Capítulo 5: Gasolina Y Fuego
Todos han oído alguna vez la expresión "la tensión podía cortarse con un cuchillo". Bien. Pues eso es justo lo que pasaba en la pequeña cabina del jet privado.
En el avión había un par de sofás, un sillón, una mesa, y una cama tapada por cortinas, todo distribuido como un tetris perfecto y moderno. Había una puerta que daba al servicio y otra a la cabina de mandos, una en la parte trasera del avión y la otra en la delantera. La primera impresión causaba un poco de claustrofobia, pero una vez que te habituabas al estrecho espacio, llegaba a sentirse realmente cómodo.
Aún así, los dos hombres estaban peligrosamente cerca el uno del otro. Lando estaba en un sillón, sentado al revés literalmente: los pies en el respaldo y la cabeza colgando. Llevaba un rato así, tanto que el español, que leía acostado en el sofá, alzó la vista del libro para advertirle.
- Se te va a subir toda la sangre a la cabeza - murmuró en voz neutra, mirando las hojas del libro de nuevo.
Decidió que mostrarse frío con el inglés sería lo más sano para ambos. El pequeño se alejaría y él no se sobrepasaría. Se equivocaba.
- Es mejor que suba a que baje - respondió Lando con voz retadora.
Carlos entendió rápidamente lo que quería decir con aquello, y cerró el libro con brusquedad para mirarle. Lo miró como otras veces podría haber hecho temblar al niño, pero Lando se mantuvo sonriente.
- Yo prefiero lo segundo - bufó Carlos sentándose en el sofá y dejando el libro a un lado.
Se había prometido no acercarse a Lando, pero si había algo que no toleraba era que fuese maleducado. No pasaría nada si jugaba un rato.
- ¿Tú no? - Añadió, sonriendo con picardía.
La cara del inglés estaba roja, no sabía si por un sonrojo o porque tenía toda la sangre acumulada ahí.
Lando se resignó a mirarle con recelo y sentarse bien en el sofá, con el orgullo herido. Todo era visible en su rostro, y como la persona transparente que era no pudo evitar soltar lo primero que pensó.
- Lo prefiero siempre y cuando no esté borracho - atacó, dando justo en el blanco.
Carlos se ofuscó cuando el menor le recordó la cosa tan horrible que había hecho (o intentado hacer).
- Aún así te gustó - se defendió Carlos.
Si quería jugar con fuego, se quemaría. De un modo u otro ese mocoso se apartaría de él.
- ¿Por qué te pediría que pararas entonces? - Prosiguió el muchacho, con una valentía impropia de él.
Carlos se levantó, imponente, tratando de asustar a Lando, y sonrió victorioso al ver como el joven se hundía en su asiento. Era muy valiente hasta que al final se le complicaban las cosas. "Perro ladrador, poco mordedor" se dijo Carlos a sí mismo.
- Tal vez querías que parara porque tenías miedo - sugirió Carlos, dando en el clavo. - O tal vez... fuese la primera vez - añadió, y por el rostro de vergüenza y sorpresa de Lando supo que había acertado. - ¿O eran ambas? - Susurró, inclinándose hacia el sillón donde estaba sentado Lando.
El británico se sonrojó violentamente y sintió su corazón latir a mil por hora. Poco había durado su valentía. Lando se arrepintió de todas y cada una de sus palabras. Se maldijo por haber sido incapaz de contener sus pensamientos y sobretodo maldijo al dichoso Carlos, quién, por lo visto, parecía disfrutar aquello muchísimo. El español lucía una perfecta y siniestra sonrisa que acojonó a Lando enseguida, y se sintió orgulloso por ello. En el fondo de su corazón algo le gritaba que parara, pero eran tantos años con aquella máscara, aquella faceta, que le era difícil desprenderse de ella.
- ¿No respondes? - Desafió el mayor, tomando la barbilla del menor para obligarle a mirarle a los ojos. - Deberías agradecer que me estoy portando bien contigo - susurró en español a su oído, aunque bien sabía que no le entendía ni un poquito. - Si supieras la de cosas que quiero hacerte - añadió mordiendo el lóbulo de su oreja levemente.
Aquello bastó para que el cuerpo de Lando se descontrolara. Mejillas rojas, pupilas dilatadas y el corazón a mil. No sabía qué había dicho pero definitivamente el acento español era muy caliente. Y sentir los dientes del mayor en su carne fue tan excitante que resultaría incluso preocupante.
- ¿Q-qué q-quieres d-de mí? - Tartamudeó cuando el español lo miró de frente, sus ojos observándose el uno al otro con atención.
Carlos meditó su respuesta. Lo que quería y lo que debía eran cosas distintas. Quería follárselo en todas las posturas del Kamasutra, quería chupársela hasta exprimirle como a un jodido limón, y quería que se la chupara a él, pero no podía decir aquello. Debía alejarse de él y no jugar con sus sentimientos. Realmente le apreciaba (por mucho que intentase no hacerlo) y no pretendía dañarle. Necesitaba responder algo que definitivamente apartara al niño, que no tenía intenciones de abandonar al mayor. Pero Lando no podía evitarlo. Parecía que su compañero tenía un imán que lo atraía hacia él. Le gustaba Carlos, aunque le costase admitirlo, pero era así. No habría forma humana posible de separarle de él.
