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Tragedia

El sonido del teléfono irrumpió en las ensoñaciones del escritor. Se desperezó al observar la aguja del reloj marcando las once de la noche. Cerró los ojos mientras el lejano berrido imbuía la casa. Una vez la atmósfera quedó en absoluto silencio, los abrió con parsimonia. La ventana le confería una vista igual de gris que su ánimo. No tenía todas consigo de que aquella breve evasión de la realidad contribuyera de alguna forma a reavivar su faceta creativa.

Los segundos pasaron. Un nuevo timbrazo le hizo saltar en la silla.

—Maldito cacharro —espetó destempladamente.

Trotó escaleras abajo y descolgó controlando el desliz de lengua que enrojecería de cólera a su interlocutor.

—¡Bendita sea, hijo! Por fin contestas.

—¿Papá? ¿Qué sucede?

—Ven cuanto antes a la comisaría.

—Olvídate si piensas que...

—¡Calla, El! —vociferó el inspector, alterado—. Tu amigo Tom ha sido detenido por el asesinato de su esposa. Lo tenemos en la comisaría bajo custodia, a la espera de su abogado.

Perplejo, colgó el aparato. En un estado de automatismo, atrapó una de las chaquetas del perchero y salió de un portazo. No fue consciente de cómo bajó las tres plantas del edificio ni del momento en que accionó el motor del duesenberg. Su mente se hallaba en bucle, atascada en el interrogante que el comunicado de su padre había suscitado.

«¿Tom ha matado a su esposa?», se repetía, incapaz de concebir esa idea.

De repente lo invadió una profunda angustia. Se encontraba de nuevo en aquella pesadilla donde todo avanzaba a su alrededor y él se mantenía estático, como un elemento inerte sin voz ni voto.

Sí, eso era, una pesadilla, pero con la diferencia de que despertar no aliviaba la zozobra ni reducía el sufrimiento a simples fragmentos oníricos inconexos.

Las palpitaciones que limitaban el oxígeno en sus pulmones e incrementaban la sensación de asfixia no eran una señal de alerta. No. Eran la verificación de que aquella pesadilla que había aniquilado la vida de una persona se debía a su falta de interés.

La muerte de Marien era su culpa. Había permitido que esa etérea esencia negra y putrefacta emergiera del mundo de los sueños y tomara una siniestra forma real.

*

 El sargento Velie, un hombre alto, corpulento y de rostro enseriado, aguardaba a Ellery a la entrada de la comisaría.

—Tu padre te espera en su oficina.

Contestó con un murmullo, pues apenas conseguía que saliera un sonido apreciable de su garganta.

—¡Al fin! —El inspector se puso en pie cuando abrió la puerta del despacho.

—¿Y Tom? —fue lo primero que se esforzó en verbalizar.

—Siéntate, El, tenemos que hablar.

Se atuvo a la orden de su padre, llevado por la gravedad asida a su voz.

—Hace unas horas la policía de Connecticut recibió la llamada de un transeúnte —comenzó a explicarle—. Este informaba de haber visto un coche de aspecto extraño en el costado de la carretera, alejado de las vías. Tenía los faros encendidos. Supuso que podía haber sufrido un pinchazo, ya que el coche no mostraba signos de accidente, y fue a aportar ayuda. En el interior del coche solo encontró a Tom. Estaba inconsciente.

—¿Qué quiere decir eso de que solo encontró a Tom?

Ellery se revolvió en el asiento. Richard retiró la vista de su hijo un momento.

—En el asiento del copiloto había un bolso de mujer. Sospechamos que pertenece a su esposa, hasta que el personal de servicio o el mayordomo no confirmen que era de su propiedad, es un interrogante más a resolver. Por otro lado... —El inspector posó una mirada penetrante en su hijo—: Tom sujetaba en su mano derecha un cuchillo ensangrentado. Y eso no es todo —dijo para evitar ser interrumpido por los labios entreabiertos de Ellery—: Su rostro y parte de su ropa también lo estaban. El asiento del copiloto estaba cubierto de rastros de sangre.

—No puede ser —musitó el escritor. Sus ojos se movían ágilmente de un lado a otro—. ¿Dónde está Tom?

