Terry Velie había terminado habituándose al irritante zapateo del oficial sentado detrás. En un principio, el traqueteo de su asiento había estado a décimas de desbaratar el temperamento firme que acostumbraba preservar, y en contadas ocasiones no había podido contener la tos de sobre aviso ni las miradas de recriminación a través del retrovisor. La tregua duraba siquiera un soplo de aire. De nuevo, el oficial reanudaba el balanceo, cruzado de brazos, mientras reivindicaba entrar en acción y hacer la vista gorda de las órdenes recibidas.

Abandonada la idea de atar a su subordinado de pies y manos y usar cinta adhesiva para cerrarle la boca, Velie se focalizó en su objetivo. Toda molestia se esfumó. Solo estaban él y el bar McSorley's. Las instrucciones del inspector, a petición de su hijo, precisaban máxima discreción. La concentración era fundamental.

De la ventanilla del segundo coche encubierto asomó el brazo del oficial situado en el asiento del conductor. Tiraba la ceniza de la punta del cigarro. Acto seguido, orientaba la colilla hacia adelante.

La señal acordada.

En una actuación sobria en la que Velie hizo como si rebuscara en la guantera, los ojos entrenados del sargento pescaron la figura negra que andaba calle abajo y que ingresaba al McSorley's.

Después de accionar los faros delanteros como segunda señal, Velie y sus subalternos se apearon del coche y se instalaron a ambos flancos de la puerta de entrada. El grupo de apoyo a la unidad principal aseguró la salida posterior del bar.

—Entremos ya.

—No —dictaminó Velie—. Las instrucciones hay que cumplirlas al pie de la letra. Toca esperar.