que se le fue la mano con tanto jazmín, ¿no? ─Ignacio frunció la nariz, haciendo una mueca graciosa. Cuando yo tomé asiento en el extremo de la cama, el abrió las puertas de un ropero antiguo roble oscuro, donde encontró unas mantas y algunos juegos de sábanas y toallas.
Colocando en un estante inferior ambos bolsos y su rompevientos milimétricamente plegado sobre el suyo, lo cerró el guardarropa y elevó las persianas que cortaban el sol, haciéndolas un rollo que anudó en la parte superior con un lazo.
Inspiré profundo, cerré los ojos y me nutrí de la paz del lugar. Más sol, si acaso era posible, se mezclaba con el aroma a jazmines y el olor a calma del río circundante.
─Son las 2 de la tarde. Tenía pensado hacer un revuelto de arvejas y huevo. ¿Me querés ayudar? ─propuso, rompiendo mi vínculo con el agua.
──
Disfrutando de su menú, rápido y efectivo, nos dimos el gusto de recorrer los casi 500m2 de parque. Los árboles de casuarinas, unos juncos silvestres a la vera del río y los rayos del sol colándose por entre las copas profusas, vestían de gala nuestra tarde.
A modo de picnic, por la tarde Ignacio preparó una canasta de mimbre con frutas, un termo de agua caliente y un mate. Se justificó de antemano de haber perdido la mano para cebarlo por su adicción al café, consecuencia de tantos años en Finlandia.
No obstante, yo tampoco era ducha en la materia. Un budín casero, cosecha "tía Demi" cortado en rebanadas dentro de un tupper y un florerito con jazmines, decoraron una gastada mesa hecha con tablones de madera sobre la que finalmente merendamos. Bajo una pérgola de madera, en cuyos tirantes se enredaba una "Santa Rita" de púrpura vibrante, todo era perfección.
─Este es el único lugar dentro de Buenos Aires que logra calmar mis ansiedades. Antes de rendir el último examen de la facultad me vine a pasar el fin de semana acá.
─ ¿Tu tía Demi no vive habitualmente aquí?
─No, lo hizo por mucho tiempo, pero hace como quince años que solo la usa de vez en cuando o para alquilar los fines de semana. Ella se mudó a Carupá. Estando sola y mayor, prefiere tener todo un poco más cerca ─explicó sacudiendo el exceso de polvillo de la yerba.
Entregando mi mirada al oleaje dorado, no fue sino un beso de arrebato sobre mi mejilla lo que interrumpió mi paseo por el limbo.
─Siempre soñé traer a una chica acá pero mi tía nunca quiso que usara de bulo este lugar. Por eso es como un "sitio sagrado" ─expresó avergonzado.
─ ¿Y por qué ahora te prestó la casa? ¿Estás teniendo una cita con una chica?─pestañeé, curiosa y risueña.
─Porque sabe que no sos cualquier chica y al ver el modo en que te hacía caritas y sonrisitas, confirmé que no perdió ni un minuto para llamar a mi mamá y contarle lo linda que le pareciste y lo feliz que la haría a ella también verme con alguien como vos. Así de chusmas son las mujeres de mi familia ─elevó los hombros, resignado.
─Ignacio, yo sé que fui hostil en muchos momentos y no tuve los mejores modos para decir lo que siento...pero es la primera vez que me enamoro ─reconocí con un dejo de nostalgia, a calzón quitado ─. Hablar desde el dolor está mal, pero no puedo evitarlo.
─No hace falta que te justifiques. Yo sé que esto tampoco es fácil para vos y que, si aceptaste esta última cita, es para darle un fin a esta etapa tan maravillosa como convulsionada ─arrastrando sus manos por sobre el mantel tomó las mías y las llevó a su boca, dándoles un beso suave y cálido ─. Vos hiciste todo bien en esta historia; fuiste la más madura de los dos y el hecho de quedarte con las manos vacías, es frustrante.
─No me quedo con las manos vacías, Ignacio. Las tengo repletas de recuerdos; del roce de mi piel en tu barba de dos días, de esta clase de besos tímidos que les das, de la suavidad de tu ropa cuando acarician tu pecho...extrañarte va a ser fácil.
─Sos especial. Casi de otro planeta.
─Entonces sería espacial ─recurriendo al humor, buen aliado en estos casos, nos echamos a reír...y a esperar por lo que vendría.
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