—Cuando la policía se presentó en el lugar de los hechos y consiguieron hacerle reaccionar, entró en una crisis histérica. Los oficiales apenas podían sujetarle para esposarlo. Y de repente, parece ser que recayó en que conocía a una personalidad del cuerpo de policía. —Richard fulminó a su hijo—. Gritó mi nombre, así que lo trajeron directamente aquí. —Espiró cruzándose de brazos—. Aunque el caso no es de nuestra jurisdicción, está por ver que nos lo adjudiquen.

Ellery se rascó la sien, sobrecogido.

—¿Qué ha dicho?

—Ha pedido verte. Es lo único que ha salido por su boca desde que está aquí. Ya sabes dónde se encuentran los calabozos —respondió a la silenciosa pregunta de su hijo.

Ellery asintió sutilmente.

—¡Ah, una última cosa! —exclamó a segundos de que desapareciera—. El cuerpo de su mujer no ha sido hallado en las inmediaciones. Están en su búsqueda.

*

Los calabozos se encontraban atestados. Carteristas de escasa reputación y mano fácil trataban de conciliar el sueño haciendo oídos sordos de las cantinelas de los ebrios que solicitaban unos litros con los que pasar la noche.

Ellery sorteó inquieto la diversidad de individuos que hospedaba el sótano de la comisaría. En mitad del pasillo que dividía la estancia en dos, el grito procedente del hombre que agarraba fervientemente las rejas lo hizo apresurarse en su dirección.

—¡Ellery, amigo mío!

La imagen que Tom presentaba lo dejó estupefacto. El traje de Gucci que se adecuaba milimétricamente a su figura tenía un moteado de salpicaduras rojizas que, extrañamente, pese a que en numerosas ocasiones lo había presenciado desde una neutralidad sobrecogedora, le revolvió el estómago. Con un temor nuevo para él, sus ojos fueron estudiando cada una de las manchas que se esparcían entre los dedos blanquecinos enganchados a las barras de hierro. Luego, sin comprender la voz interna que rechazaba su acción, se detuvo en el oscuro abismo verdeazulado que lo contemplaba. La sensación de vacío que emanaban aquellos ojos contribuyó a que las palpitaciones aumentaran en frecuencia.

—Ti-tienes que... tienes que ayudarme... Yo... yo... yo no he podido...

Tom descargó en llanto. Su cuerpo, ausente de fuerza, se escurrió entre los barrotes. Arrodillado en el suelo, con la cabeza gacha y los sollozos abatiendo de espasmos su pecho, daba la impresión de ser un niño indefenso.

—Cuéntamelo todo —pidió Ellery con una dureza impropia de él—. Pero no aquí.

Desapareció de los calabozos. Segundos después, dos policías trasladaban a Tom hacia una de las salas de interrogatorio. Cuando Ellery entró, los oficiales cabecearon afirmativamente y los dejaron a solas.

Le tendió a Tom un vaso de agua.

—Gracias... —Sediento, lo engulló sin respirar. Ellery lo observó en silencio, considerando detenidamente su lenguaje corporal. Quería comprobar si lo que Tom iba a contarle concordaba con lo turbador de su reacción conductual.

—Es el momento de que relates todo lo que ha sucedido esta noche.

—Yo... —Los temblores se hacinaron en la mano de Tom al alejar el vaso—. Marien y yo nos estábamos preparando para asistir a una fiesta en el Soho. Me... me había pasado la tarde entretenido con unos documentos decisivos para la reunión de mañana... De hoy —corrigió—. Para cuando nos habíamos arreglado y estábamos a punto de partir, el reloj marcaba unos minutos antes de las nueve.

Hizo un breve inciso en el que apretó los párpados. Unas lágrimas gotearon sobre la mesa.

—Prosigue.

—A-antes de salir, Marien me ofreció una copa de brandy. Había preparado dos. Ambos bebimos. Brindamos por nosotros... —Una sonrisa triste enmarcó sus labios. Titubeó—. Luego subimos al coche y conduje hacia Nueva York. Y... —Cerró los puños con fuerza—. Ya no recuerdo más... ¡No recuerdo nada más! —Lo invadió un profuso llanto nervioso—. ¡Lo único que recuerdo después de eso es verme lleno de sangre! Y ese cuchillo... No puede ser... ¡No puede ser! ¡No sé qué ocurrió antes! ¡No lo recuerdo!

