Epílogo
Carlos regresó a Woking. Sin preguntar. Sin querer saber. Sin pensar. Pero era lo mejor. Y esta vez, lo que él consideraba que era lo mejor, realmente lo era.
No había otra salida. No había más esperanzas. Sólo quedaban dos corazones rotos y muchos recuerdos. Algunos buenos, otros no tanto. Pero todo tocaba su fin. Ya no había más por lo que luchar. Las lágrimas derramadas cerraban ese capítulo de sus vidas.
El español seguiría con su terapia él sólo. El inglés subiría a ese altar. No había vuelta atrás. No había ningún pero. La vida puso las cosas en el sitio que creía que les correspondía. Porque a veces, el amor no puede con todo. A veces, quererse no es suficiente si el exterior no pone de su parte. A veces, aunque ames a esa persona con todo tu ser, no es suficiente. El amor no es cosa de dos, que nadie os engañe. El amor se trata de dos personas que viven y sufren sus propias vidas, que son esclavos de sus miedos y de sus problemas. Y esos miedos y problemas también forman parte de la relación. También forman parte del amor. Y cuando lo negativo pesa más que el amor, no hay nada más que hacer.
Sopesando todas sus opciones, ambos no tardaron en darse cuenta que, lo mejor, era quedarse cada uno en su camino. Si se veían en el paddock, se saludaban. Si había que grabar un vídeo con McLaren, lo grababan. Pero ya nada era lo mismo. Y quizás nunca fuese a serlo.
La tormenta ya había mojado.
El dolor estaba presente siempre. A todas horas. Las primeras semanas sobretodo. El dolor era su más leal compañero y su más traicionera maldición. Y era lo que les quedaba de su amor: el dolor. ¿Los recuerdos? También eran dolor. Todo dolía. La simple mención de un nombre dolía. Porque era lo que tenía saber que amando tanto como se amaban, era imposible. Era un no rotundo en todos los ámbitos.
Y ahora debían seguir adelante, crecer como personas. Mejorar. Cambiar. Madurar. Sería difícil. Por supuesto. Pero así es la vida. Si todo fuese sencillo, vivir sería aburrido, ¿no? Aunque a veces, se siente que las cosas se complican demasiado. Ellos sentían eso. Carlos por millonésima vez. Lando, por primera vez. Nunca había tocado fondo. Había tenido altos y bajos, pero aquella vez, fue su verdadera caída en el abismo. Y era horrible. El sentirse vacío y a la vez tan lleno de sentimientos tan asquerosos. Sentirse tan culpable y tan indiferente a partes iguales.
Pero era lo que tocaba. Sufrir. Llorar. Sentirse impotente. Odiarse a uno mismo. Todo para levantarse después con más fuerza. Con más hambre de vivir. Con más ganas de crecer. Y aunque el camino fuese largo, merecería la pena. Debían luchar para que todo valiese la pena.
Pero en ese justo momento, todo estaba oscuro.
Lando se ajustaba la corbata y se miraba en el espejo. Sus ojos verdes estaban apagados y sin brillo. Sus rizos tampoco tenían la misma textura que antes. Todo parecía haberse marchitado en él. Suspiró con cansancio. Habían sido meses y meses de sentirse así; marchitado. Sólo se liberaba cuando pilotaba el Fórmula 1. Pero al bajar del coche ahí estaba Carlos para recordarle que todo lo suyo fue real. Y al regresar a Inglaterra, ahí estaba Mandy para recordarle que su vida era una pesadilla. Que en cuanto ella cumpliese 18, su infierno en la tierra sería totalmente real.
Y ya había llegado el día. Mandy ya tenía 18. Todo estaba preparado. Sólo faltaban un par de "sí, quiero", un par de sonrisas y besos forzados, y un par de conversaciones tediosas.
El británico estaba aterrado ante la perspectiva de la noche de bodas. Había conseguido alargar el tema del sexo porque la chica era menor. Pero ahora que era mayor de edad y que sería su esposa, sus excusas quedaban anuladas. No tenía escapatoria con eso.
Miró su teléfono una última vez. Carlos había sido invitado. Fue una idea retorcida del padre del pequeño. Y Lando suplicaba porque apareciera y se lo llevara. Que desapareciesen los dos, sin más. Quería a sus hermanas, pero el miedo llegaba a hacerle querer eso. A desear que el español se interpusiera en todo aquel disparate. Con un mensaje de "no lo hagas" más, le serviría. Con una aparición oportuna, todo acabaría.
Pero no llegaba.
Llegó a la iglesia. Al altar. Luego llegó ella. El cura recitó su misa. Se pusieron los anillos. Se besaron. Los invitados vitorearon.
Y Lando miró la entrada de la parroquia con ansiedad. Rezando a cualquier dios que le escuchara que el verdadero amor de su vida llegase y le salvase.
Había llegado a un punto en el que a su orgullo le daba igual. Era la princesa atrapada en una torre custodiada por un dragón y sólo quería que un príncipe lo sacara de ahí. Y ese príncipe, jamás llegó.
Y tampoco podía culparlo. Le dijo cosas tan horribles que Lando no lo culpaba por no aparecer. Escupió palabras que ni sentía ni pensaba, sabiendo el daño que harían al corazón ajeno, y sabía que no podía pedirle favores a Carlos.
Aquella historia, aquel capítulo; estaban acabados.
Pero, ¿y qué pasa con las segundas oportunidades? ¿Las segundas partes?
Porque como ya se dijo una vez: ellos dos eran inevitables. Para bien o para mal, pero lo eran.
Aquella ocasión no sería la excepción.
Volverían. No se sabía cuándo, pero lo harían.
Porque cuando estás destinado a alguien, es difícil huir.
Su historia ponía un punto final. Pero para poder empezar otra. Otra mucho más apasionante. Otra distinta.
Otra en la que ambos serían más voraces.
Fin.
♤
Nota de la autora:
Bueno... Se acabó. Insolencia es una historia concluida. Pero con segunda parte. Avisaré en el tablón y aquí cuando esté el prólogo del segundo libro.
Gracias por apoyarme durante todo este camino, os amo. Gracias también por estar ahí durante todo el trayecto.
Y no os preocupéis: volverán.
Os ama,
A💛.
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