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Capítulo 26: Ojalá

ADVERTENCIA:

Este capítulo contiene violencia y abusos sexuales explícitos. Si eres sensible mejor no lo leas. Los hechos que acontecen no representan la moral de la escritora ni se pretende romantizar de ninguna manera lo ocurrido.

Carlos

Estaba recogiendo todo lo más rápido que me era posible. Odiaba las clases de francés, la profe me odiaba y siempre me suspendía, por mucho que me esforzara.

Cuando estaba por colgarme la mochila y salir, Amaya, la chica más guapa de todo el curso, se puso delante de mí, con las manos en sus perfectas caderas.

- Hoy tengo la casa sólo para mí, ¿vienes? - Dijo con seguridad en la voz, y yo estaba casi temblando.

Me había tocado con ella para hacer un trabajo de historia, y se rumoreaba que estaba interesada en mí. Y todos pagarían por ir a casa de Amaya, pero yo... Bueno, yo tenía otras cosas en las que pensar.

- V-vale - asentí sonriendo tímidamente, y la imponente rubia sonrió triunfalmente y salió de la clase, con sus amigas siguiéndola.

El corazón me iba a mil por hora. ¿Iba a estar a solas con ella? Dios, no.

- Pero bueno, Chili, que hoy te van a hacer un hombre - rio Raúl dándome una palmada en el hombro.

Acababa de darme cuenta de que mis amigos estaban esperándome.

- ¿De qué hablas? - Me hice el tonto y empecé a caminar.

- Venga, no seas tímido. Todos sabemos que Amaya no es muy santa - dijo Alberto alzando y bajando las cejas.

Rodé los ojos, cansado de mis amigos. Los quería, llevaba toda mi vida con ellos, pero eran muy pesados y unos idiotas en lo que a las chicas respectaba. Ninguno era virgen ya, y como yo seguía siéndolo, se pasaban todo el día dándome a la lata.

Sólo teníamos quince años, ¿qué prisas había?

- ¡Carletes! - Lucía apareció por el pasillo y vino a abrazarme.

Yo la abracé de vuelta tranquilamente, y tuve que contenerme para no decirle nada a mis amigos, que empezaron a burlarse, como siempre.

- Haceros novios de una puta vez, joder - bufó Raúl yéndose. Él tenía matemáticas.

- Así no vas a ligar, chili - añadió Alberto, siguiendo al otro.

Miré a Lucía, que sonreía tranquilamente. No le preocupaban las bromas de mis amigos, estaba acostumbrada. Era sólo mi mejor amiga, y nada más. De hecho, era la novia de mi primo, Caco, y él me había encargado cuidarla desde el momento en que supo que estábamos en la misma clase.

- No les hagas ni caso, Carlos - murmuró mientras íbamos hacia el gimnasio.

Ambos teníamos clase de educación física, y aunque no nos apetecía nada, teníamos que ir.

- Y no lo hago - respondí encogiéndome de hombros.

- He oído que Amaya te ha invitado a su casa - dijo entonces.

- Sí, vamos a hacer el trabajo de historia - contesté inocentemente.

- Dos cosas: primero, haréis de todo menos el trabajo; segundo, menuda puta la de historia. Llevamos dos días de clases y ya manda trabajos...

Me reí, negando con la cabeza. A la castaña que iba a mi lado no le gustaba demasiado la escuela, por eso adoraba desahogarse conmigo.

- Sólo haremos el trabajo - aseguré riendo. - ¿Y tú qué? Vas a hacerlo con Enrique, ¿es que vais a follar? - Le di un codazo y ella se echó a reír.

- Eso sólo es con tu primo, guapete - replicó guiñándome un ojo.

- ¡Qué asco!

Nos reímos y entramos al gimnasio, dejando las mochilas en los percheros y sentándonos en el suelo, como todos, esperando al profesor. Llegaba tarde.

- Dicen que es nuevo y que está muy bueno - susurró Lucía, sonriendo pícaramente.