—¿A qué te refieres con que no lo recuerdas? ¿Cuánto bebiste?

—¡¿Y Marien?! —interpuso de repente—. ¡Quiero ver a Marien! ¡Marien!

Tom echó la silla atrás al levantarse y golpeó la mesa con los puños.

—Cálmate. —Ellery no se inmutó. Indicó a Tom la silla y lo instó con una mirada de advertencia a que no hiciera la situación más complicada—. Siento ser yo quien te lo diga —dijo una vez Tom volvió a sentarse y reposaba la cabeza sobre sus brazos, angustiado—: tu esposa está en paradero desconocido.

—¿Có... có... cómo? —enmudeció—. ¿Marien ha desaparecido?

—Su cuerpo no ha sido hallado en el coche ni en lugares próximos a este.

Tom se retrajo en la silla.

—¿El cuerpo?

—Sí, Tom, el cuerpo —aseveró duramente—. La cantidad de sangre en el coche, en tus ropas, ¿no te hace pensar en que ya no hay una persona que buscar, sino un cuerpo?

Parecía como si Tom, en aquel mismo instante, hubiera tomado conciencia de lo que su situación implicaba. Se miró las palmas de las manos, sus ojos desorbitados de terror, y profirió un grito devastador.

—¡Mi mujer muerta! ¡Muerta! —vociferó—. ¡Yo no he sido, Ellery, yo la amo!

—¿Y qué explicación tienes a esto?

—Te repito que no recuerdo nada. ¡Nada! ¡Ni de cómo acabamos a orillas de la carretera ni del cuchillo...! —Ocultó su rostro entre las manos.

—Te conozco, o te conocía —reflexionó Ellery—. Sé que el Tom McKley de hace unos años era incapaz de matar a nadie.

—Sigo siendo el mismo... —contestó sin levantar la mirada—. Tienes que creerme...

—Eso quiero.

De un impulso, Tom se incorporó. Sus ojos vidriosos refulgían.

—¡Es una trampa! ¡Una maldita trampa! Las notas lo decían claramente. Me culparán a mí de la muerte de mi esposa... ¡Y ha sucedido! —Cogió las manos del escritor y las apretó con una fuerza inusual—. ¡El culpable debe estar en las listas que te entregamos!

Ellery compuso una mueca.

—Por ahora nadie da el perfil.

—¿Has interrogado a todos? —preguntó exasperado.

—Tengo que cerrar algún que otro motivo, pero definitivamente es impropio de la psicología de esos hombres y de la única mujer posiblemente involucrada el diseñar un plan de este tipo.

—Pero...

—Falta Alessandro —lo interrumpió.

—¡Ha tenido que ser él! —gritó—. ¡Te ruego que insistas!

—Voy a hacer todo lo que esté en mi mano. Sin embargo, tienes que ser consciente de que, si no se encuentran pruebas que confirmen su acusación y cuenta con una coartada comprobable, no quedaría nadie más —comentó—. Nadie.

—No puede ser... —musitó—. Yo... —Su semblante se descompuso—. ¡Me da igual, Ellery! ¡Búscale!

La puerta se abrió de golpe. Dos policías accedieron al interior junto al sargento Velie.

—La charla ha terminado —y con un gesto del sargento, los oficiales engancharon a Tom de cada brazo y lo condujeron fuera.

—Ellery, por favor... —suplicó girando la cabeza por encima del hombro.

En el despacho del inspector Queen, tras unas vueltas en círculo en los que revivía mentalmente la angustia que Tom externalizaba, relató a su padre el pálpito que ponía en tela de juicio los hechos de aquella noche.

—Dudo que Tom haya asesinado a su mujer.

—¿Y en qué te basas? No tienes pistas que apunten hacia alguna de las personas de las listas, y en el coche solo hay evidencias de la presencia de Tom y su esposa. Eso como punto número uno. Como punto número dos, la susodicha no aparece, lo que nos lleva a hipotetizar que su cuerpo ha sido ocultado. Y punto número tres, y que sustenta los acontecimientos anteriores, las notas. Todas ellas señalaban a Tom como perpetrador del crimen. ¡Y mira qué casualidad! —dijo en tono de mofa—. ¿Cómo rebates esto ante un juez? Me moriría por verlo.

—Lo conozco.

