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Eventualidad

La imagen del duesenberg estacionado con una rueda sobre la acera se desvanecía y duplicaba cada vez que pestañeaba. Trastabilló con sus propios pies. Improperios de un conductor forzado a sortearle le llegaron como ecos lejanos. Se balanceó en un intento de mover sus piernas adelante.

La frecuencia con la que abría y cerraba los ojos aumentaba. Se esforzaba por agudizar los sentidos y esquivar las figuras que se desdoblaban a su vera, pero el espacio en negro discurría con una lentitud abrumadora. Doblado sobre la barandilla, comenzó a contar el número de peldaños. No sabía el motivo. Era un juego infantil que de pequeño le entretenía. Lo contaba todo, por absurdo que resultara. Y los escalones de su edificio ni iban a ser menos. De la nada, aquel juego sobrevino inconscientemente. Lo ayudaba a distraerse del dolor.

Hincó el hombro en la pared del pasillo. Flexionó las rodillas a fin de sostenerse y fue arrastrándose a lo largo del muro. Frente al número que indicaba la puerta de su residencia, dejó caer los nudillos.

—Djuna... —pronunció al constatar la identidad imprecisa de aquel que lo recibía.

—¡Señor Queen! —saludó.

El pánico neutralizó la calurosa bienvenida del criado. Los dedos ensangrentados de Ellery se anudaban al marco de la puerta.

—Una ayuda no me vendría mal...

Djuna se arrojó a socorrerle en un grito de terror. La sangre manchó su indumentaria. Eludiendo la herida, pasó el brazo indemne de su señor por encima de sus hombros y lo trasladó a trompicones al sofá.

Ellery compuso una mueca de dolor cuando su brazo malherido chocó contra el sillón.

—Avisa a mi padre.

Entretanto, con las voces del joven gitano despertando a medio edificio, extrajo un cigarro del bolsillo del pantalón. Los espasmos dificultaron la acción de situarlo entre sus labios. Probó a encender el mechero. Al quinto intento, el humo se propagó por la habitación. Dio una larga calada con los ojos cerrados. El mechero se escurrió entre los cojines.

—¿Inspector Queen? —preguntó Djuna al teléfono—. Sí, soy yo, he vuelto antes de tiempo... Sí, lo he pasado bien... —respondía con impaciencia a las inoportunas preguntas—. Señor... señor, espere, si me deja... —intentaba cortar la incontinencia de su interlocutor—. ¡Han disparado a su hijo! —gritó de pronto.

Se escuchó una pausa al otro lado de la línea.

Un gruñido ensordecedor llegó a oídas de Ellery.

—Sí, sí... Confíe en mí.

Colgó desaforado y salió disparado junto a Ellery, alternando nerviosamente la atención entre la sangre que ensuciaba el sofá y los ojos que lo contemplaban.

—Su padre está en camino. ¿Qué puedo hacer yo?

—Sir-sírveme un whisky... —Djuna lo miró sin comprender, creyendo enfrentarse a una de las tantas burlas de su señor—. Djuna... —repitió algo más severo.

—Su padre se enfadará.

—Richard no está aquí.

Consciente de que discutir con Ellery era inútil, le entregó un buen vaso de aquel líquido oscuro que el inspector solía saborear los fines de semana.

*

—¡La madre que te parió!

El grito del inspector Queen trajo a Ellery de vuelta al doloroso presente.

—Baja el volumen —murmuró.

El inspector examinó el brazo ensangrentado que Ellery había acomodado encima de los cojines. Se llevó la mano a la nuca con desesperación.

—Pero ¿quién...?

—No pude verle...

Una secuencia de pisadas desconocida atrajo la vista de Ellery. Detrás de su padre reconoció al forense de la comisaría, el doctor Prouty, un hombre larguirucho cuya personalidad no estaba hecha para la cortesía en el trato.

—Conque un disparo, Queen —dijo sentándose a su lado. Dispuso en la mesa su equipamiento médico—. Tu padre me ha traído volando sin siquiera darme tiempo a cerrar al pobre diablo que tenía en la camilla. ¿Sabes que existen los hospitales?

—Los hospitales y yo no nos llevamos bien... —siseó.

—Cuéntame cómo ha sido —intermitió Richard. A diferencia de su entonación airada, sus ojos miraban a Ellery llenos de preocupación.

—Aguarda a que termine con esto. Es posible que se desmaye. Con tus prisas, no me ha dado tiempo a coger todo lo necesario.

—Acaba ya —maldijo Ellery.

Prouty asintió. Se aproximó al brazo izquierdo y le quitó el torniquete.

—Sujetadlo —ordenó al inspector y a Djuna.