- ¿Y? Tú tienes novio y a mí no me gustan los tíos - murmuré apartando la mirada.

- Ya, y yo me llamo Shakira...

Entonces un apuesto hombre de unos veintitantos irrumpió en el gimnasio. Era guapo. Mucho. Rubio, ojos claros, y un cuerpo que dejaría babeando a más de una. Sí que estaba bueno.

- Un tío hetero no miraría así a otro tío - canturreó mi mejor amiga a mi lado, y yo le miré mal.

- Cállate - susurré dándole un empujón.

- Buenos días, clase - saludó el hombre, poniéndose donde todos le podíamos ver.

Respondimos un colectivo "Buenos días" y él sonrió satisfecho. Le dio un repaso a toda la clase, mirándonos uno a uno, y yo me puse nervioso sin saber por qué. Cuando sus gélidos ojos azules se clavaron en mí, se quedaron un rato ahí. Aparté la mirada, incapaz de sostenérsela, pero seguía notando que me miraba.

- Me llamo Óscar y yo seré vuestro profesor de Educación Física. Espero que nos lo podamos pasar muy bien y hacer mucho ejercicio este curso - se presentó tranquilamente.

Miré a Lucía, que se miraba las uñas con desinterés. Siempre suspendía esta asignatura, así que le importaba más bien poco.

- ¿Has visto eso? - Susurré, llamando su atención.

- ¿Ver el qué? - Respondió mirándome confusa.

- Nada, olvídalo - miré de nuevo al frente y di un respingo al ver que el maestro me estaba mirando de nuevo.

- Tú. ¿Cómo te llamas? - Preguntó señalándome.

- Ehm... Carlos. Carlos Sainz - titubeé al hablar, y el hombre abrió mucho los ojos.

- Pues cállate, Sainz - dijo poco suavemente.

Los niños de mi clase empezaron a reírse y yo deseé que se me tragara la tierra.

- Anda, Junior - se burló un imbécil que siempre me molestaba. - Te van a castigar.

Miré indignado a Lucía, que se encogió de hombros.

El profesor se pasó el resto de la hora explicándonos cómo daba él las clases y cómo nos iba a evaluar, diciéndonos las actividades que haríamos a lo largo del curso. Se notaba que era buen profe, aunque estricto. Como todos los profesores de ese instituto, en realidad.

El resto del día transcurrió con normalidad. Fui a casa de Amaya y no pasó absolutamente nada, aunque capté todas y cada una de sus indirectas, me centré en el trabajo. Lo acabamos bastante rápido y pude volver a casa tranquilamente.

Los días dieron paso a las semanas, y siempre sentí una sensación extraña entorno a mi profesor de educación física. Me miraba constantemente, se fijaba más en todo lo que hacía yo, y podría acusarlo de que me tenía manía si no fuera por sus visitas a las duchas masculinas.

Todos lo días que teníamos clases con él, teníamos que ducharnos, y él siempre se paseaba de aquí para allá, como era usual. Nadie parecía notarlo, pero siempre que venía, me miraba más de la cuenta. Y me ponía nervioso. Un día, me pisó la toalla "por accidente" y todos me vieron desnudo. Ni siquiera se disculpó, simplemente me sonrió y se fue. Era raro, y mucho. Pero más raro era lo que me hacía sentir. No lo quería admitir, pero me gustaba bastante. Aunque Lucía, que me conocía, sabía que algo pasaba.

- Oye - preguntó un día, mientras dábamos una vuelta al patio. Le miré, curioso. - ¿Soy yo u Óscar no deja de mirarte?

Nervioso, miré al maestro, que efectivamente nos estaba mirando.

- No, no eres tú. Lleva así desde principio de curso - respondí sonrojándome.

- ¿Te gusta? - Inquirió mi amiga, y yo fruncí el ceño.

- ¡Me gustan las mujeres! - Dije cansado de tener que repetirlo.

- Te pueden gustar las dos cosas, Carlos - replicó Lucía. - A mi hermana le pasa. Ha tenido novios y novias. Creo que se le dice bi... algo - explicó tranquilamente.