El inspector puso los ojos en blanco.

—Seguro que como hecho objetivo pesa mucho tu opinión personal sobre el detenido.

—No, papá, te equivocas. No digo que no fuera capaz porque es un hombre íntegro con una moral intachable. Lo digo porque es un ser asustadizo que prefiere esconderse detrás de dos guardaespaldas cuando las cosas se tuercen que enfrentarlas él mismo. Y lo sé porque en ocasiones yo he representado el papel de guardaespaldas. A quien llenaban de cardenales era a mí.

—Menuda imagen me plantas de tu amigo —se jactó—. De todas maneras, la asesinada es su mujer, no un gorila de dos metros de altura. ¡Tú y yo la vimos! No es una mujer fuerte. Ante la fragilidad de su constitución, tu amigo pudo haber reunido el valor necesario.

—No es violento, no es su estilo. Es de los hombres que no pican el anzuelo. Saben alterar la situación para que seas tú quien estalle en furia. Y él conserva su sonrisa impoluta.

—¿Acaso lo has visto discutir con una mujer para probar eso que dices? —rebatió Richard.

—Sabes que no. —Richard golpeó la mesa con los nudillos como prueba evidente—. Pero a costa de qué mataría a su mujer.

—¿Una amante? Su esposa se enteró de que jugaba a dos bandas y discutieron. Si firmaron un acuerdo prenupcial donde en caso de infidelidad y divorcio ella se quedaba con todo, ahí tenemos un motivo. O también podría caber la posibilidad de que fuera ella quien se veía con otro hombre a espaldas de tu amigo y a él le carcomían los celos. ¡Yo que sé, vete a saber!

—Tom no actúa de ese modo. Recuerdo que cuando una de sus conquistas se enteraba de la existencia de alguna otra, Tom lo negaba incansablemente hasta que era él quien se hartaba y quería darle portazo. Si, como has hipotetizado, fuera Marien la que tenía un amante, ten por seguro que Tom le habría pagado con la misma moneda. Aun así, me dio la impresión de que la amaba de verdad. Créeme cuando te digo que para Tom formalizar una relación significaba lo mismo que enterrarse vivo. Todos ellas llegaban tan rápido como se iban porque solo deseaba satisfacer sus deseos, tan simple como eso. Marien ha sido la excepción. Un acuerdo prenupcial de esa clase casa con la presunta relación sentimental que mantenían, de acuerdo, pero eso me hace dudar de que Tom fuera tan idiota como para romperlo por un lío de faldas.

—Entiendo —contestó el inspector al observar la preocupación que denotaba la voz de su hijo—. De todas formas, los hechos y las pruebas que tenemos ponen en un serio aprieto a tu amigo. Aunque todavía no haya aparecido el cadáver de su esposa, sí tenemos en nuestro poder las notas que lo inculpan. Y ningún sospechoso más, puesto que en el papel no se han hallado huellas dactilares más allá de las pertenecientes a los McKley. Si a eso le sumamos que podría ser acusado de simular una amnesia histérica para interferir en el proceso, el juez no pondrá mucho reparo en imputarlo. Le caerán encima de veinte a veinticinco años.

—Hay algo que no me encaja en todo este asunto.

Ellery se rascó la barbilla, reanudando el andar a lo ancho del despacho. El movimiento coordinado de sus músculos le infundía una sensación de calma con la que pensar claramente.

—¿Algo?

—En la reacción de Tom, por supuesto. Es tan primal... O es un actor nato o de verdad no recuerda nada.

—Independientemente de las dotes artísticas del señor McKley, tengo que seguir con el procedimiento.

—¿No puedes alargarlo unos días? Hay papeles que se pierden en el proceso... —Richard alzó una ceja conminatoria—. Dame el tiempo suficiente para que pueda descubrir qué es eso que me chirria.

El inspector Queen resopló.

—Te puedo ofrecer el tiempo que tarden en encontrar el cadáver y la celebración de la vista sobre la fianza.

—¿Se encontraron huellas o pisadas alrededor del coche? —indagó antes de poner un pie fuera del despacho.

—Huellas de zapatos de hombre, sí. Rodeando el coche y en dirección al río. Pero este malnacido temporal ha difuminado los rastros de barro.

—Está bien. Será mejorque me ponga manos a la obra.


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