In fraganti
El coche azul transitaba por el angosto sendero que penetraba en el bosque. Un recorrido de aproximadamente cinco kilómetros al que se accedía mediante una bifurcación apenas visible de la carretera general, al término del Golden Triangle.
La policía había ordenado retirar la vigilancia policial de la mansión de Tom McKley y el inspector Queen no se había dejado ver por las inmediaciones. En las condiciones actuales del caso, con el cuerpo de la señora McKley aún en paradero desconocido y el reciente asesinato del joven escritor aficionado a la investigación, el conductor del coche azul esbozaba una enorme sonrisa de regocijo.
Todo estaba saliendo según lo previsto.
La espesa arboleda de pinos llegaba a su término a unos metros del muro de la finca de los McKley. Estacionó el coche entre los arbustos para ocultarlo a la vista, pero en una posición que le brindara una huida sin dificultades, y se encaminó hacia la tapia, constituido por una cadena de piedras blanquecinas superpuestas. No le supuso mucho esfuerzo sobrepasarlo. De un salto, se enganchó al filo superior. Usó las piedras como escalones y de un impulso brincó al otro lado. El césped amortiguó el ruido de sus zapatos.
La mansión estaba sumida en un inquietante silencio. Agazapado entre las sombras, se fijó en la fuente de luz de la ventana del dormitorio matrimonial. El resto de estancias dormitaba en la oscuridad.
Era de esperar que al mayordomo y a las sirvientas se les hubiera excusado de sus funciones hasta la realización del juicio. Aquella débil lucecita ponía de manifiesto la actitud de víctima que Tom quería mostrar a sus vecinos, consciente de que formarían parte del público en el curso del proceso penal. Cuanto más angustioso y enfermizo su aspecto, mayor credibilidad tendría ante la sala y los miembros del jurado. Qué mala suerte, se dijo, que no llegara a subir al estrado.
Comprobó que el pomo de la cristalera del salón giraba sin problemas. Tom no tenía por costumbre cerrarla con llave, y con la rumiación sobre su futuro entre rejas mermando su ánimo, aquel detalle irrelevante ni se le habría pasado por la cabeza.
Sus ojos se fueron adaptando a la oscuridad. De manera gradual, el mobiliario se hizo visible.
Integrándose con la mudez del entorno, orientó sus pasos hacia la segunda planta.
La tenue irradiación de la lamparita se filtraba por el filo del travesaño. Conforme reducía la distancia hacia su destino, un temblor se esparcía por sus manos. No era pánico, ni nerviosismo o temor. Era euforia, el olor a victoria se palpaba en el ambiente. Había fantaseado con ello en tantas ocasiones...
Sus labios se ensancharon.
Irrumpió en el dormitorio sigilosamente. Como había previsto, Tom reposaba en la cama bajo un cúmulo de mantas. Vislumbró en la mesita de noche, delante de la lamparita que proporcionaba una confortable luz al dormitorio, un bote de pastillas abierto y un vaso con medio dedo de agua.
Tomó una bocanada de aire. Del bolsillo de la chaqueta sacó un revólver, una smith & wesson del calibre 38. Junto al borde de la cama alzó el arma. Dos disparos en el estómago, y la colcha se teñiría con la vida de Tom.
Rozó el gatillo, impaciente.
A segundos de alcanzar su objetivo, una idea fugaz quiso que reconsiderara el final que había escrito para aquel estúpido empresario. Simple, soso. Una excitante alternativa aguijoneaba su inconsciente. Que Tom estuviera despierto mientras ponía fin a su vida, que viera su rostro a las puertas de la muerte, resultaba más gratificante. La imagen quedaría grabada en sus pupilas.
Rio en silencio. Lo había decidido. Bajó el arma y extendió la mano hacia la cama.
No vio venir el brazo que surgió de entre el montón de mantas y le enganchó la muñeca. La sensación de que le partían los huesos abrió mecánicamente su mano. La pistola cayó a un lado. Se maldijo por desviar la vista hacia el único objeto que tenía para defenderse, pues sintió que la fuerza de un látigo se aferraba a su cintura y le hundía de bruces en el colchón.
Trató inútilmente de forcejear con la persona que, a horcajadas sobre sus piernas, le inmovilizaba bocabajo. El hervor de su expresión se transformó en una desagradable sorpresa cuando sus ojos colisionaron con la sonrisa de Ellery Queen.
—¡Tú...!
—Un placer regresar de entre los muertos.
En ese preciso instante escuchó un correteo saliendo del baño. El inspector Queen, el abogado Colahan y Tom McKley les rodearon.
—¡¿Cómo...?!
Rupert Queen extrajo unas esposas del cinturón.
—¿Estás bien? —preguntó mientras Ellery se apartaba y le cedía el turno.
—Algo dolorido, pero la satisfacción de la captura es el mejor de los analgésicos.
—¿Quién es? —quiso saber Tom, avanzando temeroso—. ¿Quién ha intentado matarme?
Ellery anduvo hacia la entrada del dormitorio y accionó el interruptor.
—Amigo, te presento a tu asesino.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro