Sorpresa
El plan se había torcido. No había otra alternativa que recurrir a la estrategia de emergencia. Y eso le asustaba. La voz del peligro se había adueñado de su pensamiento, una inseguridad reinante en su interior que nacía de un mal presagio.
«Bajo ningún concepto», había reiterado, cerrándose en banda. Exponer su temor había sido en vano. Sus preocupaciones, como las de un niño pequeño, habían sido rechazadas, ni siquiera atendidas como merecían. «Quieres escurrir el bulto», se le había echado en cara, y, en parte, había algo de cierto en ello. La idea de matar al entrometido escritor solo había empeorado las cosas. La policía iniciaría una incansable búsqueda del autor del crimen. Aunque ese inconveniente les regalaba una ventaja: la obsesión por hacer justicia del inspector Queen lo mantendría alejado de la cuestión principal.
Luego...
—¡No! Es imposible... —se repitió, sacudiendo la cabeza para evitar profundizar en sus miedos.
Las letras brillantes del McSorley's iluminaron su rostro. Subió al segundo piso y cerró con pestillo una vez en la habitación.
Debía deshacerse de todas las pruebas que pudieran delatarles. En el baño, vertió los objetos del armarito en el neceser. Después se dirigió al dormitorio. Se arrodilló y, estirando los brazos, atinó a agarrar las asas de las maletas. De un tirón, las sacó de su escondite y las echó encima de la cama. Deslizó la cremallera de la más vieja y arrojó la ropa del ropero.
Enfocada en la misión que se le había encomendado, sus oídos captaron un ligero alboroto al otro lado del dormitorio. La saliva se le agolpó en el paladar. Las palpitaciones de su corazón le recordaron al trote de los caballos de carreras, al inigualable tacatá que, en ese preciso instante, despuntaba sus nervios.
Retrocedió sin previo aviso. El impacto de los tacones contra el parquet vació el aire de sus pulmones. Aquella metedura de pata había desencadenado un reasentamiento indiscutible del ruido, así como su identificación. Eran pisadas, y se orientaban en su dirección.
El miedo suscitó una letanía catastrofista de pensamientos. Se sintió desfallecer. Presa del pánico, giró sobre sí. Sus rodillas chocaron con el borde del colchón y la derrumbaron encima de las maletas.
En medio segundo, sus ojos recorrieron el dormitorio como si, por arte de magia, pudiera materializarse una vía de escape. La realidad le cayó encima como un jarro de agua helada. La única ventana de la habitación no daba a la escalera de incendios del edificio. Sintió la boca terriblemente seca, un sudor frío escurriéndose por su piel. La opresión en el pecho se esparcía como una maldición.
En contra de su imperativo mental de huida, perdió el control consciente de sí misma.
Ya no había escapatoria.
De repente, la puerta se desencajó violentamente de la moldura. La cerradura estalló en una lluvia de púas.
Cuatro hombres se aventuraron al interior del dormitorio con las armas desenfundadas.
—¡Policía! ¡Levante las manos!
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