Primeros sospechosos
—Mañana me espera un largo día en la oficina—. El inspector Queen se desesperezó nada más entrar por la puerta—. Estoy convencido de que el jefe ha apartado los archivos pendientes para que sea yo quien los revise. Detesta cuando alguno pedimos un día libre por el asunto que sea. Diantres... —bufó—. Pienso cenar y meterme en la cama en un abrir y cerrar de ojos.
Ellery tomó asiento en la cocina al tiempo que su padre sacaba unas cuantas rebanadas de pan del frigorífico y una lata de sopa. Mientras el inspector andaba de allá para acá sirviéndose de lo imprescindible para una cena rápida, sacó las notas escritas por la pareja y las dispuso sobre la mesa. Las observó detenidamente unos segundos. Luego las retiró al centro de un manotazo.
—¿Les has echado un ojo? —inquirió Ellery arrellanándose en la silla y colocando los pies encima del asiento delantero.
—Ni por un segundo —respondió con total tranquilidad—. Es tu trabajo.
Lo escuchó soltar un gruñido de fastidio.
—No son de mucha ayuda —comentó—. En la lista de Tom constan cinco personas, todos ellos hombres. Y en la de su mujer únicamente dos, uno de ellos un hombre, que se repite en la nota de Tom, y el otro perteneciente a una mujer.
—Problemas de ricos —contribuyó Richard al tedio de su hijo—. Muy preocupados, pero luego no sueltan prenda.
—Me ahorrarías tiempo y trabajo si hicieras unas llamadas...
—Ni loco. No voy a usar los recursos de la comisaría para buscar una aguja en un pajar que, por cierto, ni me incumbe ni me suscita interés.
Richard se instaló en la silla contigua a su hijo y se llevó a la boca una cucharada de sopa.
—¡No seas cascarrabias! —Ellery se echó sobre la mesa, frustrado—. Encárgale el asunto a alguien de confianza. ¡A Velie, por ejemplo! Podría telefonear en mi nombre... Vale, vale, me queda claro —reculó ante la mirada torva de su padre—. Que disfrutes la cena —expresó irguiéndose—, si no te atragantas antes.
—¡Valiente seas, deseándole eso a tu padre!
Obvió el lejano vocerío del inspector camino de las escaleras.
*
Un portazo entorpeció el intricado y confuso sueño en el que Ellery se había visto atrapado. Había dado vueltas en la cama durante toda la noche. Acostarse sin cenar, posterior a un par de cigarrillos y restos de café frío de la taza que moría de risa en su escritorio, había sido un grave error. Inmerso en sueños donde los escenarios y los personajes involucrados parecían correr sin freno, él se sentía tremendamente embotado. Una fuerza externa lo recluía en sí mismo, obstaculizaba la asimilación de lo que ocurría a su alrededor. Los sudores lo habían llevado a tirar las sábanas al suelo y, en otros momentos de la noche, a cubrirse hasta el cuello para reducir los estremecimientos que surcaban su cuerpo.
Se demoró unos minutos en la cama con la vista fija en el techo. Seguramente le había subido la fiebre en la madrugada, intuyó. Como era costumbre en cualquier humano de carne y hueso sometido a estrés constante durante meses, era en el justo momento de la toma de conciencia y el parón posterior que el organismo les jugaba una mala pasada, y él no iba a ser diferente al resto. Liberada la adrenalina circundante, el cuerpo somatizaba toda clase de reacciones que te hacían replantearte si parar había sido la opción acertada.
Echó una mirada hastiada a la máquina de escribir. Había desarrollado dos míseras hojas en toda la noche, y nada dignas, se recriminó. Le había tentado la idea de tirar la pobre Remington por la ventana. La rabiosa sonrisa de deleite habría durado un instante, reflexionó al poco de imaginarse cumpliendo aquel sueño incitado por la desesperación. El arrepentimiento y las quejas masivas de su editor habrían hecho escalar la quemazón interna que arrastraba consigo desde hacía semanas. Prefería, por tanto, aguantar el rostro malévolo de la máquina, la vocecilla murmurante riéndose de él, que tratar de convencer al hombre que le pagaba por hacer realidad su sueño de ser novelista de que su salud mental no andaba perjudicada.
Hizo el esfuerzo de darse una ducha con la que deshacerse de la pesadez y bajó a la cocina. Se sirvió una taza de café, robó una manzana del frutero y se retrepó en una de las sillas. Las notas seguían intactas en el centro de la mesa, donde las había dejado el día anterior. Lo engatusaba la idea de abandonar la angustiante labor en la que se estaba convirtiendo la escritura de su última novela y distraerse con un asunto que, lejos de ser atractivo, al menos no lo implicaba de lleno.
—Maldita sea...
Alargó la mano hacia las notas y las estudió de nuevo.
Terminó la segunda taza de café y salió directo al duesenberg.
Aquella mañana poco tenía de parecido con el soleado día pasado. El cielo estaba sembrado de nubes grises. Enturbiaban la atmósfera, una percepción irreal y poco plausible que salía de lo más hondo de su ser. Era como si el tiempo estuviera avisándolo de que se avecinaba una tormenta para la que no estaba preparado.
*
Media tarde, y el joven Queen ya se había visto las caras con dos de los individuos señalados como sospechosos. El primero de ellos, el señor Snidder, era un recordatorio de la personalidad de su viejo amigo de universidad. Su carisma apestaba el ambiente, y por el modo en que le había recibido, se percató de que gozaba de la sensación intimidante que provocaba en sus visitas.
En más de una ocasión había tenido que controlar el impulso de confrontar las ingeniosas refutaciones del interpelado. Aquel cincuentón repeinado había confesado que ni le importaba ni tenía tiempo que gastar en el interrogatorio de un veinteañero que poco conocía de su mundo, en especial si las preguntas giraban en torno a Tom McKley.
Según su parecer, la negativa de Tom a firmar una colaboración entre ambas empresas, que conllevaría la pérdida de activos millonarios, no era razón para elaborar una intrincada venganza contra él. Otras compañías de mayor prestigio, como había enfatizado, habían ocupado su lugar.
—Un insulso juego de cartas no va conmigo —reconoció también—. Si he de enfrentarme a alguien, prefiero que sepa de quién procede la amenaza. Quiero que sean conscientes del error cometido y de que luchar contra mí significa perder. Yo no me escondo, señor Queen.
Dicho esto, remarcó lo atareado de su agenda, despachando a Ellery con un gesto de muñeca y una exclamación a su secretaria de que lo acompañara a la puerta.
El segundo nombre de la lista pertenecía a un griego, el señor Areleous. A diferencia de su encuentro anterior, con aquel hombre era suficiente una pregunta para que te contara su vida entera. Sin mucho impedimento y sin una intención explícita de Ellery, el señor Areleous le había narrado el motivo de su estancia en Nueva York. Aquella ciudad había sacudido su corazón hacía muchos años. En uno de sus viajes de negocios, al igual que un amor a primera vista, la brillante ciudad se adueñó de sus sentidos, y se mantuvo con él, intrusivo, despertándole tal sentimiento de nostalgia que apenas pensaba en otra cosa. El doloroso vacío en el pecho le hacía fantasear con la idea de asentar su hogar en suelo americano. Y un hombre como él, le había confesado, no tonteaba con entelequias. Aquel sueño se convirtió en una meta a cumplir. Traspasó su empresa a Nueva York, y fue al tiempo, una vez instalado, que conoció a la familia McKley.
En lo tocante a Tom, insistió en que su relación era meramente superficial, pues los contactos se restringían a su padre. «Pequeños encontronazos», catalogó a las ocasiones en las que había entablado conversación con Tom. A su parecer, aquel maláka, como lo denominaba desde la primera conferencia, había asistido a las tandas de póker que celebraba los sábados en la noche. No tenía nada en su contra, salvo los dólares que aún le debía, y menos aún contra la belleza de su esposa, que levantaba su ánimo cada vez que la veía.
Mentiras y más mentiras, se dijo Ellery después de ambos interrogatorios. El señor Snidder era el tipo de hombre que, para respaldar su orgullo y dignidad, habría puesto a un insensato Tom contra la espada y la pared. Que un hombre con menos experiencia en su entorno corporativo rechazara la alianza entre ambas empresas debía sentirse como un fracaso que no estaba dispuesto a olvidar como si tal cosa.
Por otro lado, el señor Areleous había reconocido su conflicto económico con Tom. La indiferencia con que lo había expresado insinuaba una deuda de unos cuantos dólares. Ellery cuestionaba que eso fuera todo. Intuía que el adeudo contaba con tres o más ceros. Involucrar a Marien en la amenaza tendría como objetivo, conjeturaba, atemorizar a Tom para que pagara en el menor tiempo posible.
La estructura de personalidad de aquellos hombres podía encajar con una amenaza a la vida de terceros si con ello obtenían lo que tanto ansiaban. Pero el método usado por el causante del desequilibrio en la vida de los McKley no casaba con el estilo que figuraba de ellos.
Ellery suspiró hondamente. Aquel espantoso día gris se estaba complicando. La lluvia incrementaba la violencia con que precipitaban las gotas. Sacó la capota al duesenberg y condujo hasta la siguiente dirección de la lista mientras un nudo de hipótesis tan negras como los nubarrones que absorbían el azul del cielo atoraban su cabeza.
*
—¿Un día productivo, hijo?
—Olvídame —contestó con un acento afilado, abandonándose en el sofá—. Me he tirado dos malditas horas esperando a que el dueño de la Franklin Templeton Investments se decidiera a terminar unos asuntos pendientes para atenderme. O esa fue la excusa de su secretaria. Después de recorrerme la sala de espera de una punta a otra y de aborrecer a la gente que entraba y salía del edificio, la encantadora secretaria se percató de mi presencia y me informó de que el señor Mackintosh no se encontraba allí, sino de viaje de negocios en Los Ángeles, y que cualquier recado se lo podía dar a ella. Le expliqué que se trataba de un asunto confidencial y le proporcioné nuestro teléfono. La muy...
El inspector escondió las ganas de echarse a reír bajo un carraspeo.
—¿Y los demás sospechosos?
—Tuve el placer —enfatizó con sorna— de conversar con dos. Descartados, sin lugar a dudas. No dan el tipo ni la talla. Otro de los posibles involucrados está en París desde hace dos semanas cerrando ciertos tratos que su secretaria no ha querido revelarme. Su motivo se encuentra entre interrogantes, al menos hasta que confirme que no tenía problemas con Tom y que, verdaderamente, lleva ese tiempo en París y no es una coartada en la que ha hecho partícipe a su secretaria. El último nombre me resulta especialmente particular. Es el único hombre en el que marido y mujer coinciden. Un tal Alessandro. Ninguno de los dos escribió el apellido. Solo eso, Alessandro.
—¿Y cuál es su dirección?
Ellery torció una mueca.
—Un bar. El McSorley's.
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