- Ajá. ¿Tú crees que yo sea bi? - Pregunté tímidamente, y mi amiga se encogió de hombros.

- Podría ser - asintió dudosa. - Pero lo del profe no es normal. Mantente alejado de él, Carlos - advirtió en apenas un susurro.

Ojalá le hubiera hecho caso.

Esa misma semana, Óscar me pidió que me quedara al final de la clase para hablar conmigo en su despacho. Sin rechistar, fui, temblando como un flan, y me sorprendió verlo en otra ropa que no fuera chándal.

¿Por qué tenía que ser tan guapo?

Él me saludó y yo hice lo mismo. Esperaba que me invitara a sentarme, pero no lo hizo. Rodeó la mesa y se quedó frente a mí. Era un poco más alto que yo, así que tuve que mirar un pelín hacia arriba.

- He visto cómo me miras - dijo entonces, y yo me sonrojé.

¿De qué estaba hablando? ¡Si era él el que me miraba todo el tiempo! Aunque bueno, me solía quedar embobado mirándole cuando creía que no me podía ver.

- Ya... - murmuré intentando alejarme, pero entonces posó una de sus manos en mi cintura.

Un cosquilleo recorrió mi cuerpo. Le miré, confundido y nervioso. ¿Qué significaba todo eso? Una media sonrisa apareció en su rostro, y yo temblé. Era demasiado guapo.

Y entonces me besó. Ni siquiera pude pensarlo o evitarlo, lo hizo, y se sintió increíble. Era el mejor beso que me habían dado en mi vida. Me dejé llevar y continúe el beso. Lo disfruté como una perra.

¿Y después? Me fui sin más, aún atontado por la sensación de sus labios sobre los míos. Había sido maravilloso, y me moría por repetirlo.

Y se volvió una costumbre. Siempre hacía alguna tontería en sus clases para que me dijera que fuera a su despacho. Y nos besábamos. Así todos los días que teníamos educación física.

Lucía notaba que algo me pasaba, pero yo siempre negaba que pasase algo especial en mi vida. Era difícil mantenerlo en secreto. Me gustaba mucho Óscar. Me hacía sentir bien. Me decía cosas bonitas. Y Dios, sus besos... Me volví adicto a ellos.

Con el tiempo, dejaron de ser sólo besos. Empezó a tocarme más de la cuenta. Primero, sólo por encima de la ropa; luego, se volvió más avaricioso. Me hacía esperarle en las duchas para poder tocarme como él quería. Eso no me gustaba tanto. Prefería tontear solamente, no me gustaba llegar tan lejos. Pero debía hacerlo, porque si no le hacía caso, aquello se acabaría. Y aparte del karting, él era lo más emocionante que tenía en mi vida.

En el fondo, sabía que estaba mal, porque si no fuese así podría decírselo a mi amiga o a mi hermana Ana. Ellas lo sabían todo sobre mí. Menos eso. Ese era el pequeño secreto de Óscar y mío.

Un día, una semana antes de que dieran las vacaciones de Navidad, me pidió vernos en su despacho. No teníamos clase, pero fui igualmente, procurando que nadie me mirase dos veces. Ese día me pidió que fuésemos novios. Me tenía comiendo de la palma de su mano y no me daba cuenta.

- Eres mío, pequeño - me decía mientras me besaba y me tocaba.

Y yo, como un niño iluso (lo que era) me derretía por sus palabras.

Cuando llegaron las vacaciones, me sentí bastante triste. No quería dejar de ver a Óscar. Hablábamos por el teléfono, pero no era lo mismo. Le conté mi preocupación, un sábado por la tarde, y sin más me invitó a su casa. Allí tendríamos intimidad. Me pareció bien. Quería verle desesperadamente y allí nadie nos vería.

Salí de mi casa con el pretexto de que iba al parque con Raúl y Alberto. Mis padres no me dejaron ir sin más, pues era ya tarde, pero les rogué hasta que me dejaron. Ana colaboró, diciéndole a mis padres que me dejaran disfrutar de la juventud. Como si ella fuese muy vieja.

Ojalá no me hubiera ayudado. Ojalá no me hubieran dejado salir de casa.

Fui hasta la dirección que me dio Óscar, caminando feliz y tranquilamente. Iba a ver a mi novio. Mi hermoso y encantador novio. Estaba muy enamorado. Demasiado. A veces me preocupaba la diferencia de edad, pero él siempre me decía que era muy maduro para la edad que tenía. 10 años no parecían nada en aquellos momentos.

Cuando llegué a la entrada de la casa, me recibió encantado. Entramos y fuimos directos a su habitación. Estaba nervioso. Tenía un mal presentimiento. Pero ignoré las señales que mi propio cuerpo intentaba darme y le seguí. Una vez que estábamos en su cuarto, me besó. Pero no como las otras veces. Lo hizo de forma salvaje y furiosa. Me asusté, pero le seguí el juego.

Nos dirigió hasta la cama, y ahí empezó a tocarme. Era más o menos como siempre, sólo que esa vez no se detuvo. Empezó a quitarme la ropa, y yo le detuve cuando intentó zafarse de mi ropa interior. No estaba preparado.

- Óscar, yo aún no...

- ¿Es que no me quieres? - Preguntó frunciendo el ceño, dolido.

- S-sí, pero...

- Entonces no hay peros, pequeño - susurró volviendo a besarme, acallando mis protestas.

Sentía sus manos en mi cuerpo. Su lengua en mi boca. Y quería ponerle fin. De pronto, le quería lejos. Se me revolvió el estómago cuando me tocó directamente. Quise llorar y gritar, rogarle que parara. Pero me callé por miedo.

Aquel hombre al que me gustaba llamar novio no tenía pensado parar, y yo no tenía el coraje para decirle que lo hiciera.

Hizo conmigo lo que quería. Me puso a cuatro, y sin esperar a que le diera permiso, sin esperar mi opinión... Sólo pude llorar. Cada estocada dolía más que la anterior. Me ardía. Podía sentir la sangre formarse. Y no paró. Una y otra vez hizo lo mismo. No hice más que llorar. Me sentía indefenso. Pensé que, una vez que terminara, me dejaría en paz. Por eso me porté bien.

Ojalá me hubiese enfrentado a él.

Me equivocaba. Con una vez no le bastaba. Repitió. Una vez. Y dos. Y tres. Empecé a gritar de dolor; me amordazó. Me empecé a revolver y a intentar defenderme; me ató.

Estuvo horas y horas entretenido conmigo. Violándome una y otra vez. Con tanta frialdad que parecía irreal.

Mi teléfono no para de sonar. Serían mis padres seguramente. Él no hacía caso. Seguía ocupado. Yo caí inconsciente varias veces, no sabría calcular cuántas o por cuánto tiempo. Pero el dolor se iba, y era lo que me importaba. Y me daba tanto asco. Vomité. Me pegó por ello. Me hablaba totalmente excitado, y yo sólo lloraba. Era lo único que podía hacer.

Intenté escapar.

Ojalá no lo hubiera intentado.

Aquel loco psicópata no me dejaría así porque sí. Me castigó. Me amarró más fuerte. Y me hizo más daño aún. Me torturó prácticamente. Lo peor fue el látigo. Aquél dichoso látigo. Destrozó mi espalda. La llenó de heridas. Ahí volví a perder la conciencia. Sólo recuerdo que todo se tiñó se sangre, y él siguió gozándolo.

Destruyó mi dignidad. Destruyó mi salud mental. Me destrozó el cuerpo. Y luego...

Me desperté, muerto de frío y con un dolor atroz en todo el cuerpo. Lo peor eran la espalda y mis zonas sensibles. Estaban destrozadas. Me juré que jamás dejaría que volviesen a tocarme esas zonas.