Adecuándose las gafas en la nariz, el forense echó una solución para limpiar la herida, cogió las pinzas y, con precisión técnica, la insertó en el agujero que la bala había abierto unos centímetros por debajo del hombro.

El cuerpo de Ellery se tensó al máximo.

—Ya casi está... —Hundió las pinzas un poco más—. ¡Ajá! Aquí la tenemos.

Extrajo las pinzas del agujero en el brazo. La punta apresaba una pequeña bala achatada. La arrojó en el recipiente de metal encima de la mesita.

—Ahora lo que de verdad va a dolerte.

Ellery entrevió la aguja y el hilo que el forense sostenía.

—Espere —interrumpió Djuna. Veloz, rellenó el vaso de whisky. Ellery se le agradeció con una sonrisa temblorosa y lo vació de un trago.

—Vamos...

Prouty comenzó con su espectáculo.

*

Richard Queen vagaba en círculos en el dormitorio de su hijo. Finalizada la intervención, y con Ellery sin conocimiento, lo habían trasladado escaleras arriba. Se despidió del forense con un fuerte y agradecido apretón de manos, al que pidió un taxi a su cargo, y se encerró en la habitación, alejando a Djuna de las continuas visitas a hurtadillas.

El reloj marcaba el paso de hora cuando un gemido lo hizo volver en sí, absorto en la ventana sin ser consciente del tumultuoso ambiente nocturno.

—¿Cómo te encuentras?

—Como si me hubieran disparado.

Se enderezó contra la pared. El dolor hizo acto de presencia. Ahogó un lamento.

—Espera, espera, no corras. —El inspector le alcanzó un vaso de agua y unas pastillas—. Son analgésicos. Por cierto, ya he visto el estado de tu coche. Un desastre, entre la ventanilla hecha añicos y el festín de sangre que has montado...

—Recuerdo que me dispararon dos veces... Es probable que encuentres otra bala —le avisó—. Mierda, el duesenberg no...

El inspector suspiró.

—¿Eso te preocupa? Dime, ¿qué ocurrió exactamente?

—El conductor del coche azul que ha intentado matarme es el mismo que me siguió hasta casa de Tom.

—¿Te han perseguido?

—¡Son buenas noticias! —exclamó risueño—. Consuélate sabiendo que tu hijo no ha sufrido ningún brote psicótico.

Con alguna que otra interrupción en el discurso, Ellery narró el estado en que había hallado a Tom y el incidente posterior.

—¿Por qué querrían matarte?

Richard lo estudiaba de brazos cruzados.

—¿Tú que piensas?

Abrió los labios, dilatando la contestación.

—¿Lo tienes?

Ellery sonrió.

—Lo tengo. Una última confirmación y...

—Tú no te mueves de aquí —sentenció Richard—. ¿Me vas a contar qué está pasando?

Ellery calló, molesto por la desastrosa eventualidad que lo retenía en cama y lo dejaba fuera de combate.

—No es así como tenía pensado resolverlo. —Cargó una mirada de indignación contra su brazo vendado—. Pero, en vista de las circunstancias... Papá, ¿estás dispuesto a hacer exactamente lo que yo te diga?

El viejo Queen protestó.

—Qué estás maquinando.

*

 —¿Qué te lleva a desestimar la idea de que no hayan huido de la ciudad? —inquirió Richard mientras llenaba el plato de su hijo en la cocina—. Come algo, tienes que estar famélico.

—¿No te alegras de la vuelta de Djuna? Ya no tienes que encargarte tú de las labores doméstica —replicó Ellery. Dedicó una mirada de asco a la comida. La angustia varada al estómago apenas le daba tregua.

—Está deshaciéndose de las manchas de sangre del salón. —Ellery se alzó de hombros en señal de disculpa—. Come o tendremos que hacer una visita al hospital, y dará igual si tienes una febrícula de más o no.

Entrelazó las manos en la mesa, a la espera de la respuesta a su pregunta.

—No se han marchado. Precisan de Tom.

—¿Estás seguro de todo esto?

—Evidentemente. Por muy ilógico o enrevesado que te parezca, es la única solución posible. En relación, claro está, al fin último de todo este asunto.

—¿Y ese fin último es?

—El más primitivo, vil y egoísta de los propósitos del ser humano.

El inspector silbó al visualizar el propósito al que su hijo aludía.

—Pero, entonces, la muerte de Marien, ¿por qué?

—Era el acto principal que daría pie a la sucesión de eventos posteriores y, finalmente, al cierre de esta ingeniosa trama.

Richard se puse en pie.

—No si actuamos antes.

—Antes de marcharte, no olvides trasladar al salón la caja que mi socio del periódico ha dejado en la entrada.

—¿Y para qué diantres quieres ponerte a leer periódicos ahora? —preguntó enervado.

—Todo a su debido tiempo. Ya lo entenderás.

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