- Quiero que te alejes o seré tu peor pesadilla - susurró Carlos finalmente, sin un ápice de mentira en sus palabras.
Lando tragó saliva. La amenaza (o advertencia) del español lo dejó mudo. No sabía qué responder ante eso. Pero una vez más habló sin pensar.
- Tal vez quiera que seas mi pesadilla - cuestionó, sin apartar su mirada de la de Carlos.
Los ojos del mayor reflejaban puro fuego, mucho más de lo que podía haber visto antes. Normalmente era una mirada vacía, pero ver esa mínima expresión en los ojos cafés le hizo sentir un poco más cerca (emocionalmente) de su compañero de equipo.
- En ese caso eres idiota - murmuró Carlos tras un largo e intenso silencio.
Se apartó y regresó al sofá, sentándose y tomando el libro para seguir leyendo. Lando notó cómo de nuevo podía respirar con normalidad, como si Carlos bloquease todo el aire limpio a su alrededor. Y puede que eso es lo que hiciera. Carlos no desprendía nada bueno, era como un gas tóxico y enfermizo, y aún así Lando ni pensó por un momento alejarse. Era como un fumador que era incapaz de dejar de fumar. Carlos era el adictivo tabaco de Lando. El joven, siempre había sido puro e inocente, y el español era tan opuesto a lo que estaba acostumbrado que era inevitable sentirse atraído. Es como cuando llevas toda tu vida comiendo el mismo simple helado de chocolate y de repente pruebas un nuevo sabor extravagante, complejo y exquisito. Eso sentía Lando.
Un largo suspiro salió de los labios del menor, quien miró su teléfono durante unos segundos y luego miró a Carlos. Caco le advirtió de su primo, Charles intuyó lo que ocurría y ambos habían acertado, pero Lando se negaba a creerles. El muy bobo pensaba que Carlos estaba enamorado de él y algún problema del pasado le impedía dejar que él le correspondiera. Pero no, eso no era así, no era uno de esos libros de romance tóxico. Carlos sólo quería una cosa del muchacho, y se dejó claro a sí mismo que no le tocaría más. De modo que la cosa estaba complicada.
Es obvio, que como en todo buen libro de romance, Carlos acabaría enamorándose de Lando, pero no en el momento que el menor esperaba o deseaba. Tenía mucho que sufrir antes que eso. Como siempre, el destino o la casualidad tenía preparados otros muchos sucesos para la ambigua pareja de jóvenes pilotos.
Mientras Carlos leía, Lando se durmió en el sillón, y cuando el español vio la incómoda postura que tenía el inglés, algo en su interior se removió, pero se obligó a apartarlo. Aún así, acabó dejando el libro de mala gana, se acercó con cautela a él, lo alzó agarrándolo por las piernas y por debajo de los brazos y llevó al pequeño Norris hasta la mullida cama que había en el jet. El muchacho, aún en sueños, se agarró a la sudadera de Sainz durante el paseo en brazos, y se acurrucó en su pecho.
- Joder - susurró Carlos, detestando ver aquello. - ¿Por qué no puedes simplemente odiarme, Lan? - Dijo molesto.
No obtuvo respuesta alguna más que un suspiro del aún durmiente Lando. Carlos se obligó a dejarle en la cama y regresar a su sitio antes de que la inocencia y la belleza natural del inglés amenazaran gravemente su cordura. Y no podía evitarlo, no podía evitar pensar en Lando de una manera impura, de una forma sexual y lasciva. Era todo lo que el hombre anhelaba y sabía que no debía tomarlo. Sabía que fácilmente se haría adicto al niño y no le convenía aquello. El español sabía que si lo probaba una vez querría hacerlo un millón de veces más. Sabía que con una sola no bastaría. Por eso debía alejarse. Y por eso era un monstruo.
Intentó dormir, tumbándose en el sofá y cerrando sus ojos, pero no podía tener la conciencia tranquila. A su mente regresaban imágenes de Lando: sus ojos, sus preciosos ojos verdes que a veces parecían azules; su nariz, simple pero bonita; sus labios, carnosos y rosados, inexpertos y, en el fondo, hambrientos; sus rizos, hermosos rizos castaños que adornaban perfectamente la cabeza del inglés. Y a partir de ahí todo dejaba de ser romántico. Las manos, la espalda, el abdomen, el miembro, el trasero... Todas esas cosas que Carlos imaginaba haciendo cosas que no debían. Y bueno, sus labios y su lengua también eran partes de su cuerpo que le incitaban a pecar. Lando al completo le incitaba a pecar.
Finalmente Carlos se rindió al sueño. Increíblemente se pudo contentar con seguir pensando en las cosas que quería hacerle a Lando para ayudarse a dormir. Un extraño método, pero algo que sencillamente funcionó.
Ambos dormían, cerca pero no juntos; unidos pero no físicamente o emocionalmente, sino pasionalmente. Lando quería a Carlos de forma distinta en la que el español le quería a él, pero muy en el fondo de la pura mente de Lando deseos más oscuros se escondían.
Para eso el destino (o la casualidad) puso a Carlos en su camino: para cumplir todos sus deseos más oscuros y sus fantasías más eróticas. Carlos quería acabar con la inocencia del muchacho y Lando quería ser insolente con el mayor.
Eran como la gasolina y el fuego. Uno era el detonador y el otro la bomba. La cuestión es, ¿quién era quién?
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