Estaba tirado en una cuneta, vestido con sólo una camiseta y unos pantalones. Me quité la camiseta, que se me pegaba al cuerpo por la sangre. Me arrastré como pude afuera de la cuneta. No sabía ni dónde estaba. En mitad del campo. No había ni un alma. Una granja era lo único que se veía a los lejos. Pero ni de coña me podría poner en pie. Me dolía el alma, literalmente. Lloraba desconsoladamente. Muerto de frío. Con el corazón roto de la peor manera. Quería morirme.

Ojalá lo hubiera hecho.

Vomité de nuevo. La garganta me ardía. Las muñecas y los tobillos apenas los sentía. Estaba muerto en vida. Sólo podía esperar a que me atropellasen o a que me encontraran medio muerto. O tal vez muriera directamente.

Ojalá.

Rebusqué en mis pantalones. Una mínima esperanza me inundó cuando note mi celular. Llamé al primer número que encontré en mi lista de contactos.

- ¿Carlos? - Chilló Caco al otro lado.

- ¿Es él? - Escuché la voz de Lucía.

- Te necesito, primo - sollocé. - Por favor...

- ¿Dónde estás? - Preguntó nerviosamente.

No pude responder. La garganta no respondía a mis órdenes.

- Carlos, no nos dejes - rogó Lucía.

Estaba llorando.

- Primo, ¿dónde estás? - Repitió Oñoro.

- No lo sé - reconocí con la poca voz que tenía.

- Activa tu ubicación y vamos para allá. Hazme caso, por favor - rogó mi primo.

Hice caso. Hice lo que me pidió, y luego volví a desmayarme. Mi cuerpo no aguantaba.

Una potente luz me deslumbró, despertándome de nuevo. No sabía cuánto tiempo había pasado. Mi espalda ya no sangraba, pero seguía doliendo. Estaba helado.

- ¡Carlos!

La voz reconocida me hizo espabilar un poco más. La vieja camioneta de mi tío estaba a unos metro de mí, y de ella se bajaron Lucía y Caco. Los dos corrieron hasta a mí. Estaban aterrados. No sabían que hacer. Entre llantos conseguí explicarles vagamente lo que había pasado. Por supuesto, mentí. Les dije que me habían asaltado y violado. No dije más. Mi primo me dio su abrigo y la pareja me subió al coche. Lucía se puso detrás, conmigo, hablándome para que no me durmiera, ayudándome a entrar en calor con su chaqueta también.

- Tito, le hemos encontrado - hablaba mi primo por el teléfono. - Lo vamos a llevar al hospital, está grave - decía hablando de prisa.

Mi consciencia iba y venía. No podía controlar mi propio cuerpo. Pero ahí estaba Lucía, diciéndome que todo estaría así.

Ojalá todo fuese a estar bien. Ojalá que sí...




¿Sabeis cómo se siente que todo tu mundo se vaya a la mierda? Yo lo aprendí de golpe y de la peor manera. Aquello me cambió, me volvió desconfiado, arisco, marginado. Perdí a Lucía por el camino. Cuando me cambiaron de instituto, la ignoré por completo, y Caco rompió con ella porque desde lo que me pasó su relación no funcionaba. Yo los jodí. Jodí a mi familia. Me quedaron tan sólo unas horribles cicatrices en la espalda. Y aunque a muchos les hiciera gracia, se me quedó un daño irreparable en el ano. Jamás podría volver a sentir placer ahí. Y tampoco es que me interesara.  No volvería a dejar que nadie me tocara.

Me destruyeron de la peor manera. Acabaron con todo lo que algún día fui o creí ser. Acabaron con el tímido e inocente Carlitos que era un buen niño y quería mucho a sus seres queridos. Ahora sólo quedaba un monstruo. Un marginado. Un capullo. Ahora era un chico de 16 años que estaba amargado a más no poder.

Era basura. Me habían pisoteado la dignidad. Me sentía inútil. Era inútil. Valía menos que un céntimo. Sólo quedaban las cicatrices del suceso más traumático de mi vida.

Sólo me quedó el recordatorio de que me arruinaron la vida.

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